Lumen

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Capítulo 8

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20 de diciembre

Los pechos de la chica estaban comprimidos por la tela de su blusa descolorida, pequeños como las yemas unidas de los dedos de una mano. En realidad, no era más que una niña, y Bora apartó la vista de su rostro para mirar al bebé de cara redonda que llevaba a horcajadas sobre la cadera. El bebé la había mojado, pero la chica parecía no darse cuenta.

A petición de Bora, Hannes siguió formulando preguntas en tono monótono. Los granjeros lo escuchaban y respondían de vez en cuando, con los ojos muy abiertos de la preocupación. A pesar de la época del año, iban todos descalzos. Costras de barro mezclado con nieve recubrían los talones de las mujeres, a quienes habían sorprendido lavando.

Dejándose guiar por su aspecto, Bora dedujo el parentesco que los unía. Había dos hombres y una mujer mayores (la generación de los padres) y tres hijos con sus respectivas esposas, la niña y el bebé. A dos pasos de distancia estaba una mujer de baja estatura, edad indeterminada y nariz chata. Un hilillo de baba le caía de la boca abierta, y desde la llegada de Bora se hurgaba furiosamente el dorso de la mano izquierda, donde tenía la piel cubierta de llagas.

—Hannes, hágales comprender que lo único que quiero averiguar es por dónde se fueron los hombres armados. Dígales que sé que no están ocultando a soldados polacos.

Hannes volvió a tomar la palabra. Esta vez fueron los hombres los que respondieron a sus preguntas. Bora captó unas cuantas palabras que se parecían al ruso y el nombre de una aldea cercana, Skalny Pagórek.

—Dicen que iban en dirección a Skalny Pagórek la última vez que los vieron,

Herr Hauptmann.

—¿Y cuándo fue?

Los hombres se consultaron unos a otros. Apoyándose en un nudoso cayado, el hombre más mayor hizo algunas preguntas, escuchó y asintió con la cabeza. Bora también escuchó, sin comprender, mientras observaba el perfil arcaico del hombre, que llevaba la melena por los hombros recogida en trenzas canas e hirsutas a ambos lados de la cara. Junto a él estaba su hija o nuera. Bora se dio cuenta de que era la madre de la chica joven por los ojos claros. La mujer, que era robusta y de pelo rubio, se había adelantado a los demás para saludarlo con un beso en la mano, con la deferencia que mostraban los campesinos al ver un uniforme. Bora había dado un paso atrás y ahora se daba cuenta de que no debía haberlo hecho, por respeto a ese mismo uniforme. Las llagas que la mujer de la nariz chata tenía en la mano empezaron a sangrar.

Poco a poco empezaron a mencionar fechas, lugares y retazos de información. Bora y Hannes casi habían acabado cuando dos vehículos del SD se acercaron dando botes por el descuidado sendero de campo. Bora esperaba que pasaran sin detenerse, pero el coche de los oficiales giró y entró en el carril flanqueado de nieve que llevaba hasta la granja. Se detuvo junto al pozo cubierto de madera y lo mismo hizo el camión. De este se apearon varios soldados que miraron a ver si el pozo estaba recubierto de hielo y se llenaron las cantimploras.

Del coche se apeó un oficial. No hizo intento de acercarse a la era, donde Bora había reunido a los granjeros. Se quedó parado junto al vehículo, a unos treinta pasos de distancia, consultando un mapa doblado.

Bora dijo:

—Vaya terminando, Hannes.

Para cuando llegó al pozo, el oficial del SD ya había terminado de examinar el mapa y volvió a guardarlo en su funda.

—¿Ha acabado, capitán?

Irritado, Bora tomó aliento.

—Este territorio está bajo control militar. Tenemos jurisdicción sobre él.

—Bueno, nuestro trabajo aquí es algo distinto del suyo, así que no se preocupe: no nos han encomendado tareas duplicadas.

Bora vio que los soldados estaban de pie a la sombra fría y azulada del camión. Habían amontonado las armas a un lado (subfusiles, carabinas) y empezaban a dar cuenta de sus raciones. Era demasiado temprano para almorzar, así que era posible que hubiesen pasado la noche en el camino. Tenían las botas cubiertas de barro seco y, a juzgar por el estado de sus uniformes, parecía que hubiesen dormido con ellos puestos.

