Lumen

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Capítulo 11

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Capítulo 11

1 de enero de 1940

La nota estaba escrita a mano sobre una tarjeta que llevaba su nombre en relieve en color azul.

Cariño, sabes lo mucho que me he esforzado por clasificarme para la competición de doma clásica para la que me ayudaste a entrenar. No necesito recordarte lo importante que es para mí, sobre todo ahora que estás lejos y tengo muy poco que hacer en Leipzig. Tu padre ha hecho todo lo posible por convencerme de que vaya a Polonia, pero le dije que estaba segura de que no querrías que dejase pasar la oportunidad de hacer un buen papel en una competición tan importante. Todos mis amigos, que son aficionados a los caballos, y los amigos de tu familia estarán allí. Me he convertido en toda una experta en piaffe, aunque Quartermain sigue tirando un poco hacia adelante; pero sabe mantener los cuartos traseros bajos y el cuello bien erguido (¡recuerdo que siempre insistías en esos dos detalles!). Le pediré a Madre que lo grabe en una película que te mandaré más adelante.

La familia y los amigos han recibido noticias de lo bien que luchaste en la batalla y todos nos sentimos orgullosos de ti. Madre dice que en la última fotografía que enviaste te pareces mucho a los chicos de los Von Stauffenberg, a los que conoce bien. Puedes estar seguro de que es un cumplido, porque todos los de la familia tienen fama de guapos.

Es una lástima que no puedas escaparte para venir a ver mi actuación. Tendré que conformarme con los ánimos que me den las señoras mayores, con sus abrigos de pieles, y algún que otro coronel con monóculo y el brazo en cabestrillo. Si no fuese por la hija de Luisa von Bohlen (los de Trachterstrasse), sería la favorita para ganar el premio de doma. Creo que mi pirueta es mejor que la suya, y también soy superior en el medio galope en general. Espero que sigas bien, querido Martin, y procura que tu padre no exprese su anticuado Germanentum con tanto entusiasmo como lo hacía con nosotros.

Con cariño, Dikta.

El general Sickingen estaba de pie, con la enorme cabeza a contraluz al sol de primera hora de la mañana. Era un hombre fornido y de hombros anchos que recordaba a una roca y llevaba prendas de civil color gris de campaña que, de no haber sido por la ausencia de insignias, podrían haber sido un uniforme. Observó cómo su hijastro doblaba la nota de Dikta que le había entregado en mano, atento a cualquier emoción que pudiera delatar su rostro.

Bora se guardó la nota en el bolsillo del pecho.

—Me alegro mucho de verle, Padre. He hecho una reserva para usted en el Francuski. La misma habitación que ocupó durante la última guerra, pero verá que ahora dispone de muchas más comodidades.

Por toda respuesta, Sickingen se movió igual que lo hace una roca: nada en absoluto. Con el rostro invisible a contraluz al resplandor pálido y difuso del sol, dijo:

—¿Es lo único que tienes que decir tras enterarte de que tu esposa no va a venir?

—Dikta me había mencionado lo importante que era la competición para ella.

—¿Más importante que ver a su reciente marido? Por el amor de Dios, si me hubiesen dejado salirme con la mía, la habría obligado a llamarte por teléfono y decírtelo en persona. Tú la habrías convencido de que viniese. Pero tu madre me pidió que no me inmiscuyese en vuestro matrimonio y eso hice.

Bora se sentía lo suficientemente desalentado como para no necesitar que se lo recordaran.

—Espero que haya tenido un viaje agradable.

—Eres demasiado indulgente con ella. —Malhumorado, Sickingen inclinó su monumental figura para subir al coche militar—. Que fuese aficionada a la equitación debería haberte dado alguna pista. —Pero, tras acomodarse en el asiento trasero, se dio cuenta de que el autocontrol era lo único que se interponía entre Bora y una demostración de dolor muy poco propia de un militar, así que se guardó lo que quería añadir—. Esta noche cenaremos juntos.

