Lumen

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Capítulo 9

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22 de diciembre

El eco de sus pisadas resonó por la iglesia como si alguien diese de bofetones a las naves abovedadas. Los sonidos breves y agudos se dejaron oír mientras Bora y Malecki subían los escalones que llevaban hasta el órgano. Este se encontraba en un balcón de la nave izquierda. Junto al instrumento había una puerta que era el único nexo de unión entre la iglesia (y la calle a la que daba la iglesia) y el interior del convento.

—Verá, capitán: las hermanas insisten en mantener la puerta siempre cerrada. Antes, la cerradura solo podía abrirse desde dentro, pero después de que se produjese un pequeño incendio hace dos años la modificaron y ahora se puede entrar desde aquí. —Malecki introdujo la llave en la cerradura y la giró dos veces.

La fuga bien iluminada de un estrecho pasillo apareció tras la puerta, con el consabido santo de escayola custodiando la esquina que había más adelante. Bora comprobó el croquis que había dibujado a partir del plano original del convento.

—Así que este pasillo acaba desembocando en la galería superior del claustro, pero tras seguir un camino indirecto que evita las partes habitadas del convento. ¿Cómo es que el coronel Hofer sabía de su existencia?

Malecki franqueó el umbral e invitó a Bora a hacer lo mismo. Una vez se encontraron en el pasillo, volvió a cerrar la puerta. Había varios pestillos y los cerró.

—No era ningún secreto. Lo que sí resulta interesante, si es que de verdad entró por aquí, es que se encontró los pestillos abiertos. Creo que la hermana Irenka ya le ha dicho que siempre los tenían cerrados.

—Por eso no investigué la posibilidad de que alguien hubiese entrado por aquí.

Malecki precedió a Bora pasillo abajo.

—Aquel día, los pestillos no estaban cerrados porque los albañiles también iban a reparar el marco de estuco que hay detrás del órgano, que se había descolgado. Ya le enseñé dónde. Y esto me recuerda otra cosa. Por favor, no me pregunte cómo lo sé, pero el trabajador que se ausentó de la capilla no fue a matar a la abadesa.

—¿En serio? —El tono informal de Bora hizo que el sacerdote se girase—. Piensa usted que tenía intención de recuperar las armas, de eso estoy seguro. No lo consiguió, así que no haré más preguntas. Aun así, el contratista cuya dirección me proporcionó sospechó de él desde el principio: no tenía ni idea de herramientas, y todavía menos de reparar tejados. Al principio, la cuadrilla creyó que era un topo alemán. —Bora se había detenido en mitad del pasillo, al igual que Malecki—. Figúreselo.

—No quiere decir…

—Todo lo contrario. El cobarde de su contratista, aunque puede que solo quisiera decirme lo que quería escuchar, parece pensar que fue el intruso el que mató a la abadesa. Y eso quiere decir mucho.

Malecki evitó la mirada de Bora.

—He oído decir… he oído decir que ha huido al campo.

—No, padre Malecki. No, no. Sus fuentes lo han engañado con toda desfachatez. Es verdad que huyó, pero no salió de Cracovia. Se esconde en la ciudad, en alguna parte. Y sabe que lo encontraremos. —Con un gesto frío, Bora indicó al sacerdote que siguiese andando—. No tiene por qué sentirse avergonzado, padre. Lo cierto es que, viniese el coronel Hofer de visita por la mañana o no, en realidad no supone ninguna diferencia. La abadesa acababa de ser asesinada cuando él y yo la vimos por la tarde. Encontraré al hombre que lo hizo y no hay nada más que decir. Pero dígame: ¿de verdad cree que mi comandante esperaba que la madre Kazimierza fuese a curar milagrosamente a su hijo?

Malecki tragó saliva, pero no contestó.

—Lo digo en serio, padre.

—Bueno, capitán Bora, también el coronel Hofer iba en serio. Juró que, si lo único que hacía falta para que se produjese un milagro era la fe, su hijo se pondría bien en cuanto las plegarias de la abadesa llegaran a oídos de Dios.

Bora recordó la primera vez que Hofer había hablado de misticismo, mientras miraba la calle desde la ventana de su despacho.

—¿Y compartía usted su opinión?

