Lumen

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Capítulo 10

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28 de diciembre

El mapa identificaba el lugar como Swiety Bór. No figuraba como parada en su itinerario y Bora habría pasado de largo si una patrulla montada del ejército no le hubiese dado el alto a su vehículo cuando este bajaba por la carretera donde comenzaba el bosque.

—Voy con prisa —bajó la ventanilla para decir—. ¿Qué es lo que pasa?

Reconoció al teniente que lideraba el pelotón de una de sus misiones anteriores en esa misma región boscosa. El oficial, un joven regordete, se aproximó al coche y saludó a Bora con una tensión inusual.

—Por favor, capitán Bora. —Se inclinó hacia la ventanilla y susurró—: Tengo que hablar con usted urgentemente.

Bora miró el reloj.

—¿De qué se trata? Dese prisa, tengo que estar en Wiślica a mediodía.

Los ojos del teniente pasaron discretamente de Bora a Hannes.

—En privado, señor.

Bora le pidió a Hannes que aparcase a un lado de la carretera, donde también estaban reunidas las monturas del pelotón, y dejó abierta la puerta del coche para subrayar que tenía prisa.

—¿Qué ocurre, teniente?

—Por aquí, por favor.

El grupo de abetos se extendía hasta muy cerca de la carretera en ese punto. El teniente guio a Bora en esa dirección. Por las huellas de pezuñas sobre la nieve, Bora dedujo que el pelotón había venido atravesando el bosque.

El teniente levantó una pierna para sortear un arbusto, sin dejar de susurrar.

—Es un milagro que haya pasado usted por aquí justo ahora. Algo se cuece más allá del bosque. Creo que debería echarle un vistazo. Fueron los hombres los que me alertaron.

Bora lo siguió a través de la maleza enmarañada. El abrigo se le quedó prendido en unas ramas bajas aquí y allá y se liberó, impaciente.

—¿Qué quiere decir con «algo», teniente? ¿Una operación militar? Más le vale que todo esto tenga una justificación. —Pero lo cierto era que se sentía incómodo y, además, furioso por sentir esa incomodidad.

El teniente se giró para pedirle con un gesto que guardase silencio. El terreno ascendía unos metros más adelante, donde los árboles eran más altos y crecían apiñados unos junto a otros. Pronto la carretera pareció perderse detrás de la cortina de árboles que tenían a sus espaldas. Daba la impresión de que estaba muy lejos. Bora siguió adelante, cada vez más incómodo, apartando de su camino las ramas alargadas de los abetos.

—Más adelante hay un claro. —El teniente hablaba más que nada con las manos. Por el ángulo en que avanzaba, Bora comprendió que estaban describiendo un amplio semicírculo mientras se aproximaban a su destino. La nieve no había llegado a penetrar en el bosque y la tierra estaba cubierta de crujientes agujas de abeto y ramitas rotas que se quebraban al paso de los hombres. Las huellas de pezuñas de los caballos solo resultaban visibles donde los animales se habían resbalado sobre la alfombra de vegetación o donde el suelo desnudo no se había helado y era lo suficientemente arcilloso como para dejarlas impresas. Más arriba, sobre una ladera empinada y rocosa, comenzaban los alerces.

El teniente se detuvo antes de llegar a la ladera.

—Escuche.

Bora se quedó quieto. Ahora que sus movimientos ya no despertaban ningún crujido bajo sus pies, el bosque estaba en silencio. Justo enfrente, amortiguado por los árboles y la pendiente ascendente del suelo, el sonido de

estacato de algunos tiros dispersos rompía el silencio.

Subió por la ladera solo y sus manos y pies encontraron apoyo en las raíces descubiertas y la maleza enmarañada. Desde abajo, el teniente lo observaba con nerviosismo.

—Va a necesitar estos. —Le acercó los prismáticos a Bora.

Bora ignoró su ofrecimiento. Había alcanzado la cima cubierta de arbustos de la ladera, donde se agachó para echar un vistazo. Se le tensaron los hombros y permaneció completamente inmóvil, primero vigilante y, luego, horrorizado. Con los prismáticos en la mano, el teniente trepó hasta colocarse a su lado.

—Aquí tiene, tome —insistió—. A mí no me apetece ver más. —Y volvió a dejarse caer.