—¿En qué consiste su tarea? —le preguntó al oficial.

—Reunimos provisiones para pasar otra semana sobre el terreno.

—En esta granja no queda nada. Ya la registramos durante la invasión. Se han llevado un buen mazazo.

—Ya les preguntaremos nosotros, capitán. Que tenga buen viaje.

Bora miró el reloj. Había pasado más tiempo de lo planeado en la granja. Aún tenía una larga lista de tareas que realizar en el campo antes de volver a Cracovia para acudir a una reunión de personal a las tres de la tarde, y Schenck no toleraba los retrasos. Mientras esperaba a que Hannes trajese el coche, Bora debatió consigo mismo si quedarse hasta que el SD hubiese llevado a cabo el registro o no.

Ninguno de ellos parecía tener prisa. Los soldados masticaban la comida o se sentaban a fumar dentro del camión.

El oficial sumergió una cantimplora en el cubo para llenarla. Tomó un trago, se enjuagó la boca y escupió el agua dentro del pozo.

—Puede esperar si lo desea, capitán, pero estoy seguro de que tendrá mejores cosas que hacer.

Bora lamentaría para siempre la falta de previsión que lo llevó a subir al coche y alejarse en ese momento.

Habrían recorrido aproximadamente un kilómetro tras salir de la granja y dejado atrás una línea doble de árboles escuálidos que la protegían del viento del norte cuando se vieron obligados a frenar hasta casi detener el motor para franquear un vado. Era una ladera empinada y cubierta de barro que ya les había costado trabajo cruzar de camino a la granja. El barro empezaba a helarse y estaba resbaladizo. El coche llegó al fondo, que era una mezcla gélida de piedras, marga y agua, y Hannes forzó el motor.

Un viento intenso traía unas nubes dispersas que se deslizaban desde el sur. Después del amanecer, la temperatura se había vuelto bastante agradable, y Bora tenía la ventanilla bajada. Incumpliendo el consejo que le había dado Schenck de que se mantuviese sobrio, se encendió un cigarrillo y vio cómo el humo escapaba del coche en espirales caprichosas y azuladas. Skalny Pagórek. A continuación, irían a Skalny Pagórek. Desplegado sobre sus rodillas, el mapa mostraba una multitud de senderos rurales entrecruzados y topónimos eslavos.

—Hannes —dijo. Y entonces, por encima del chirrido grave del motor, Bora oyó algo que hizo que se le tensase la espalda contra el asiento.

Fuego de ametralladora. No muy lejos, se oía fuego de ametralladora de detrás de la línea de árboles esqueléticos. Sus ojos se encontraron con la mirada nerviosa de Hannes en el espejo retrovisor.

Bora guardó el mapa. Se le abrió un vacío en la boca del estómago, un dolor repentino y agudo. Pero no podía haber cometido un error tan garrafal: no podía haber malinterpretado las intenciones de los hombres hasta ese punto, era imposible. Tenía prejuicios contra el Servicio de Seguridad. Siempre se ponía en lo peor. Lo que debía pensar era… lo que debía pensar era que el SD se había encontrado con unos resistentes del ejército polaco.

—¡Vuelva! ¡Ahora mismo!

Se encontraban justo en mitad del vado. Hannes dio marcha atrás y las costras de barro se desprendieron de las ruedas al girar. Consiguió subir la ladera marcha atrás y giró. A toda velocidad, dejaron atrás los árboles en medio de una tormenta de agujas de pino rojizas y devoraron la explanada llana que los separaba de la granja.

Lo único que distinguió Bora desde lejos fue a un puñado de soldados que salían del granero.

El camión estaba vacío. El coche de los oficiales estaba vacío. No había nadie en la era.

Bora salió corriendo del vehículo y cruzó la extensión de nieve pisoteada que cubría la tierra fangosa. Se quedó parado en el peldaño que daba acceso al granero.

El vacío que sentía en el estómago se hizo aún mayor.

—¿Qué han

hecho?

El oficial del SD apartó a Bora con el hombro para poder salir del granero y se paró junto a él en el umbral.

Por todo el cobertizo, había soldados que acarreaban latas de gasolina y vertían un denso reguero de combustible sobre los cimientos. Sobre este iban tirando puñados de hierba y heno. Bora olió la gasolina y oyó a los soldados ir de acá para allá, pero no les prestó atención. Tenía los ojos fijos en el suelo de tierra del granero.