Recorrieron la breve distancia entre la estación Glówny de Cracovia y el límite norte del parque y se encaminaron a la izquierda, hacia la calle Pijarska. El Francuski era un hotel venerable en la curva de la calle Pijarska, frente a la fachada elíptica de la casa de los escolapios. En la calle ya estaba aparcado un coche con conductor para uso del general.

Bora tenía la cara tan pálida que Sickingen le dedicó una sola mirada y dijo:

—Puedes irte. Nos vemos esta noche a las siete.

Kasia se liberó del abrazo.

—Claro, claro. Feliz Año Nuevo a ti también, Ewa. Pero que conste que no pienso hacerlo.

Tienes que hacerme este favor, querida.

—No tengo que hacer nada por ti.

Ewa, en el zaguán de la entrada principal del teatro, se asomó a mirar la consumida figura masculina que parecía pegada con cola a la pared de la casa al otro lado de la plaza. Esperaba a cubierto del viento y con la mirada fija en el teatro.

—Sí que tienes. —Con cuidado, cogió la mano agrietada de Kasia entre las suyas—. Lo harás, Kasia.

—No lo conozco de nada. Tú no lo harías por mí.

Ewa le agarró las manos con más fuerza. No intentaba hacerle daño, sino evitar que se le escurriesen los dedos de Kasia.

—¿No fui yo la que te conseguí el puesto en esta compañía, querida? Seguirías haciendo vodevil si no hubiese dicho que me constaba que tenías experiencia de sobra como actriz, cuando no tenías ninguna. Hazlo por mí. Me lo debes.

Kasia miró al otro lado de la plaza.

—¿Cómo sé que no va a meterme en problemas?

—No lo hará. Solo serán tres o cuatro días, está intentando escapar a Checoslovaquia.

—De mucho le va a servir: los alemanes están allí, igual que aquí. —Kasia se giró de nuevo hacia Ewa y esta se dio cuenta de que intentaba no dejarse ablandar—. No, no. Olvídalo. Es tu hijo. ¿Se ha metido en líos? Seguro que anda metido en líos. Pues encárgate tú. No quiero que lo vean por mi apartamento. La gente murmurará.

Ewa se tragó el orgullo lo suficiente como para emplear el mismo argumento que había usado Helenka.

—Querida —las palabras le salieron involuntariamente de la boca—, ni que fuese la primera vez que invitas a un hombre joven a pasar la noche.

—¡Eran novios, no hombres que no conozco de nada!

—Te pagaré. Te presentaré al compañero de piso de Richard y, además, te pagaré.

—No.

Kasia se dispuso a marcharse. La figura consumida al otro lado de la plaza se despegó de la pared un momento, esperanzado, y volvió a refugiarse. Ewa agarró a su amiga por los codos.

—¡Por favor, Kasia! Te lo suplico, llévatelo a casa.

—¡Suéltame!

—¿Cuántas veces me has visto suplicar, Kasia?

Kasia gimió.

—Mierda —dijo—, me arrepentiré de esto —pero dejó de resistirse—. Solo dos días, Ewa. Ve ahora mismo a decírselo. Dos días, nada más. Y no pienso darle de comer.

Ewa la besó en ambas mejillas y la estrechó contra el pecho envuelto en un abrigo de pieles.

El padre Malecki estaba diciendo misa en la iglesia del convento. Cuando se giró para leer la epístola de Pablo a Tito, distinguió la gabardina de Logan entre los asistentes.

Comenzó a leer:

—«Porque la gracia salvadora de Dios se ha manifestado a todos los hombres» —mientras pensaba en una forma de salir a hurtadillas por la sacristía sin tener que vérselas con el oficial del servicio diplomático. Era posible que Logan solo hubiese venido para empezar el año con buen pie desde el punto de vista religioso, pero Malecki no quería arriesgarse a ninguna interferencia durante los últimos días de la investigación.

Sus ojos examinaron la congregación para ver si, por casualidad, Bora también se encontraba en la iglesia. Pero era poco probable que fuese a estar allí en la misa solemne y, de todas formas, hacía días que no venía.

