Lumen

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Capítulo 8

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—Pero su silencio lo es.

—Solo por defecto.

Bora tensó los labios. Aunque intentaba que no se le notase, se sentía más molesto que decepcionado.

—Creí que habíamos acordado colaborar.

—No desde el punto de vista político.

—¿No? Pude haberlo dejado en la cárcel, padre Malecki.

—Me tiene encarcelado ahora mismo, al hacerme preguntas que no puedo responder.

Cuando Bora se levantó, obviamente dispuesto a marcharse, Malecki hizo un gesto pausado, una leve elevación de la mano abierta, para detenerlo.

—Encontrará al contratista que trabajó en el convento en esta dirección, capitán. —Y volvió a bajar la mano para sacarse un papel doblado del bolsillo del pecho.

Sonó el teléfono poco después de que Bora volviese de llevar a casa a Malecki.

Reconoció la voz de Ewa antes incluso de que se identificase. Su primera reacción fue colgar el teléfono. Pero ella dijo, evitándolo:

—No pienso robarle mucho tiempo, capitán. Soy consciente de lo tarde que es.

21 de diciembre

No se apreciaban signos de preocupación en el rostro de Schenck a la mañana siguiente, cuando dijo:

—Ocúpese del teléfono por mí, Bora: mi esposa sigue en el paritorio. Esta vez parece que viene de nalgas.

—Lo siento —respondió Bora, por decir algo.

—¿Por qué? Esa es la función de la mujer, capitán. El hombre arriesga su vida en la guerra, y la mujer, en el parto. Tengo una entrevista con el gobernador general, pero puede llamarme a este número si tiene alguna noticia. ¿Sacó al sacerdote de la cárcel? Bien. —Schenck se sacó la cruz de hierro del bolsillo y se la colgó al cuello por la cinta—. Veo que se ha recuperado muy rápidamente de su ataque de compasión. Era de lo más inapropiado.

Al mediodía, cuando Bora por fin llamó a Schenck con la noticia de que volvía a ser padre, Malecki estaba hablando con las monjas reunidas en el refectorio. Les dijo que los alemanes sospechaban que la abadesa hubiese podido tener contactos con la clandestinidad y observó sus reacciones. La mayoría se mostraron sorprendidas ante esta posibilidad. La hermana Irenka y la hermana Barbara negaron la acusación porque «no podía ser». La hermana Jadwiga, que parecía darle vueltas a algo, se mantuvo en silencio.

Con los ojos fijos en ella, Malecki se dirigió al grupo:

—Si alguna tiene conocimiento de algún contacto de este tipo o de cualquier otro asunto de corte político, la escucharé en confesión esta tarde. Puede que la seguridad de toda la comunidad dependa de esta información.

La satisfacción de Schenck al haber sido padre de un cuarto hijo tuvo como resultado una tarde libre para Bora, la primera desde la invasión.

Ewa miraba a Bora, sentado a la mesa frente a ella, bajo la fría luz del sol que entraba como una navaja a través de la ventana de la cafetería. A la luz se le veía la mandíbula completamente lisa, como si la hubiesen limado hasta dejarla perfectamente limpia. Tenía la misma textura que la piel de un niño. Severa, sin mancha. Daba una impresión de extrema pulcritud, algo que encontraba atractivo pero intimidatorio. Vio en él el prejuicio despiadado de la juventud.

—Me alegro de que me pidiera que nos reuniéramos —dijo Ewa.

—¿Por qué?

Le dedicó una sonrisa discreta. Mientras removía la cuchara dentro de su taza, dijo:

—No me mire así, capitán. Los lunes no son mi mejor día, y últimamente he pasado por mucho. ¿Por qué, me pregunta? Me alegra que crea que quizá tenga algo más que decir sobre Richard. Algo que explique las cosas.

—¿Qué hay que explicar?

—Su suicidio. Me lo contó la mujer de la limpieza, igual que a todos los demás.

«Salle-Weber tenía razón», pensó Bora. La noticia había corrido como la pólvora. Se echó hacia atrás sobre la silla de metal y estiró el cuerpo alto y delgado, enfundado en el uniforme.

—Y bien, señora Kowalska, ¿qué puede decirme que no les haya contado a las SS?

—Eso depende de las razones que tenga para preguntarme.

—Mis razones son eminentemente privadas. Francamente, no me caía bien el mayor Retz, pero un hermano oficial es un hermano oficial. Era su compañero de piso y quiero entenderlo.