—¡Por el amor de Dios, si ni siquiera están muertos!

—Su trabajo aquí ya había terminado cuando llegamos, capitán. No se inmiscuya en el nuestro.

Bora dio un paso adelante para entrar, mientras se abría la pistolera.

El oficial del SD lo agarró por la muñeca.

—Se lo advierto. —Y cuando Bora se zafó con un giro del brazo, lo empujó con fuerza contra el quicio de la puerta—. No se inmiscuya.

Bora le devolvió el empujón. Sacó la pistola. El oficial hizo chocar el pecho contra el suyo de un empellón y Bora lo repelió con un codazo. Con rudeza, se enfrentaron el uno al otro a base de fuerza bruta, luchando por el control del umbral.

—Quiero su nombre, capitán.

—Y yo, el suyo.

Una llamarada prendió a su lado cuando el fuego alcanzó un haz alto de hierba y lo envolvió de un rojo intenso, en medio de una bocanada de humo asfixiante. El oficial del SD dio un paso atrás, agitando las manos con desdén, y Bora entró en el granero.

Empezaba a salir humo de debajo de las tablas que había tiradas aquí y allá por todo el cobertizo. Las botas de Bora hicieron que la sangre se mezclase con la tierra del suelo a medida que se acercaba al centro del granero. Allí era donde estaban amontonados los cadáveres. Primero vio a la chica. Estaba boca arriba y le habían dado un tiro en la frente. La mano izquierda se contraía frenéticamente sobre el charco de sangre, donde la retenía el brazo de su madre. A la madre le habían volado la parte de atrás de la cabeza. Bora pasó por encima del bulto ensangrentado de uno de los hombres para llegar hasta la chica. A horcajadas sobre su cuerpo, terminó con ella. Después, se giró hacia los demás y fue disparándoles a bocajarro uno a uno. Cuando se le acabaron las balas, cambió el cargador y siguió disparando.

Herr Hauptmann, Herr Hauptmann! —lo llamó Hannes desde la era—. ¡El tejado está a punto de derrumbarse!

Bora siguió disparando.

Cuando salió, los vehículos del SD ya se habían marchado. Volvió la cabeza hacia el pozo y vio su estela, una tormenta de cristales de hielo sobre el carril de tierra que se alejaba en dirección al este. Le escocían y le dolían los ojos a causa del humo, pero no se los enjugó por miedo a que pareciese que estaba emocionado, cuando no lo estaba.

Hannes estaba de pie junto al coche. Su figura menuda y gris parecía insignificante frente al trasfondo inmenso de los pastos ondulados. Tenía la mirada apartada y la cara pálida.

Bora no estaba emocionado, pero sí era consciente de llevar un peso insoportable al final del brazo. Provenientes de los campos, se oían los sonidos típicos de la mañana. Muy lejos, según parecía. El frescor de la mañana se los trajo amorosamente una vez se apartó del crepitar y el olor penetrante de las llamas.

En el futuro, pensaría muchas veces en este día y sentiría el mismo agotamiento que en ese momento, allí de pie con el peso de la Walther como un lastre en la mano, al final del brazo extendido. La pistola parecía tan pesada que era como si quisiese tirar de él hacia abajo y hundirlo.

Hannes había recorrido la mitad de la calle con el coche cuando, por los letreros y las fachadas de las tiendas, se dio cuenta de que le había dado instrucciones de seguir la ruta equivocada, más allá del jardín botánico de Cracovia, en dirección contraria al cuartel general.

Una vez en el cuartel general, el coronel Schenck no se interesó por su historia. No fue descortés, pero tampoco mostró interés por intervenir. Le dijo que lo entendía.

—Si empieza a sentir pena tan pronto, Bora, está jodido. ¿Qué más le da a usted? Tenemos nuestras órdenes y el SD tiene las suyas. No fue más que casualidad que no hubiese recibido usted órdenes parecidas. Y estos granjeros polacos… ni siquiera son

personas, no merecen ni reproducirse. Veo que está usted afectado, pero hágame caso: no empiece a volverse blando. —Bora intentó decir algo, pero Schenck lo interrumpió—. Estamos todos en el mismo barco. Si cometemos alguna falta, somos

todos culpables. Así son las cosas.