—«Enseñándonos a vivir de manera prudente, justa y piadosa en la edad presente, renunciando a la impiedad y a las pasiones mundanas».

El suelo del comedor privado de la segunda planta del hotel Francuski estaba cubierto por una alfombra decorada con un estampado de rosas grandes de un verde pálido sobre un fondo magenta. A Bora le recordaron a coliflores desvaídas.

En voz baja, su padre le hablaba sin piedad, consciente de su dureza y convencido de que esta le haría bien.

—Te dije que no te casaras con ella, pero estabas cegado, esa es la palabra. Cegado por ella igual que lo estabas por la política, te tiraste de cabeza al matrimonio cuando podías haber encontrado otras soluciones de haber sido necesario. ¿Para qué estás en el ejército? Y, políticamente, no deberías haber vendido tu alma al diablo. Por supuesto, te acostabas con ella. Esas chicas Coennewitz son todas unas frescas. Igual que su abuela. Ya en 1899 los cadetes sabían que, si todo lo demás se ponía feo, podían estar con una de las hermanas Coennewitz. Un buen católico no tiene relaciones antes del matrimonio, y, aun así, cuando te acostaste con ella y descubriste que no era virgen (no me interrumpas, no llevo cincuenta años viviendo en Leipzig sin saber las cosas que pasan), deberías haberte dado cuenta. Ahora, tu hermano quiere casarse, ¡solo porque tú ya lo has hecho! Tenía cuarenta años la primera vez que me casé, y hay días en que pienso que, incluso a esa edad, era demasiado joven.

Sickingen hizo una pausa durante el tiempo necesario para que el camarero dejase las cartas sobre la mesa y se marcharse con una reverencia.

—Por lo menos tuve el sentido común de casarme con una mujer en la que no había entrado nadie antes que yo. Y, en cuanto a tu madre, era viuda, pero solo un hombre había entrado en ella antes que yo. Ninguno de los dos erais lo suficientemente maduros como para casaros, sobre todo tú. Y ahora, estás atrapado. Estás atrapado porque la quieres, memo. Dikta es caprichosa y una fanática política, y eso es lo mejor que puedo decir de ella. Tiene dinero, pero tú también. El apellido de tu familia es más antiguo que el suyo, estáis mejor relacionados… ¡Que un Bora se haya casado con una familia nazi! Su padre pudo haber conseguido un puesto de embajador, pero no es más que el lacayo de cualquier paparrucha que salga de Berlín.

Bora sintió que se sonrojaba del cuello para arriba, como si se hubiese acercado a una fuente de intenso calor. Incómodo ante lo obvio de su reacción, contestó:

—Creo que te sientes ofendido porque ha decidido no venir. A mí me duele, pero a ti te ofende.

—Ningún hombre con sangre en las venas dejaría que una mujer le hiciese daño, haga lo que haga. No te sientas dolido. Escandalizado, furioso; eso sí. Pero no permitas que te duela.

—Estamos haciendo una montaña de un grano de arena. Dikta no ha podido venir, eso es todo.

Sickingen levantó la servilleta de la mesa y la desplegó.

—¿Que no ha podido? —Se colocó la servilleta sobre el regazo—. ¡No ha querido!

El cuerpo de Bora se vio invadido por dolores que no sabía que sentía. Dijo, en tono poco convincente:

—Bueno, tengo otras cosas que hacer. Otras cosas de las que preocuparme. Habría estado bien ver a Dikta, pero tengo muchísimo trabajo.

—En el coche, casi te pusiste a llorar. ¿A quién intentas engañar? ¿Para esto te he criado como si fueras de mi sangre, favoreciéndote por encima incluso de mi propio hijo? ¿Para ver cómo una de las chicas Coennewitz te hace daño? Deberías separarte ahora mismo.

—¿Separarme? ¡No nos adelantemos a los acontecimientos! Dikta no ha hecho más que decirme que no puede venir a verme en este momento.

Sickingen emitió con la garganta un sonido semejante a un gruñido.

—No hay nada más antialemán que la deslealtad, excepto la lealtad mal entendida.