—No me pidió mi opinión. Dudo que quisiese oír nada que pudiese resquebrajar su fe en la abadesa o en una ayuda sobrenatural.

Habían llegado a una escalera que conducía a la planta baja y, tras seguir una serie de retorcidos corredores, se encontraron en la sala de espera. Malecki asintió con la cabeza en dirección al crucifijo, como si fuese un viejo conocido.

—En el pasillo que hay detrás de esa puerta, capitán, es donde encontraron la llave.

Bora ignoró el comentario. Con las manos metidas en los bolsillos de los pantalones, recorría una y otra vez uno de los lados de la sala de espera.

—Sabe que me criaron como católico y todo eso, pero no puedo evitar ver la confianza que Hofer depositaba en la abadesa como una debilidad. No pienso mofarme de esta como hace el coronel Schenck, pero no deja de incomodarme.

—¿Lo incomoda desde un punto de vista teológico o simplemente porque no cree? —Malecki se acercó al banco con patas de león que había bajo el crucifijo y se sentó—. Quizá lo que pasa es que nunca se ha sentido desesperado.

—La iglesia me enseñó que la desesperación es un pecado mortal.

—Exactamente. Y también lo es el orgullo, pero los hombres tienden a sentir ambas cosas cuando sus circunstancias se vuelven extremas, ya sea para bien o para mal. Por lo visto, cuando el coronel llegó aquella mañana, estaba fuera de sí por una llamada que había recibido de su familia.

—Le habían dicho que su hijo había empeorado. —Bora siguió andando, inquieto—. Eso explica por qué vino a ver a la abadesa dos veces el mismo día.

Malecki se dio cuenta de lo que Bora tenía en mente. Le hizo sentir náuseas, pero ya que no podía hacer nada por recuperar la credibilidad, se quedó sentado, observando cómo las botas recorrían el suelo.

Transcurridos unos instantes, Bora dijo desde el otro extremo de la sala de espera:

—No estoy enfadado. Seguramente, esto me traiga problemas más adelante, padre Malecki, pero por ahora es usted la última persona cuya compañía me molesta.

Hans Frank había elogiado al coronel Schenck por el buen trabajo que estaban llevando a cabo las unidades de inteligencia en la región. Su cuerpo fibroso exudaba más confianza que nunca. Durante la hora del almuerzo, cuando había pocos trabajadores en el cuartel general, se acercó al despacho de Bora y echó un vistazo a los mapas que cubrían las paredes. Todos estaban marcados y seguían un código de colores que indicaba los distintos interrogatorios, entrevistas, avistamientos de rezagados, alijos de armas e incidentes.

Mientras depositaba un puñado de expedientes sobre el escritorio de Bora, dijo:

—Bien hecho. Ahora puede deshacerse de ellos.

Bora miró los expedientes.

—¿Deshacerme de ellos? ¡Coronel, si acabamos de abrirlos!

—Era su deber abrirlos. El seguimiento no es tarea suya. Quiero que los queme.

Bora no necesitaba hojear los documentos. Sabía que entre estos se encontraban sus informes sobre el SD y la brutalidad ejercida por el ejército.

—Pero ya he mandado copias de estos expedientes a otras oficinas…

—Estoy seguro de que allí también sabrán ponerlos a buen recaudo.

De repente Bora sintió la misma certeza y notó que no tenía suficiente saliva en la boca como para poder tragar.

—Es una orden de lo más irregular, coronel Schenck.

—No se le paga para que garantice la regularidad de las órdenes que se le dan. —Schenck señaló la estufa panzuda que había en un rincón—. A ver cómo atiza el fuego.

La reticencia de Bora era tan patente que Schenck dio unos cuantos pasos hacia él, furioso.

—¡Maldición! ¡Acérquese a la estufa y queme esos expedientes en mi presencia! —Observó cómo Bora abría el vientre ardiente de la estufa e introducía, malhumorado, los expedientes de uno en uno—. Las carpetas, también.

Un olor a cartón chamuscado se elevó desde la estufa, pero pronto quedó sofocado al cerrar Bora la portezuela de metal. Schenck se dirigió al mapa más cercano y empezó a quitar los marcadores de algunos de los lugares.

—Quiero que limpie estos mapas antes de las trece horas. Y entrégueme los originales de sus notas. ¿Dónde tiene el diario?