Con el dedo encogido en torno al asa, Ewa giró la taza sobre el platillo hasta que el mango apuntó hacia la derecha.

—Fui a verlo el sábado por la noche. Me había dicho que no iba a estar usted, así que fui. Tenía que hablar con él. —Bebió un sorbo de la taza y dejó una marca de pintalabios en el borde—. Quizá sepa que Richard y yo nos conocíamos desde hacía mucho tiempo. Desde la última guerra, de hecho.

Bora le dijo que lo sabía.

—Entonces nos habríamos casado de haber tenido más tiempo. Tal vez. Ya no importa. Lo que importa es que me encontré embarazada y con una carrera como actriz que empezaba a parecer prometedora. Por suerte, había otro hombre en la compañía que siempre había «cuidado» de mí y decidí aceptar su oferta. Hasta aquí es una historia bastante trillada, y jamás hubiera pasado de ser un aburrido romance de guerra si Richard no hubiera sido como era. Incapaz de mantenerse fiel a una sola mujer.

—¿Sabía que esta vez tenía una esposa en Alemania?

—Por supuesto. Aquello no cambiaba nada. Y además, ¿cómo expresarlo? Sentía que tenía preferencia sobre cualquier otra mujer. —Cuando lo miró por encima de la taza, Ewa vio que Bora apartaba la cara, con expresión ligeramente hostil—. En mi compañía hay una actriz joven. Se llama Helenka.

—¿Helenka Sokora?

Ewa tensó las comisuras de la boca, aunque se apresuró a volver a relajarlas.

—Ya veo que la conoce.

—He oído hablar de ella. Es su hija.

Ewa le añadió más leche al té y, durante el siguiente minuto, pareció absorta en removerlo. Solo cuando oyó el crujido de los pantalones y el leve tintineo de las espuelas de Bora al cruzar las piernas, volvió a tomar la palabra.

—No es que le guardase rencor a Richard por verse con otras mujeres. Él era así. Pero Helenka… no podía permitir que siguiese con ella.

Bora se dio cuenta en seguida de que le temblaba la mano por la forma en que la taza chocó contra el platillo cuando intentó levantarla. Aunque mantuvo el cuerpo relajado, prestó más atención.

—Helenka era hija suya, capitán. —Una vez más, intentó alzar la taza, sin conseguirlo—. Richard no lo sabía. Mi exmarido lo sospechaba, pero nunca llegó a saberlo. Helenka no tiene ni la menor sospecha y jamás debe averiguarlo. Es cierto que no siempre estamos de acuerdo en todo. No nos llevamos bien: somos muy parecidas y, al mismo tiempo, muy distintas. Vivimos separadas y nos evitamos en todas partes excepto sobre el escenario. Danzamos un baile de lo más complicado para mantenernos la una alejada de la otra. Cuando me enteré a través de los chismorreos del mundillo del teatro que estaba saliendo con él, perdí los papeles, porque Richard no era hombre que se conformase con un par de galanterías. No tenía forma de averiguar si ya había ocurrido lo irreparable, pero esperaba que no.

El rostro de Bora permaneció inmóvil. Sabía que Ewa quería saber si Richard y Helenka habían hecho el amor y decidió no proporcionarle esa información.

—Entonces, ¿fue a decírselo?

—¿Qué otra cosa podía hacer? —Rebuscó en el bolso y sacó unos cuantos papeles que le entregó a Bora—. Le enseñé su certificado de nacimiento para demostrarle que ya estaba embarazada cuando él se marchó. Estaba furiosa. Le dije que no podía… que no podía hacer, ni siquiera plantearse hacer una cosa así con su propia hija.

Bora tragó saliva.

—¿Y qué le respondió él?

—¿Que qué me respondió? —Ewa negó con la cabeza—. Se vino abajo, capitán. No se enfadó ni perdió los papeles, nada. Se derrumbó por dentro, eso es todo. Hasta sentí pena por él. Antes de marcharme, le pregunté si se encontraba bien. Me dijo que lo dejara en paz.

Bora no tomaba notas descaradamente, pero Ewa intuyó que almacenaba con cuidado la información en su mente. Seguía manteniendo la cara aniñada y malhumorada inclinada, aunque miraba en dirección a ella.

—De este material están hechos las pesadillas, capitán. ¿Cómo se sentiría

usted si le dijesen que su amante es también su madre?