—No puedo aceptar que las cosas sean así y punto, coronel. También existen las leyes.

—¿Tan pronto y ya me habla de leyes? Usted mismo arrasó aldeas polacas como un ciclón durante los primeros días que pasó aquí. ¿Qué leyes? Deje que las cosas sigan su curso. Primero me hace llegar un informe sobre unos cuantos ucranianos ahorcados y ahora son los granjeros polacos. Procure endurecerse el corazón, como nos aconsejaron al principio de esta campaña. Le vendrá bien en la vida. No es más que un joven capitán con demasiados escrúpulos; su puesto no es relevante, ni siquiera útil. —Schenck le dio una palmadita en el hombro—. Vaya a su despacho y prepárese para la reunión de personal.

Bora sintió como si lo hubiesen dejado caer desde una gran altura. Pasó los siguientes minutos ojeando los papeles que tenía sobre el escritorio sin siquiera verlos.

Schenck echó un vistazo desde el umbral para ver qué hacía.

—Por cierto, Bora, espero una llamada de Alemania. Mi esposa está de parto. Si suena el teléfono mientras presido la reunión, haga el favor de cogerlo y pasármelo inmediatamente si es el hospital. Y otra cosa: Salle-Weber me ha informado de que su sacerdote americano está en prisión por obstruir una operación de registro. Tiene mi permiso para sacarlo una vez haya terminado aquí.

El padre Malecki siguió a Bora sin hacer preguntas. Apenas habían intercambiado un par de palabras desde que Bora se había presentado en la sala de detención abarrotada con un guardia del SD a remolque. Ahora estaban sentados uno junto a otro en el coche de Bora, bajo el cielo oscuro de la tarde.

—¿Lo llevo a casa? Sé dónde vive.

—No, gracias.

—Ya veo. ¿Al consulado americano, entonces?

—De ninguna manera.

A Bora no le apetecía jugar a las adivinanzas.

—¿Adónde quiere ir, padre Malecki?

—Tomemos una copa.

La sala que había en la parte de atrás del Pod Latarnie era una acogedora taberna.

El atuendo de clérigo americano de Malecki, con pantalones en vez de sotana, no permitía identificarlo como sacerdote a primera vista. Bora escogió una mesa apartada para que tuviesen algo de privacidad, pero por la forma en que Malecki se quitó la bufanda se dio cuenta de que al sacerdote no le importaba mostrar el alzacuellos.

—Tomaré un

zubrówka —le dijo Malecki al camarero.

—Sí,

Ojciec.

—¿Qué va a tomar usted, capitán Bora?

—Lo mismo.

Durante los treinta años que llevaba como sacerdote, Malecki había aprendido a entender a las personas. Vio cómo Bora jugaba distraído con las llaves del coche, excesivamente rígido incluso teniendo en cuenta su profesión. Era la clase de rigidez que lucha por contrarrestar la necesidad de desplomarse.

—¿Sabe lo que ha pedido? —preguntó.

—No.

—Es el vodka con mejor sabor, preparado con hierbas aromáticas del bosque de Bialowieza.

Bora alzó la vista hacia el sacerdote. Fuera lo que fuese lo que lo preocupaba, y Malecki dudaba que tuviese nada que ver con su arresto, no iba a hablar de ello voluntariamente. Al ver la mueca malhumorada en los labios de Bora, decidió que sería mejor no preguntarle en ese momento.

El camarero les trajo las bebidas.

—Aquí tiene,

Ojciec.

Bora se sintió algo mejor después del vodka. Se dejó caer sobre el asiento acolchado de cuero.

—Siento que lo detuviesen, padre Malecki.

—No fue para tanto, una vez los convencí de que no era polaco.

—Me extraña que el consulado americano no se las apañase para liberarlo.

—Creo que ni siquiera saben que me arrestaron.

—¿No se lo dijo a las SS?

—Les dije que era súbdito suizo.

—¡No!

—Eso les dije, fue una mentirijilla piadosa. Pero las cosas se habrían puesto difíciles después de esta noche, ya que se esperaba que la respuesta de la embajada suiza en Varsovia llegase por la mañana. Aunque, gracias a usted, ya no tengo que preocuparme por eso.