—Benedikta me quiere. ¿Quién iba a saberlo mejor que yo? Y tú la querrás cuando tenga a tus nietos.

—Si es que encuentra el tiempo de hacérmelos, entre una carrera de obstáculos y la siguiente. Ya me doy cuenta de que no sirve de nada intentar abrirte los ojos en cuanto a tu mujer. Es como intentar evitar disparar cuando tienes encasquillada la pieza de artillería: no deja de tirar hasta gastar toda la munición. Haz lo que quieras. Sigue casado. Uno de estos días te darás cuenta de que tenía razón.

—¿Podemos cambiar de tema?

Sickingen hizo una mueca. Odiaba a los fumadores y alguien en la habitación de al lado acababa de encenderse un puro. Les llegó flotando el fantasma de su olor penetrante, pero aun así se giró hacia la puerta con una mirada de reproche y Bora se levantó a cerrarla.

—No podemos.

Llegó el momento de leer la carta y Sickingen fue igual de brusco con esta como lo estaba siendo con todo lo demás esa noche.

—Dejé que te educaran otros, Martin, pero lo esencial del comportamiento masculino de toda la vida no ha cambiado desde que me lo enseñó mi padre, hace casi cincuenta años. Un hombre no llora, no miente, no abraza a otro hombre; un hombre sabe cómo darle las gracias a la mujer a la que le ha hecho el amor y, si es necesario, un hombre, sin duda, lucha hasta la muerte por una causa digna. Eso es lo esencial. Todo lo demás que hayas aprendido no hace más que interponerse en tu camino, excepto el amor de Dios. —El anciano movió la robusta cabeza de un lado a otro en gesto de desaprobación—. ¿Cómo piensas pasar esta noche?

—No lo sé. —Bora se quedó mirando las rosas, parecidas a coliflores, de la alfombra—. Mañana temprano salgo para el campo. Puede que ni me vaya a la cama.

Cenaron en silencio casi ininterrumpido, como en la academia militar. Sickingen, que era vegetariano y bebía muy poco, estaba, a pesar del largo viaje, completamente despierto después de la cena y hubiese vuelto a sacar el tema de Dikta si Bora no se hubiese apresurado a desviar la conversación hacia la política. Funcionó, pero tampoco resultó ser buena elección después de todo.

Sickingen habló con más franqueza aún que la última vez que Bora lo había visto. Aquella conversación le había costado una discusión con Dikta.

—Este travestí político… a mí no me engañan. Y tú pusiste tu parte, tanto como el resto. Desde el principio le tomaste gusto como un caballo a la silla y llevas saltando desde entonces. ¡Esto del «nuevo ejército»! ¿Por qué crees que dimití en el 35? Ahora has jurado lealtad a ese hombre; no al país, sino a ese hombre, y estás atado por tu juramento. Que Dios te ayude cuando llegue el momento de elegir entre tu honor y eso que llaman honor en la Alemania de hoy en día. Deja que te lo pregunte: ¿cuánto tiempo crees que pasará antes de que te ordenen hacer algo que tu conciencia de soldado te prohíba hacer?

Bora pensó en los expedientes ardiendo en el fuego de la estufa de Schenck.

—Tengo buenos comandantes —dijo, no obstante.

—¡Ja! ¿Y qué comandantes tienen ellos? Acabarás siendo o bien mal soldado, o mal cristiano. No puedes estar en misa y repicando. Inténtalo y eres hombre muerto. —Sickingen hablaba con tranquilidad, ahora que sabía que había dado en el blanco—. Elige, Martin. Ahora mismo, ahora mismo. Porque la vida puedes perderla independientemente de en qué lado estés, pero que no te quepa duda: perderás tu alma inmortal si te decides por el bando equivocado.

A Bora le daba la impresión de que hacía un calor insoportable en el comedor. Escuchaba por respeto a su padrastro, pero la conversación lo exasperaba y su mente no dejaba de hurgar en el agujero de la negativa de Dikta a visitarlo. En tono inexpresivo, dijo que elegiría sabiamente cuando llegase el momento, como si no lo hubiese hecho ya.