Bora le entregó en silencio todo lo que le pedía. Bajo su atenta mirada, Schenck fue arrancando las páginas del diario, las hizo una bola y las arrojó a la papelera. Cuando hubo terminado, le entregó la papelera.

—Vacíela en la estufa.

Bora obedeció.

—Ya ve que las estufas también sirven para otras cosas, aparte de para acortarles la vida a los mujeriegos —dijo Schenck con una sonrisa irónica—. Vamos, vamos, ya está hecho. No sea tan escrupuloso. Vámonos a almorzar. Invito yo. ¡Nuestra unidad se ha ganado una mención! Es usted el primer oficial al que se lo digo.

En el restaurante, pocas mesas estaban ocupadas, y los camareros competían unos con otros por atender a los oficiales en cuanto entraban. Schenck pidió para los dos y, con simpatía, vertió agua mineral en la copa de Bora.

—Piense en su colega, Bora, un hombre sin hijos. No ha dejado ningún legado. Despilfarraba su semilla en dar caza a mujeres racialmente dudosas. Es buena cosa que un individuo decida eliminarse cuando tiene tan poco respeto por lo valiosa que es la vida.

Bora comía lentamente. La amabilidad de Schenck le resultaba repugnante. Tuvo que esforzarse por retener la comida que masticaba. Remolinos de sangre de un vivo color rojo se mezclaban con la salsa que había en su plato cada vez que cortaba la carne.

—¿Qué instrucciones tiene el coronel para mí de cara a mañana?

—Oh, mañana será fácil. Le corresponde recoger quejas sobre los judíos de Biala: haga justamente eso.

—No quedan judíos en Biala.

—Pero el daño ya está hecho. Quiero detalles exactos de los préstamos y la usura, por supuesto cualquier informe sobre intrigas políticas y contaminación racial, teniendo en cuenta que también hay que informar de las relaciones de trabajo y pareja entre judíos y no judíos como contaminación racial. Coma, Bora. El hígado es bueno para la salud, sobre todo cuando está poco hecho. Y no deje de rebañar la salsa. En sus prácticas alimentarias, como en todo lo demás, siga mi ejemplo y se alegrará de haberme hecho caso.

—¡No ha salido para nada bien! —En el frío húmedo de su camerino, Ewa se deshizo el altísimo peinado frente el espejo. Con un furioso tirón, se quitó la trenza postiza rubia de la parte superior de la cabeza—. ¿Por qué te empeñas en abrir la boca y darle bombo cuando sabes que metí la pata y el público se dio cuenta?

—Estás haciendo una montaña de un grano de arena, Ewa. La única que se ha dado cuenta eres tú. Y el director, tal vez. La gente aplaudió igual que siempre.

¡Me equivoqué! —Sobre la mesa del camerino llovieron horquillas y bisutería—. ¡Me dan un papel pequeño y me las apaño para saltarme una línea entera!

Kasia se encogió de hombros. Todavía llevaba puesto su disfraz, con la peluca gris despeinada, las lágrimas ensangrentadas y todo.

—¿Y qué más da? Solo era una matinal. El teatro estaba medio vacío.

—¡No eres tú la que se ha equivocado! —Ewa se dejó caer sobre la silla y se cubrió la cara para no mirarse en el espejo. Le temblaban los hombros.

—Ewa…

—Cállate.

—Ewa, querida, no es culpa tuya. Echas de menos a Richard… eso es lo que pasa.

Ewa empezó a llorar tras las manos ahuecadas.

—Estamos encantados de ver que una vez más es usted libre para dedicarse a sus intereses en Cracovia, padre Malecki.

Puede que el arzobispo estuviese todo lo encantado que decía o puede que no. Malecki no tenía el más mínimo interés en descubrir si era sincero o no. La prudencia le sugería que no revelase nada acerca de la investigación, y eso hizo. Bora le había prometido ponerse en contacto con él si había novedades del contratista, que era todo lo que podía esperar en ese momento.

—Su Eminencia, he oído que circularon carteles con la noticia de la muerte violenta de la madre Kazimierza. ¿Qué ha pasado con ellos?

El arzobispo agitó una de sus finas manos.