Cuando Bora regresó a Cracovia aquella noche, un resplandor rojizo hacía que la línea de los edificios, erizada de campanarios, pareciese un bosque encantado. Apuntadas como abetos, coronadas de cruces y agujas, las iglesias punzaban el cielo rosado. A Bora le pareció que este estaba a punto de reventar y caer sobre ellos.

Como siempre, Hannes había tomado por la calle Florianska para llevarlo a casa, atravesando el casco antiguo.

—Gire a la derecha aquí. —Bora le pidió que frenase y virase el volante en un ángulo agudo—. Vaya a la calle Karmelicka.

La casa en la que vivía el padre Malecki era alta y no demasiado distinta del resto de edificios elevados a los que la oscuridad empezaba a envolver desde la planta baja para ir subiendo cada vez más.

—Deje aquí el coche. —Bora despidió a Hannes.

Alzó la vista hacia la fachada antes de llamar al timbre. El alero era la única parte que seguía teñida de color carne, mientras que a su alrededor el cielo se había vuelto de un gris enfermizo. ¿Quién sabía? Tal vez la ventana del padre Malecki fuese aquella en la que brillaba una luz a través del cristal.

Dar dos torpes pasos hacia atrás fue lo único que acertó a hacer

Pana Klara para disimular su angustia ante la visita. Pero se esforzó por disimularlo retrocediendo unos cuantos pasos más, como si invitase a Bora a entrar.

—¿Qué planta? —preguntó Bora en polaco.

La mujer levantó tres dedos. Cuando se dispuso a subir las escaleras tras él, Bora le indicó con un gesto que se quedase allí.

Dziekuje —le dio las gracias y subió solo.

El padre Malecki estaba leyendo un ejemplar de la semana anterior del

Chicago Tribune que Logan le había apartado en el consulado.

—Pase,

Pana Klara —contestó al oír que alguien llamaba a la puerta—. Está abierta.

Bora era la última persona que esperaba ver allí. Malecki observó la palidez turbada de su visitante por encima del periódico, de forma despreocupada, según le pareció, dada su sorpresa. Bora pronunció unas cuantas palabras formales para disculparse por haber venido sin avisar.

—Bueno, ¿no quiere sentarse?

Bora se quitó la gorra y se la metió, rígido, bajo el brazo.

—No, gracias. He venido a decirle que no puedo ayudar a la hermana Barbara.

—Ya veo. —Malecki dudó que esta fuese la única razón de la presencia de Bora, que tenía el rostro ceniciento—. Siento oír eso. Esperaba que pudiese ayudarnos.

—Sí. —De repente, Bora se dio cuenta de que tenía que calmar la respiración. Tras haberlos mantenido todo el día bajo control, los músculos empezaron a temblarle con la primera e inoportuna relajación de la tensión, un proceso inesperado y doloroso. Al tensar la espalda, no sintió menos dolor, pero los escalofríos cesaron de inmediato. Que el sacerdote evitara mantener contacto visual directo le permitió pensar que no resultaba demasiado obvio—. También he venido a decirle que he recibido órdenes de poner fin a la investigación.

Aquello se acercaba más a la verdad que lo que había dicho en primer lugar, pero tampoco este era el motivo ni de la visita ni de la angustia de Bora. Malecki lo intuía.

—Es una lástima, capitán. ¿Nos queda algo de tiempo?

—Dos semanas.

—Puede que Dios nos eche una mano entre esta noche y entonces.

—Tal vez. Conoce a Dios mejor que yo.

Malecki plegó y dejó a un lado el periódico.

—Me gustaría que tomase asiento un momento. ¿Tiene prisa?

Bora había esperado con ganas la invitación. En un impulso, se sentó frente al sacerdote, con los labios tensos, y se colocó la gorra sobre las rodillas.

No podía contarle lo que tenía que decir. No podía. Estaba prohibido. Con toda la prudencia y la represión que le habían inculcado durante su infancia, se tragó una necesidad imperiosa de explicarle a gritos a Malecki de qué había sido testigo aquella mañana. Las palabras chocaban y se estrellaban unas con otras en su interior hasta que, gracias al hábito que tenía de mantener el autocontrol, aunque no sin esfuerzo, consiguió que no saliesen a la superficie. En una maniobra hábil, decidió abrir una herida menor para dejar sangrar un tanto su angustia.