Solo eran las ocho y la noche que tenía por delante le parecía insoportablemente larga.

En comparación, en las habitaciones traseras del teatro hacía frío y humedad y olía a mujeres.

Bora sabía que no había sido buena idea ir. Tal vez fuese la peor idea que pudo haber tenido esa noche, pensó al oler el sudor y el perfume de mujer en la penumbra. Decirse a sí mismo que tenía que hablar con Ewa Kowalska no servía de nada y, al fin y al cabo, tampoco era cierto. Tenía que hablar con una mujer y no tenía la suficiente seguridad en sí mismo como para buscar a Helenka porque se sentía atraído por ella.

Por Ewa no. Ewa tenía exactamente la edad de su madre. Mientras bajaba los peldaños que conducían hasta el estrecho pasillo, intentó llenarse la mente de pensamientos breves. El corredor, sombrío, húmedo y maloliente, lo envolvió como una víscera.

La edad de su madre. Exactamente.

Le preguntaría por la toalla desaparecida, le preguntaría a Ewa si Retz le había dado una llave del apartamento, le preguntaría por la visita que le había hecho al mayor la noche antes de su muerte. Escucharía sus respuestas y se marcharía.

Sus botas no provocaron el más mínimo ruido sobre el suelo de cemento, exceptuando el tintineo de las espuelas cuando se acercaba demasiado a la pared. Parecía que no había nadie en el teatro aquella noche de fiesta. Puede que Ewa ni siquiera estuviese allí.

La puerta de su camerino se encontraba justo al final del pasillo, donde otro tramo de escaleras gris y pobremente iluminado conducía hasta el escenario, que se encontraba algo más allá. Al ver el jirón de resplandor amarillo que se extendía por el suelo, Bora supo que la luz estaba encendida en el interior del camerino.

—Pase.

Si a Ewa le sobresaltó su visita, no dio muestras de ello. Tras contestar al golpe de Bora sobre la puerta entornada, cuando este entró se limitó a alzar la vista y mirarlo a través del espejo.

—Buenas noches. —Volvió a bajar los ojos. No llevaba puesto maquillaje y su palidez era real, sin adornos. «Es mayor», pensó Bora, aliviado—. ¿En qué puedo ayudarle, capitán?

Durante todo este tiempo no había dejado de revolver en una bolsita de tela con cremallera en busca de horquillas. Las horquillas le recordaron a las cortas agujas de abeto en Swiety Bór. Las colocó sobre la mesa, que era idéntica a la de Helenka, solo que más ordenada. Por encima de esta, encajada entre el espejo y la pared, una postal coloreada a mano de Tosca saltando desde las murallas del castillo de Sant’Angelo y una fotografía de Richard Retz. El Retz de hacía veinte años, cuando él y Ewa tenían la edad de Bora. Ahora ella tenía, volvió a recordarse a sí mismo, exactamente la edad de su madre. Las horquillas se fueron uniendo a sus compañeras en una pequeña fila.

—¿En qué puedo ayudarle? —repitió.

Hacía demasiado frío como para que Ewa estuviese solo en combinación. Confusamente, Bora entendió que había llevado puesta la blusa arrugada que había sobre el respaldo de la silla hasta hacía un momento, hasta el momento en que él había llamado a la puerta; pero lo cierto era que no importaba. Derivó un placer elemental e inesperadamente inocente de mirarle los pechos, separados y erectos por el frío, suntuosos como los de Dikta, que era la mujer en la que debería estar pensando, solo que ya lo estaba.

—Tengo algunas preguntas.

Ewa seguía ocupada con las horquillas, así que Bora no le quitó los ojos de encima.

—Sobre Richard, supongo.

—Sí.

Ewa se giró hacia él mientras dejaba la última horquilla sobre la mesa. El movimiento hizo que se le cayese la bolsita de tela del regazo.

—Vaya por Dios.