Bora negó con la cabeza.

—Para ser un hombre de Dios, es usted muy poco ortodoxo.

—Hay momentos en que uno debe desafiar la ortodoxia.

A Bora lo impresionaron estas palabras. Sabía que no iban dirigidas a él, pero penetraron en su corazón con la facilidad de un cuchillo.

—¿Y qué momentos son esos, padre Malecki?

Era la primera noche que Ewa volvía a los ensayos tras la muerte de Retz. Estrenaban la obra al día siguiente.

Kasia la alcanzó en la oscuridad frente al teatro y anduvieron juntas para coger el último tranvía que pasaría hasta la mañana. En las esquinas, el viento era tan frío que tuvieron que envolverse bien en sus abrigos y enterrar las caras en los cuellos de estos.

—No me preguntes, Kasia.

—¿Quién te ha preguntado nada? Estoy andando, nada más.

En cuanto llegó a casa, Ewa Kowalska se quitó las medias, poniendo cuidado de tocarlas con las yemas de los dedos humedecidas para no hacerles carreras ni desgarrones con las cutículas. Tras ponerse un par de zapatillas desgastadas, se acercó al teléfono que tenía junto a la cama y marcó un número que se sabía de memoria. Mientras fumaba, esperó hasta que resultó evidente que Bora no estaba en casa antes de colgar.

Le dolía la cabeza. Había fumado demasiado los últimos días y, además, tenía la garganta seca. Le preocupaba quedarse afónica para el día siguiente. Tenía una botella de vinagre y otra de agua sobre la mesilla de noche y, después de diluir una cucharada de vinagre en medio vaso de agua, hizo gárgaras hasta que le corrieron lágrimas por la cara.

Una cancioncilla, cantada por una aguda voz de mujer, le llegó flotando desde la radio de la cocina a través de la puerta del dormitorio.

Nur du, nur du, nur du-u-u. Ewa se acercó a desconectar la radio. Apagó la luz. Sentada en la cama, cerró los ojos. No podía dormir. Estaba agotada, pero no podía dormir. A veces le dolían la furia y la soledad.

Necesitaba hablar con un hombre y se dio cuenta de que estaba enfadada con Bora por no estar en casa.

En el Pod Latarnie, Malecki dijo:

—¿Cómo ha llegado a la conclusión de que cuando dijo «su nombre» la abadesa se refería a la palabra

lumen?

Bora examinó con atención el diminuto vaso vacío como si fuese cualquier cosa menos un vaso normal y corriente.

—No puedo decírselo. No es ninguna conclusión, padre, tan solo una hipótesis viable. Si la abadesa quería decir que moriría «por su nombre» y ese nombre es

Lumen, si consigo entender lo que quiere decir, puede que descubra quién la mató. El diccionario de latín me resultó útil, pero no consigo conectar ninguna de las acepciones que aparecen con la causa de su muerte. Recordé que en la filosofía, las capacidades cognitivas de la mente humana, sin ayuda de la gracia de Dios, se denominan

lumen naturale.

Malecki asintió con la cabeza.

—La

lumen gratiae.

—Sí. Por otra parte, puede que

lumen se refiera a una entidad física. La palabra también quiere decir «ventana» y «apertura». ¿Debemos pensar que le dispararon a través de una ventana? —Bora miró al camarero y negó con la cabeza cuando este le preguntó si quería otra copa. El padre Malecki hizo lo mismo—. Pero, aun admitiendo que la abadesa acertase con su profecía y que yo tenga razón en seguir esta pista, ¿sería

lumen la

causa o el

agente de su muerte?

Malecki se enjugó la nariz con el pañuelo.

—¿Tenemos un móvil en firme para su asesinato?

—Hasta ahora, tan solo el tono político de sus declaraciones.

—Era más apocalíptica que política, capitán.

—Tal vez.

—Bueno, ¿tenemos algún sospechoso?

—Solo sospechosos sin rostro y sin nombre. —Bora apartó el vaso—. Me he planteado la posibilidad de que alguien, quizá incluso un miembro de mi ejército, entrase en el convento antes de llegar el coronel y yo. Alguien que pudo haber matado a la abadesa y que, dada la confusión reinante últimamente, ya podría encontrarse muy lejos de aquí.