—Por suerte, nada demasiado grave. Conseguimos retirar la mayoría. Unos cuantos estudiantes protestaron, pero nos las apañamos para que se dispersasen antes de que interviniesen los alemanes. Es de vital importancia que la Iglesia evite tomar partido a favor o en contra de lo que ponía en los carteles en este momento. Padre Malecki, tenga cuidado de no dar aliento al comportamiento sedicioso desde el púlpito: es usted prueba palpable de lo que puede ocurrirles a los que se oponen a las autoridades.

—Tiene razón, Su Eminencia, pero ¿dónde estaría la Iglesia hoy día si los mártires hubiesen sido tan moderados?

El ceño fruncido del arzobispo se relajó cuando sonrió.

—Entre usted y yo, padre, y con el debido respeto a Tertuliano, estoy seguro de que la semilla de la Iglesia brotó más bien de los cristianos que tenían la boca cerrada y procuraban mantenerse con vida que de la sangre de los que se precipitaron a la muerte. Hay suficientes mártires jesuitas como para no necesitar ninguno más, ¿no cree?

Esa misma tarde, después de las vísperas del viernes de ceniza, el padre Malecki perdió toda esperanza de reunirse con Bora, y estaba a punto de salir de la iglesia cuando distinguió el uniforme en la penumbra de la última fila.

Era Bora, que se había quitado la gorra, junto a la pila bautismal.

—¿Cuánto tiempo lleva ahí, capitán?

—Solo unos minutos. Tengo que hablar con usted.

—Ahora mismo salgo.

Bora recorrió el pasillo y se acercó al sacerdote.

—Me gustaría hablar aquí. —Al ver que Malecki estaba a punto de decir algo sobre que tenía que cerrar la iglesia de noche, se apresuró a añadir—: ¿Me promete usted su confidencialidad?

—¿Como sacerdote o como ciudadano no alemán?

—Como ambos.

—Tiene usted mi palabra en ambos casos.

Bora inclinó la cabeza como hacen en el ejército para indicar respeto.

—Gracias. Me gustaría que me escuchase en confesión.

Durante la noche cayó una abundante nevada.

Por primera vez tras haber recibido la noticia de su muerte, Bora echó en falta la presencia de Retz en el apartamento. Era cierto que no le caía bien y que eran todo lo diferentes que pueden ser dos personas provenientes de extremos opuestos de la escala social, pero su fallecimiento había dejado la casa más vacía.

Bora se acercó a la biblioteca y se sentó. Le daba la impresión de que la ruda vitalidad de Retz iba a hacerse oír o ver de un momento a otro. El silencio era tan absoluto en plena nevada que sus oídos percibieron el leve tictac de su reloj.

Ni Schenck ni Salle-Weber se habían interesado por investigar las razones detrás de un suicidio en el cuartel general. Estaba mal visto, y, siempre que no estuviese en juego la ortodoxia política, el suicidio de un oficial se olvidaba tan rápidamente como se negaba en un principio. Los colegas de Retz ni siquiera habían preguntado por él. Obviamente, se llevaba mejor con las mujeres que con los hombres, por lo que Bora era lo más parecido a un amigo que Retz había tenido en el ejército.

Le resultó extraño ver que los insectos en el marco de cristal, los escarabajos y las libélulas, captaban cualquier variación de la luz con sus alas frágiles y sus caparazones si movía la cabeza. Los parpadeos de la luz parecían imbuir de una vida ficticia sus formas secas y muertas desde hacía mucho.

Después de la confesión de Ewa, Bora había dedicado algo de tiempo a intentar entender lo que sentía por el suicidio de Retz, no tanto porque la idea del incesto lo repugnase (era lo suficientemente ingenuo como para encontrarlo enigmático, incluso curioso) como porque le había extrañado la reacción de Retz ante la noticia. Tenía que reconocer que no sabía gran cosa de él, aparte de que había traicionado a su esposa y hasta a las mujeres con las que se acostaba. Si Retz tenía profundidad de espíritu, no lo había demostrado. Pero, al final, debió de estar completamente desesperado para hacer lo que hizo. La

desesperación de la que había hablado el padre Malecki le parecía el sentimiento más alejado de Retz que podía imaginar.

En una delgadísima simetría de muerte, los insectos parpadearon bajo el cristal cuando Bora alargó el brazo hacia la lámpara para apagarla.