Las cuentas de un collar desensartado y unos cuantos botones salieron rodando de la bolsa en una estrepitosa carrera que no pudo evitar pero que intentó parar, inclinándose hacia adelante sin levantarse de la silla. Bora detuvo el movimiento de una cuenta con el pie. La recogió y una más se le acercó, desplazándose en círculos. Alargó el brazo para coger la bolita junto con otras dos más, casi debajo del borde de la mesa, agachándose para recuperar las últimas cuentas.

Ewa le dijo:

—Gracias —dijo cuando Bora empezó a incorporarse para ponerle las cuentas en la mano. Las bolas eran grandes, rojas y brillantes sobre la palma de su mano; como las manzanas de edenes diminutos. Ewa cerró el puño en torno a ellas y el rojo desapareció. Bora se echó hacia atrás para ponerse en pie, pero no fue lo suficientemente rápido ni lo suficientemente prudente. Empezó a decir:

—No —cuando ella lo agarró por el cuello para besarlo.

Lo invadió el terror al darse cuenta de que Ewa besaba mejor que Dikta, mejor que las mujeres que había conocido en España. Su lengua era como un retazo de seda que luchase por alcanzar el suelo mojado de su boca, zambulléndose en ella y plegándose hacia atrás para llenarla de su propia humedad, para despertar la lengua limpia de Bora a pesar de su resistencia. Bora empezó a erizarse y a endurecerse sin devolverle el beso, saboreándola, dejando que penetrase en su boca un breve instante solo porque necesitaba que desease su cuerpo hasta que le resultase imposible decir «no». De rodillas junto a la silla de Ewa, se vio y se sintió en la cama con Dikta, con Ewa o quizá con Helenka; pero lo que deseaba era el vientre musculoso de Dikta, la hendidura prieta entre su vello rubio y la boca de Dikta. Transcurrieron segundos antes de que se liberara de Ewa por la fuerza. Apartó de ella el ángulo huesudo y tenso de la cara.

Una vez fuera del teatro, no recordaba haber caminado hasta el coche ni haber encendido el motor. No sabía qué hora era ni por qué calles conducía. Solo era consciente de que recorrió, desesperado, una distancia corta hasta alcanzar el límite oscuro del parque y de que entonces tuvo que pararse para intentar recobrar la compostura, pero era demasiado tarde. La sangre le afluía y le golpeaba en la garganta y en las venas. No se atrevía a tocarse ninguna parte del cuerpo por miedo a precipitar un orgasmo. Como fuego, con un dolor que iba en aumento, la necesidad lo hizo sudar a pesar del frío que hacía en el coche, hasta que se encontró empapado por debajo de la camisa. Intentó aspirar y espirar cuando los pulmones quisieron pararle el aire en la garganta.

Tensó involuntariamente la mandíbula. Con los ojos cerrados, se echó hacia atrás en el asiento; con cuidado, según pensó, pero con el movimiento la tela de los pantalones le rozó la piel de las rodillas y los muslos hasta alcanzar el haz dolorido y dilatado de su entrepierna. Su respiración se volvió superficial, difícil. Bora mantuvo las manos contraídas sobre el volante. Aun así, los brazos y los hombros empezaron a tensársele; cada músculo, cada articulación se iba endureciendo, hasta que empezó a temblar por el exceso de tensión y, al final, tuvo que dejar que el intenso deseo que sentía lo atravesase. Se resistió a las ganas de gritar cuando le inundó la entrepierna como si la presa de la vida se hubiese abierto de par en par para escapar en sacudidas y, una vez vertida, no le quedase vida en el cuerpo: una muerte dulce, muy dulce.

Pareció durar una eternidad, este flujo largo y espeso que recogió su ropa. La cabeza de Bora chocó contra el respaldo del asiento, se oyó gemir y notó que volvía a endurecerse y empezaba a dejarse ir, a dejarse ir y a relajarse con estremecimientos teñidos de culpa.

Se le relajó la garganta lo suficiente como para poder tragar saliva y volver a respirar. El frío aire nocturno le llenó el pecho, pero se negó a abrir los ojos para ver la noche en torno al vehículo.