—Yo jamás tendría una amante que me sacase tantos años.

Se le escaparon las palabras antes de poder evitarlo. Bora se sintió avergonzado por la vana arrogancia que demostraban.

Ewa apartó los ojos y, al poco, volvió a pasarlos sobre él.

—Pero estoy segura de que se ha acostado con mujeres bastante mayores que usted —dijo en tono sereno.

—Sí. Es cierto.

—Richard tenía su edad cuando lo conocí. Yo tenía su edad. Es una época maravillosa si uno tiene cabeza. Si uno se entrega con cabeza.

Bora se incorporó, rompiendo la relajación del cuerpo que había mantenido hasta ese momento.

—Entonces ¿le sorprendió oír que se había quitado la vida?

—No. Me entristeció. Me entristeció y me dolió, pero no me sorprendió.

Incluso a través de la reja de metal del confesionario, el padre Malecki se dio cuenta de que la monja que estaba al otro lado era la hermana Jadwiga.

Susurró una excusa por su haberse mostrado tan preocupada cuando el sacerdote entregó la bolsa llena de armas a los alemanes.

—Debí haber hablado antes, padre, pero ¿quién sabe cómo se lo hubieran tomado los alemanes? La mañana en que murió

Matka Kazimierza, el coronel estuvo aquí, solo.

Malecki no sentía cómo se le perlaba la frente de un sudor tan frío desde que estuvo resfriado. Recordó las sospechas de Bora y se esforzó por no presionar a la monja con las preguntas que una voz formulaba a gritos en su interior.

—¿Sí…? —Fue lo único que dijo.

—Casualmente, estaba vigilando la puerta aquel día porque sabía que los albañiles iban a llegar de un momento a otro para reparar el tejado. Pero en vez de ellos, a eso de las diez se presentó el coronel alemán. Quiso entrar a ver a la abadesa. Le dije que iba a estar meditando hasta por la tarde, que no se permitía a nadie interrumpir sus meditaciones. Me contestó que había recibido una llamada de su familia y que era muy urgente. ¿Sabe? Casi tenía los ojos llenos de lágrimas. Aun así, no pude ayudarle. Entonces, me preguntó de repente si al menos le haría el favor de ir a buscar uno de los libros de la abadesa que tenemos a la venta.

Malecki contuvo la respiración.

—Sí, hermana. Sí. ¿Qué más?

—No vi nada de malo en su petición, así que lo dejé en el umbral y entré en la habitación de al lado, donde tengo los ejemplares y la caja con el dinero. Cuando volví, se sacó diez marcos del bolsillo (como sabrá, es veinte veces el precio del libro), pagó con ellos y se marchó.

Lo irrelevante de su historia casi hizo enfurecer al padre Malecki.

—¿Eso es todo?

La hermana Jadwiga bajó la voz hasta emitir un siseo que el sacerdote logró descifrar a duras penas, aguzando el oído pegado a la reja.

—No. La llave de la puerta que separa el convento de la iglesia cuelga de un clavo en la portería. Cuando llegaron los albañiles una hora más tarde y fui a buscar la llave de la capilla interior, me di cuenta de que faltaba la otra. Estaba ahí antes de llegar el coronel, padre, y nadie entró en la portería entre su visita y la de los trabajadores. Lo que creo es que…

—Alce la voz, hermana.

—Lo que creo es que cogió la llave, entró en la iglesia desde la calle, subió al balcón donde está el órgano y, desde allí, obtuvo acceso al convento.

—¿Dónde está la llave ahora?

—De vuelta en su lugar. La tarde en que murió la abadesa, una de las hermanas la encontró en el pasillo. Verá, padre: no he dicho nada porque creí que era posible que nuestra madre superiora estuviese colaborando con los alemanes, aunque me arrepiento de haberlo siquiera pensado. Ahora está muerta y el coronel se ha marchado, y no sé si va a hacer bien a nadie que se conozca lo que pasó.

Malecki se dejó caer sobre el incómodo asiento del confesionario, intentando mantener a raya el nerviosismo. Se sintió agradecido al ver que una silueta pasaba por delante de la reja, indicando que se marchaba la hermana Jadwiga. Cerró el ventanuco y, en la penumbra, rebuscó en el bolsillo de su sotana hasta dar con el número del despacho de Bora.