Al día siguiente, las calles estarían heladas.

23 de diciembre

—¿Ves al oficial alemán moreno que está sentado con el sacerdote? Es el compañero de piso de Richard. —Ewa se había parado para colocarse bien el sombrero mirándose en el reflejo de la ventana del Pod Latarnie y ahora Kasia la agobiaba.

—¿Dónde?

—Están sentados en el centro del comedor, mirando unos papeles. Allí. No seas descarada.

Kasia echó un vistazo al interior. Los hombres en cuestión estaban ocupados ojeando lo que parecían ser unos cuadernos y algunas hojas sueltas. El alemán anotaba en una pequeña libreta lo que le iba leyendo el sacerdote.

—¡Es

guapísimo! ¿Cuántos años tiene, a qué se dedica?

Ewa tiró de ella.

—Está casado y trabaja en el servicio de Inteligencia.

—Entonces… ¿no está interesado o soy yo la que no debería estarlo?

Ewa la tomó del brazo con firmeza.

—Una no se puede fiar de los alemanes.

—¿De los alemanes? ¡No se puede una fiar de los hombres en general! ¿Quién habla de confianza? Así que ese es el hombre en cuya cama dormí después de la fiesta de Richard. —Kasia se echó a reír y se sujetó la gorra para evitar que se la llevase el viento—. Habría tenido mejores fantasías si hubiese sabido qué aspecto tenía. Si me porto bien, ¿me lo presentarás alguna vez?

—No.

—Y supongo que tampoco querrás prestarme la llave de su apartamento.

Habían llegado a la parada del tranvía y Ewa le hizo un gesto al tren que se aproximaba.

—No.

Kasia hizo un puchero.

—Supongo que Helenka y tú queréis acaparar toda la diversión.

Bajo la mirada atenta de la multitud que abarrotaba el tranvía, el guante de lana de Ewa fue lo único que amortiguó el fuerte golpe que dio con la palma de la mano en la cara atónita de Kasia.

Dentro del restaurante, Malecki negó con la cabeza.

—Tardará usted siglos. Hay setenta y cinco ejemplos del uso de la palabra

lumen en las meditaciones que escribió la abadesa a lo largo de los últimos dos años. Obviamente, tenía un dominio excelente del latín.

Bora se mostró de acuerdo. Releyó sus notas.

—La mayoría de las veces, la palabra se traduciría simplemente como «luz» o «esplendor», pero en dos ocasiones la utiliza en plural con el sentido de «ojos»; en siete, como «intelecto», y un puñado de veces, como «apertura», «hendidura». Una de estas acepciones podría darnos una pista sobre la forma en que murió.

—Pero si se equivoca con su corazonada, malgastaremos un tiempo precioso persiguiendo un juego de palabras. —Malecki se fijó en que Bora miraba el reloj y sacaba el maletín de debajo de la mesa. El capitán siempre iba con prisas. Ya se viesen en el convento o fuera de este, siempre estaba corriendo de un sitio a otro—. ¿No va a almorzar?

—No hay tiempo, padre. Tengo que volver al trabajo. Le llamaré si hay novedades.

Bora se refería a que esperaba recibir noticias del coronel Hofer, a quien había localizado en el cuartel general del regimiento, en Alemania. Por lo visto, su hijo había muerto y Hofer llevaba las últimas dos semanas de baja médica.

Malecki se levantó.

—Lo acompañaré hasta el coche. Camarero, guárdeme el sitio.

La luz del sol, que se reflejaba en la nieve, era cegadora en el exterior. Era la primera vez que Malecki se reunía con Bora desde la noche en que había venido a verlo a la iglesia después de las vísperas, hacía dos días. Notó que el alemán había levantado un nuevo muro de reserva e intuyó que temía haber perdido autoridad frente al sacerdote. Bora ya no hablaba de temas personales.

Cuando el vehículo militar se alejó del bordillo, quedó un charco de nieve derretida en el que el reflejo del sol se debatía como un pez cautivo. Malecki se quedó allí parado, parpadeando por el sol, un minuto más. Saboreó el privilegio y la responsabilidad que suponía el conocer los corazones de los hombres, algo que a menudo impedía que se hiciesen amigos de él.