—Padre Malecki, mi compañero de piso murió la semana pasada y el tema me inquieta. ¿Le importa que hablemos de ello?

Al otro extremo de la ciudad, Ewa Kowalska se dio cuenta de que iba a tener que esperar al mismo tranvía que su hija. A unos pocos pasos de distancia, Helenka tenía la cara apartada y el viento gélido hacía que le llorasen los ojos.

—Helenka, mírame.

La joven se limitó a levantarse el cuello del abrigo.

—¿No quieres mirarme, Helenka? Tengo que hablar contigo.

Helenka se negó a girarse. Se aferró al bolso, buscando con la cara el despiadado viento nocturno. Ewa la cogió del brazo.

—Te he dicho que tengo que hablar contigo.

Inesperadamente, Helenka se giró y se zafó de la mano de su madre. No quedaba luz suficiente como para ver con claridad y, como desde detrás de una máscara, cada una observaba el rostro difuso de la otra. Helenka sintió un deseo venenoso de hacer daño a la mujer que tenía delante.

—Madre, ya es mayor. Tiene cuarenta y seis años. ¿Qué iba a poder decirme que tenga lo más mínimo que ver con mi vida? Si se trata de Richard, mejor no me sermonee, porque a mi edad hacía lo que quería. Solo está celosa porque Richard se enamoró de mí. No intente siquiera hablarme de él.

Ewa, gracias a un esfuerzo casi milagroso, consiguió mantener el genio bajo control.

—No tenía intención de hablarte de Richard. Se trata de tu hermano. Ha vuelto a Cracovia y lo he visto esta mañana.

—¿Y?

—Me preguntó si podía quedarse en tu piso por un tiempo.

—Dígale que no. Comparto habitación con otra persona. ¿Por qué no puede quedarse en su piso? Tiene dos dormitorios.

Ewa sintió ganas de llorar de frustración.

—Sabes lo difícil que es entrar y salir de mi piso. Los dos últimos días, una patrulla alemana ha estado estacionada al final de la calle. No puedo recibirlo allí.

—¿Por qué no? Ni que fuese la primera vez que invita a un hombre a pasar la noche.

La tentación de contraatacar le hizo perder el aliento, pero Ewa logró controlarse una vez más. Tragándose el orgullo, dijo:

—Me ha dicho que ha matado a alguien.

La llegada del tranvía, con su sonido metálico, bajo una pequeña lluvia de chispas evitó que continuase la conversación. Helenka fue la primera en subirse. Cuando Ewa la siguió, vio que su hija había elegido el asiento más cercano al conductor, así que iba a resultar imposible hablarle en privado.

En la calle Karmelicka,

Pana Klara se acercó de puntillas al rellano para escuchar sin ser vista, por si el visitante alemán decidía maltratar al padre Malecki. No oyó hablar al sacerdote a través de la puerta entornada. La otra voz se dirigía a su interlocutor en tono tranquilo, sin rastro de furia, y daba la impresión de que le hacía preguntas de cierta seriedad.

Ahora, Malecki se sentía completamente seguro de que Bora le ocultaba un problema mucho más grave. El tono sereno y la compostura de Bora no resultaban artificiales, pero sí los dosificaba con demasiada exactitud como para no delatar el esfuerzo que le costaba.

—Entonces —dijo Malecki—, le inquieta la muerte de su compañero. Pero de todo lo que me ha dicho no se desprende que lamente su fallecimiento sea un asesinato, aunque por la forma en que murió debería sentirlo.

Bora estiró las piernas, el primer signo de que empezaba a relajarse.

—Lo siento por la forma en que murió, padre. Hay un par de cosas, cosas pequeñas… detalles. No me dejan dormir por las noches, cuando ni siquiera me caía bien el mayor. Ha desaparecido una toalla del apartamento y la cuchilla estaba dentro de su maquinilla de afeitar cuando tenía la manía de dejarla fuera. Como me ha oído decir esta noche, mi compañero tenía la mejor razón para estar deprimido que pueda imaginar, pero su muerte no deja de inquietarme. Es un caso claro de suicidio: el cadáver no presentaba signos de violencia ni había indicaciones de que alguien hubiese entrado por la fuerza en el piso. Todas las mujeres con las que se veía tienen coartadas impecables. Pero me inquieta, eso es todo.