Malecki notó la incomodidad de Bora al formular esta suposición.

—Pero ¿cómo iba a entrar un extraño en el convento sin ser visto?

—No lo sé. Pero la persona que dejó la bolsa con las pistolas sobre el tejado se las ingenió para entrar. —Lentamente, Bora siguió el borde de la mesa con el índice. Malecki creyó que sería buen momento para decirle que sabía dónde encontrar al menos a uno de los albañiles. Pero Bora ya estaba pensando en otra cosa.

—Padre —preguntó—, ¿qué porcentaje de las profecías de la abadesa se ha hecho realidad?

—Resulta difícil decirlo. La mayoría todavía no se han cumplido. De las que se refieren a acontecimientos del pasado reciente, tal vez seis de diez.

—¿Lo consideraría un porcentaje llamativo?

—Yo diría que indicativo. La opinión de la teología sobre las profecías se limita a los ejemplos que encontramos en el Antiguo y el Nuevo Testamento. San Juan de la Cruz dijo que Dios utiliza distintos medios para transmitir el conocimiento sobrenatural: a veces palabras, en ocasiones imágenes y símbolos, o una combinación de ambas. La madre Kazimierza era muy leída, así que sus profecías están llenas de juegos de palabras. No me extrañaría que la palabra

lumen tuviese un doble sentido… si esa es la expresión correcta. Pero, volviendo a su porcentaje de éxitos, en algunos casos se equivocó de medio a medio. Cuando llegué a Cracovia, me informó de que una mujer mayor a la que me encuentro muy unido fallecería en el plazo de seis meses. Resulta que la única mujer, joven o mayor, en mi vida es mi madre, y gracias a Dios sigue viva y disfrutando de buena salud a día de hoy.

—A no ser que la abadesa se refiriese a alguien a quien se encontrase unido de forma puntual y considerase que ella era la mujer en cuestión. Después de todo, la palabra «monja» en idiomas como el inglés etimológicamente quiere decir «señora mayor».

Malecki se encogió de hombros.

—¿Sabe? Hablé con la madre Kazimierza dos o tres veces a la semana durante seis meses y, aun así, no puedo decir que la conociese. Me dio la impresión de ser una mujer muy culta, testaruda, conservadora, con mucho autocontrol y también controladora.

—La última persona de la que se esperaría que fuese una mística.

—Exactamente. El arzobispo le pidió a la Santa Sede que abriese una investigación debido al culto no oficial que estaba empezando a crecer en torno a la abadesa incluso en vida de esta. Al principio la importunaba mi presencia. Solo me permitió visitarla regularmente después de recibir una orden directa del arzobispo. No me cabe duda de que era una creyente fervorosa. Su relación con Dios era exclusiva, celosa, muy sentida. Ha leído usted algunas de sus meditaciones.

Bora le ofreció un cigarrillo al sacerdote.

—Así es. Algunas me parecieron banales, y otras, ininteligibles. Sus descripciones de la «penetración de la luz de Dios en la hendidura del alma» me resultaron francamente eróticas. —Con engañosa indiferencia, Bora se dedicó a buscar su encendedor—. Padre Malecki —dijo entonces—: ¿Se relacionaba con la clandestinidad?

Malecki encajó el golpe como un boxeador. Esperaba que fuese a hacerle esta pregunta antes o después, pero no ahora. Era demasiado pronto y no estaba preparado. Acercó el cigarrillo a la llama, nervioso al darse cuenta de que Bora se ponía alerta frente a una mentira. Sabía que, aunque quizá comprendiese por qué le mentía, no dejaría de tomar medidas.

Sentado frente a él al otro lado de la mesa, Bora se guardó el encendedor con gesto cansado. Lo cierto era que empezaba a sentir el peso del día sobre los hombros. Como si acabasen de atarle un fardo de piedras en torno al cuello y los hombros, la tensión acumulada a lo largo del día se había convertido en un dolor físico. El coronel Schenck no había hecho más que empeorar las cosas al decirle: «Les dio el golpe de gracia. Técnicamente, fue usted quien los mató». El padre Malecki dijo:

—Conteste lo que conteste, capitán Bora, o bien no me creerá o decidirá investigarlo.

—Exactamente.

—Entonces, mi respuesta no es relevante.

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