24 de diciembre

El general Blaskowitz, comandante en jefe del ejército de ocupación, habría sido un hombre guapo de haber tenido un mentón más fuerte. La amplitud y nobleza de la frente y la parte superior de su rostro perdían energía en la mitad inferior. No obstante, tenía los ojos claros y penetrantes, ojos que se fijaron en Bora con cierto desdén.

—¿Cree que ha hecho bien en venir, capitán, cuando su superior inmediato consideró irrelevantes sus inquietudes?

Las palabras surtieron un efecto inmediato en el oficial que tenía delante. Sin aparentar nerviosismo pero extremadamente tenso, recordaba a alguien que estuviese a punto de dar un gran salto cuyo resultado no estuviese nada claro. Tenía tirantes los tendones del cuello. Había un pequeño espejo en la pared a sus espaldas en el que se reflejaba la rigidez de su cuello.

—Tenía que venir, general. No tengo esperanzas de que nadie más en el

Generalgouvernement vaya a escucharme.

Blaskowitz no volvió a sentarse en su silla, sino que siguió de pie detrás del escritorio, con esa expresión crítica en los ojos.

Bora encontró suficiente saliva bajo la lengua como para poder tragar. Parecía que lo único que debatía el general en ese momento era si echarlo de una vez o permitir que se quedase para oír sus reproches.

—¿Qué tiene ahí?

Bora dio un paso hacia adelante. Extendió el brazo para entregarle un sobre de papel manila a Blaskowitz, que le indicó con un gesto que lo dejase sobre el escritorio. No bajó la mirada para ver qué era, sino que continuó observando a Bora con curiosidad.

—Señor, es un informe acerca de las acciones llevadas a cabo por la policía y el ejército de las que fui testigo en Galitzia durante los dos meses pasados.

—¿Quién le ordenó que redactase un informe?

—Nadie, general.

—Entonces, ¿con qué autoridad ha decidido escribirlo?

Bora se esforzó por mantener los ojos fijos en Blaskowitz, aunque hubiese preferido apartar la mirada.

—No tengo ninguna autoridad, general. Pero creo que tengo el deber.

Blaskowitz cogió el sobre de papel manila con la mano derecha y lo lanzó a un lado de su imponente escritorio.

—¿A qué academia militar asistió?

—A la Escuela de Infantería de Dresde y después a la Escuela de Caballería de Hannover. Estaba realizando un curso de mando de sección de armas de apoyo en Doeberitz cuando comenzó la guerra.

—¿Y cuánto tiempo lleva en su puesto actual?

—Dos meses.

Blaskowitz se sentó. Tenía los ojos fijos en el sobre de papel manila, como si la presencia de Bora de algún modo fuese secundaria.

Durante un minuto largo, no dijo nada. Los oídos de Bora percibieron un zumbido a su derecha, proveniente de un reloj eléctrico que había sobre el escritorio. Bora se dio cuenta de que le seguía doliendo ese lado de la cabeza. Le palpitaba la sien y sentía intensas punzadas en el cuello.

Blaskowitz levantó el sobre y se lo mostró a Bora.

—Su carrera depende de este sobre. Le doy la opción de volver a llevárselo y salir de mi despacho.

—Señor, mi carrera no vale tanto como lo que hay dentro de ese sobre.

Blaskowitz lo clavó con una mirada dura y recriminatoria.

—Su carrera debería ser lo más valioso para usted. ¿No se lo enseñaron en la academia militar?

Bora habló con hosquedad, intentando sobreponerse a la desesperación que sentía.

—Si el general se niega a aceptar mi informe, permítame decirle que apelaré a esferas más elevadas.

—¿Más elevadas?

Bora creyó entrever un destello fugaz de burla en los ojos de Blaskowitz, pero le pareció completamente imposible. Fuera como fuese, Blaskowitz abrió el sobre y dedicó los minutos siguientes a leer su contenido.

Bora se había pasado dos noches enteras reconstruyendo a partir de sus recuerdos y de unas cuantas notas la información contenida en los expedientes que había tenido que destruir. Ahora, Blaskowitz los estaba examinando y no se apreciaba cambio alguno en su rostro. Leía con atención, pensando en lo que decía el texto. A mitad del informe, preguntó:

—¿Qué otra clase de educación ha recibido?

—Asistí a la Universidad de Leipzig,

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