Malecki juntó las manos sin tensarlas.

—Puede que le guarde rencor por haber disfrutado de un estilo de vida que su educación le impedía compartir.

—Es cierto. Me avergüenza decir que había noches en que lo envidiaba.

—Entonces, puede que lo que le inquiete sea su propio resentimiento, no la muerte de su compañero. Los hombres de moralidad recta no pueden evitar desear lo que se niegan a sí mismos. Yo mismo estoy dispuesto a mostrarme indulgente con su descontento.

Bora se dejó ir un poco más, lo suficiente como para tirar la gorra sobre la cama de Malecki. Hablar de otros temas ayudaba hasta cierto punto. Le calmaba la angustia sin disiparla del todo, lo cual quería decir que volvería más tarde, cuando estuviese solo.

—¿Incluso cuando son incapaces de separar la práctica de la virtud de la arrogancia? Padre, las personas sin escrúpulos morales siempre parecen carentes de orgullo, mientras que

ser bueno me exige tal esfuerzo que ni siquiera me resulta agradable. —La pena amenazaba con salírsele del pecho y Bora seguía intentando darle alguna otra forma para que el sacerdote no sospechase—. ¿Para qué tanto esfuerzo, padre Malecki? A Dios no le importamos un comino ninguno de nosotros.

No había razón para que Malecki se sintiese tan seguro de sí mismo, pero rodeó a Bora para cerrar la puerta de la habitación a sus espaldas.

—¿En serio?

—En serio.

—Si está de humor para echar las culpas a Dios, dígamelo a la cara. Puede que no lo conozca mejor, pero sí lo conozco desde hace más tiempo que usted.

29 de diciembre

A las siete de la mañana, el doctor Nowotny cerró la puerta con el pie, ya que tenía las manos ocupadas con el cigarrillo y el encendedor.

—Es la segunda vez que irrumpe en mi consulta a estas horas de la mañana, capitán. ¿Qué le ha metido en la cabeza Schenck esta vez? —Cuando Bora le entregó un sobre sellado, se lo quedó mirando—. ¿Y qué es esto?

—El informe de la autopsia que se le practicó al mayor Retz, coronel. Me preguntaba si querría hacerme el favor de leérmela.

—Retz, Retz… ¿el tipo que se asó la cabeza en el horno? Bueno, ¿qué tiene que ver con usted? Oh, ya veo. No sabía que los habían alojado juntos. —Nowotny rasgó uno de los laterales del sobre—. No había necesidad de que mi colega lo sellase, no es ningún secreto de Estado. ¿Qué quiere saber?

—Cualquier cosa que le parezca fuera de lo corriente.

Nowotny le echó un vistazo al informe.

—Parece bastante sencillo, pero deme algo de tiempo para leerlo. Le llamaré cuando tenga algo que decir. ¿Ocurre algo?

—Solo tengo curiosidad por oír la opinión de un profesional, coronel.

—No me refiero a eso. Me refiero a usted: ¿qué le ha pasado?

Bora intentó eludir el escrutinio de Nowotny con una de sus miradas inexpresivas de soldado.

—No me ha pasado nada.

Después de salir del hospital, la noche en blanco amenazaba con pasarle factura, y, cuando llegó al trabajo, permaneció los primeros minutos con la cabeza bajo el grifo del baño. Lo que no consiguió el agua fría lo lograron un par de tazas de café cargado, de manera que cuando Schenck lo citó en su oficina para que le leyese el informe, era el mismo hombre pulcro de siempre.

No había recogido lo ocurrido en Swiety Bór en sus notas y, aunque se sentía culpable por ello, no se lo mencionó al coronel. Las palabras de Blaskowitz se lo impidieron: «Ahora que su carrera depende de este sobre, proporcióneme algo útil —le había dicho el general al despedirlo—. Tráigame pruebas».

Mientras Schenck leía las notas, Bora pensó en cómo llevar las pruebas directamente al cuartel general del general en Spala. Con lo apretada que estaba su agenda, iba a resultarle muy difícil.

Schenck levantó los ojos, el vivo y el muerto, de las notas.

—Ha mejorado mucho, Bora. Está adquiriendo una visión selectiva.