Helenka no esperaba encontrarse a Bora esperando en la plaza que había frente al teatro. Por su forma de actuar, era evidente que sabía que no podía ignorarle, pero se limitó a dedicarle un rápido asentimiento de cabeza y echó a andar por la acera.

Desde unos cuantos pasos de distancia, Bora le dijo:

—Es preferible que suba a mi coche y vayamos a alguna parte a que andemos juntos en plena calle.

Ella se paró sin darse la vuelta, con los hombros tensos bajo el fino abrigo.

—Ahora mismo no me apetece hablar con nadie, capitán Bora.

—Pues debería. Esta tarde he estado con su madre.

Helenka llevaba puestos los tacones amarillos que le había regalado Retz. Cuando se giró, las suelas de sus zapatos nuevos chirriaron sobre la acera helada. Tenía la cara extremadamente pálida, así que el rojo de sus labios destacaba como un tajo sobre una máscara pintada con tiza.

Bora le abrió la puerta y se sentó al volante.

Habían salido de la ciudad y llegado al montículo del monumento Kosciuszko cuando Helenka por fin se decidió a abrir la boca.

—No hay nada que decir. No sé por qué se suicidó y no tengo nada que decir. No quiero que hable de él. No tengo nada más que decirle. ¿Por qué quiere saberlo?

—Porque yo era colega suyo.

—Bueno, ¿qué le ha dicho mi madre? Seguro que era de lo más interesante.

—Cree que solo se

veía usted con el mayor.

Helenka había estado llorando y ahora rio con amargura. Le tembló el labio.

—Eso demuestra que no es imposible engañar a una madre. —Su perfil a la luz menguante de la tarde tenía un aspecto duro.

Le recordaba a Retz en sus gestos, y Bora se preguntó de qué dependía esa clase de cosas, que Helenka se comportase como el padre al que no había conocido de niña.

—Lo que más me molesta es que nos pasamos toda la mañana ensayando, desde las nueve hasta la una, y mientras nos dirigíamos una diatriba teatral completamente irrelevante la una a la otra, Richard se suicidaba. ¿Por qué? No sé por qué. Y creo que, si lo supiese, no se lo diría.

Bora pronunció las siguientes palabras sin dirigirle la mirada.

—La quería mucho. Más que a todas las demás.

Sintió los ojos de Helenka sobre él. Empezaba a oscurecer rápidamente e iba a tener que inventarse una excusa por llevar a una civil polaca en su coche cuando volviesen a Cracovia. Tenían delante el promontorio del montículo, como un enorme seno de tierra cada vez menos visible sobre el trasfondo del cielo.

—Me dijo que le recordaba a ella. —Le llegó la voz de la chica en el reducido espacio del interior del coche—. Pero que yo no lo cansaba como lo hacía ella. Me resultó emocionante quitarle el amante a mi madre, para variar. Seguramente, no entenderá nada de lo que le digo. Los hombres no son ni lo suficientemente inteligentes ni lo suficientemente profundos.

—No soy estúpido.

Por cómo sonaba la voz de Helenka, era posible que estuviese sonriendo, pero no lo hacía por mostrarse amistosa.

—Retz me dijo que esperaba que usted viniese y se uniese a nosotros tarde o temprano, e incluso, una vez, dejó abierta la puerta del dormitorio.

—No es precisamente mi idea de pasar un buen rato.

—Seguro que los pasa a su manera.

—¿Era feliz con usted?

Helenka alargó el brazo para coger de la mano a Bora y se topó con su extrañeza y resistencia.

—Solo quiero que toque el anillo que llevo en el dedo. Está demasiado oscuro como para enseñárselo. Es la alianza de su esposa. La llevaba colgada al cuello junto con su chapa identificativa. Me la regaló el viernes por la noche y me dijo que iba a comprarme un anillo para mí sola. Era muy feliz conmigo.

Tocar a Helenka le resultó doloroso. Bora sintió la sensación, desagradable o incómoda, no sabría decir cuál, en todos sus miembros. Fue como si una llamarada se propagase desde su mano hasta el resto del cuerpo. Le molestó que Helenka lo hubiese tocado. Había conseguido penetrar la tela metálica de su autocontrol. El contacto lo obligaba a abrirse y no quería abrirse.

De cerca, Helenka olía a violetas. Bora las percibió en la oscuridad y su nariz se sintió agradecida por el discreto perfume.

—Vámonos —dijo en tono brusco, y arrancó el coche.

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