Bora le dio las gracias. ¿Visión selectiva? Se sentía como si las últimas veinticuatro horas le hubiesen robado su energía vital, su entusiasmo y su despreocupación. El celo que los había sustituido era severo y exigente, y ya no se reconocía a sí mismo. Cada paso que daba le parecía nuevo, aún no probado.

—Coronel —dijo—. Me preguntaba si me concedería dos días para poder concentrarme en una investigación. —No dijo en cuál para no mentir descaradamente—. Tengo que entregar el informe sobre la muerte de la abadesa dentro de dos semanas y va a resultarme imposible redactarlo en cuatro ratos después del trabajo.

Schenck le devolvió las notas.

—Supongo que tiene razón. Además, se lo debemos al viejo Hofer, ¿verdad? No quiero prescindir de usted durante dos días completos, pero le daré treinta y seis horas a partir de mañana por la mañana.

—Me da la impresión de que no se cree que estuviera enamorada de él.

Helenka llevaba el pelo peinado hacia atrás y recogido con horquillas en la nuca. Su rostro parecía desnudo ahora que no llevaba maquillaje. El camerino era muy estrecho y estaba pobremente alumbrado, excepto por el espejo fuertemente iluminado frente al cual estaba sentada. Como un pájaro negro muerto, una peluca descansaba sobre una caja de cartón. Frascos panzudos y barras de labios, horquillas para el pelo, mechones que alguien había retirado del peine después de desenredar la peluca… había toda clase de objetos femeninos diseminados por la mesa del camerino.

Bora reconoció el número de teléfono de Retz escrito a lápiz sobre la pared, junto al espejo.

—Verá, capitán: lo nuestro no era como lo que tenía con Ewa. Lo nuestro era diferente. No puedo explicárselo.

Bora estaba de pie detrás de su silla con las manos en los bolsillos y siguió sus movimientos mientras ella abría un frasco y después otro y, con dos dedos, empezaba a extenderse la mezcla sobre la cara.

—Sé lo que es estar enamorado, no tiene que explicármelo.

Helenka lo miró a través del espejo.

—Pero está casado. No es lo mismo. Sé que las cosas se vuelven monótonas cuando uno está casado.

—Mi matrimonio todavía no es monótono.

El bálsamo con el que se había embadurnado creó una nueva palidez sobre el rostro de Helenka. En contraste con el blanco, el interior de su boca al hablar parecía de un tono rosa intenso.

—Lo que quería decirle anoche es que no creo que Richard tuviese ninguna razón para suicidarse.

—Ninguna que usted supiese, quizá.

Se pasó el rojo por los labios, primero el inferior y luego el superior. Con gestos pequeños y pausados, mantenía los nervios bajo control. Sobre el blanco de la piel, su boca se convirtió en una herida roja y húmeda que le atravesaba la cara.

—No lo entiende. Me quería demasiado. Los hombres que están enamorados no se suicidan.

—Eso depende de quién estén enamorados.

—¡Sigue sin entenderlo! Aunque hubiese tenido mil razones para suicidarse, Richard me lo habría dicho. ¿Sabe? Me llamó aquella mañana. Se estaba arreglando para venir a verme después del ensayo. —Le temblaba demasiado la mano como para ponerse rímel en las pestañas, así que esperó con el cepillito negro suspendido a medio camino y se estremeció—. Me dijo que estaba deseando verme. Me había comprado un regalo. ¿Es esa la clase de conversación que mantiene un hombre mientras está abriendo el gas para asfixiarse?

—No podemos saber qué se le pasa por la mente a un suicida.

—Pero no lo llamé yo, ¡me llamó él! ¿No hubiese tenido algo mejor que decirme si hubiese estado a punto de morir?

Bora miró fijamente la negrura inerte de la peluca, que Helenka levantó y atusó entre las manos. El regalo que había mencionado debía de ser el anillo de compromiso que había encontrado en una cajita sobre la mesilla de noche de Retz. Había decidido enviárselo a la viuda, sobre todo tras enterarse de que Retz había regalado su alianza de bodas. Helenka se remetió la pelusilla rubia que tenía en el cuello por debajo de la peluca.

—Tengo que hacerle unas cuantas preguntas —dijo Bora.

—Así que por eso vino después del trabajo. ¿Qué clase de preguntas?

—Algunas son personales, pero no se las hago por motivos personales.

Helenka se había transformado en una criatura distinta, que había nacido del espejo. Morena y pálida, con el tajo escarlata atravesándole la cara, los ojos claros como esquirlas de cristal incrustadas en la negrura de las pestañas y las cejas pintadas. A Bora le resultaba extraña, casi le daba miedo.

—Muy bien. Pregunte.

Media hora más tarde, Ewa se topó con él en la penumbra desagradablemente fría y estrecha del pasillo que había detrás del escenario cuando Bora salió del camerino de Helenka. Bora la saludó llevándose la mano a la visera.

Fuera lo que fuese lo que Ewa tenía en mente, dijo:

—Me alegro de verlo, capitán. ¿Piensa quedarse a ver la obra?

—Lo siento, pero no tengo tiempo.

—Una lástima.

Se quedaron parados, cara a cara. Ewa también estaba transformada. Como retales del cielo nocturno, un vestido negro con generosos frunces caía alrededor de su cuerpo y hacía que la palidez de sus hombros desnudos y del pronunciado escote reluciese en la penumbra. Su cara pálida por el albayalde, como desangrada, le recordó a los rostros de las mujeres muertas que había visto tiradas en las eras y los suelos de los graneros; una asociación que lo hizo encogerse instintivamente. Con repentina vergüenza, pensó en las braguitas de algodón rasgadas y manchadas de sangre en torno a las rodillas de la chica. Su vientre no estaba menos blanco, y recordaba a la nieve pisoteada cubierta de hierba amarillenta. Una necesidad imperiosa de salir de allí, mezclada con una oleada de náuseas, se apoderó de él.

El pasillo era estrecho y, cuando se movió, sus cuerpos casi se tocaron.

—Tengo que irme.

—Buenas noches, capitán Bora.

La llamada de teléfono de Nowotny llegó dos horas más tarde, a las diez y media. Brusca como siempre, la voz del médico empezó por preguntarle:

—¿Está solo?

—Sí, coronel.

—Bien. He leído el informe de la autopsia y quiero ir a verlo. No, es preferible que no nos encontremos en el hospital. Sé dónde vive: estaré allí dentro de diez minutos.

Bora lo estaba esperando en el rellano cuando llegó Nowotny. Lo oyó gritar desde abajo.

—¿Por qué demonios no eligió un piso con ascensor? —Y a continuación percibió los pisotones de sus botas sobre los peldaños. Una vez en el apartamento, el médico fue directo al salón—. ¡Un piano Blüthner! Vaya, ya veo por qué se aloja usted aquí. ¿Me toca algo de Schumann?

—Como desee el coronel.

—Ahora, no. Después. —Nowotny encontró un sillón mullido en el que sentarse y, durante cerca de un minuto, miró a su alrededor. Sus ojos seguían examinando la sobria decoración cuando volvió a tomar la palabra—: No he encontrado ningún detalle importante en la autopsia. Es coherente con la causa de la muerte y los hallazgos son los normales para un hombre de la edad y los hábitos de Retz. Así que hice una llamada al colega que había realizado el análisis

post mortem y decidí preguntarle directamente por cualquier detalle que pudiera haber observado, pero que no le hubiese parecido lo suficientemente relevante como para incluirlo en el informe.

—Se lo agradezco.

—No me lo agradezca todavía. No me dijo nada que mereciese la pena, a no ser que le parezca relevante que el rostro de Retz solo estuviese afeitado a medias. —La reacción de Bora desconcertó a Nowotny—. ¿Lo es?

—Tal vez. ¿Qué quiere decir con «afeitado a medias»?

—Justamente lo que he dicho. La mejilla derecha estaba rasurada y lisa mientras que la barbilla, el labio superior y la mejilla izquierda mostraban una barbita de veinticuatro horas. Mi colega me dijo que en un principio no se fijó por lo claro que tenía el vello facial. —Nowotny se sacó un paquete de Murattis del bolsillo—. ¿Qué le dice ese detalle? ¿Y por qué tanto revuelo? Pensé que intentaba averiguar quién mató a la monja.

—Simplemente me pica la curiosidad, coronel. La muerte del mayor Retz fue muy repentina.

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