Notaba los pantalones de lino ribeteados de cuero cálidos, empapados, pegajosos. Se le adormecieron la espalda y los hombros. Se le relajaron y adormecieron los dedos, las palmas, las muñecas. Pronto, Bora pasaría de sentirse aliviado a sentirse sucio, y el deseo absurdo de llorar por Dikta llenó el intervalo entre ambas emociones de una soledad y una pena insoportables. La amaba con las tripas, los tendones y el alma. Y no estaba seguro de que ella siguiese amándolo.

Con las luces y el motor apagados, un coche con una matrícula de las SS estaba aparcado junto al bordillo cubierto de nieve frente a la puerta de su casa.

Bora frenó detrás de este, de pronto con prisas y alarmado. Procuró prepararse para el problema que se le venía encima.

Antes incluso de poder abrir la puerta del coche, la silueta inconfundible de Salle-Weber se apeó del vehículo de las SS. La calle estaba oscura entre una farola y la siguiente y su contorno de hombros fornidos estaba teñido de un negro ominoso. Bora se bajó del coche.

—Quería tener unas palabras con usted, capitán.

—Por supuesto. —Bora cerró el coche, intentando no perder la calma—. ¿Quiere que entremos?

—No. Demos un paseo.

Bora miró hacia donde estaba Salle-Weber. No lo miró a él, ya que no había suficiente luz como para poder leer la expresión de su rostro.

—¿Un paseo? ¿Adónde?

—Empiece a andar.

La calle Podzamcze se extendía, larga y derecha, y habían quitado suficiente nieve de la calzada como para poder dar unos pasos lentos y un tanto traicioneros. Más abajo, la siguiente farola dibujaba un círculo de luz que recordaba a una luna desdibujada y Bora dio un paso en esa dirección. Salle-Weber lo imitó.

—¿Dónde estaba a estas horas?

Bora decidió contestar con la verdad, sobre todo porque era posible que lo hubieran visto salir del teatro. Se sentía terriblemente avergonzado y dio gracias por llevar puesto el pesado uniforme de invierno y el abrigo. La humedad empezaba a secarse y el tacto gomoso en la cara interior de los muslos lo incomodaba. Como no se atrevía a tocarse aunque solo fuese para ponerse bien la ropa, se le había pegado el lino a la piel. La pureza cortante de la noche hacía que la sensación de suciedad resultase de lo más real.

Debía de mostrar signos que otro hombre pudiera intuir, estaba seguro, pero Salle-Weber no lo estaba mirando. Adaptando su paso al de Bora, como hacen los soldados por pura costumbre, Salle-Weber dividió la nieve helada con sus botas engrasadas. Tenía la ruda cara girada hacia el difuso resplandor de la farola, algo más adelante.

—Su conducta es impropia de un oficial alemán, capitán Bora.

—¿Porque he ido a ver a una actriz?

—No. Porque tiene la propensión de una cerda de rebuscar con el hocico entre el estiércol.

—No sé de qué me habla.

—No olvide que es la época del año en que se mata y cuelga a los cerdos.

Bora sintió una leve punzada en los hombros cuando intentó tensarse una vez más. Tenía los músculos doloridos. Necesitaba lavarse y dormir, y puede que no fueran a permitirle ni lo uno ni lo otro. Dijo, impaciente:

—Por desgracia, parece que mi trabajo se empeña en llevarme a las pocilgas día sí, día también.

Salle-Weber lo cogió bruscamente del brazo y le obligó a girarse.

—Tenga cuidado, Bora. No me gusta el humor.

—Y yo no entiendo su metáfora. Dígamelo a las claras.

La nieve crujía bajo sus pies como vocecillas chillonas. Se oía un chasquido cada vez que rompían la superficie de un charco helado o una lámina de hielo.

Cuando llegaron al círculo amarillento de luz que creaba la farola sobre la nieve sucia, Salle-Weber se detuvo y Bora hizo lo mismo. Empezaba a nevar otra vez. Como polillas heladas o pavesas traídas por el viento, unos cuantos copos penetraron en el círculo de luz, describiendo lentas espirales. Salle-Weber le quitó una mota inexistente del abrigo a Bora.

—¿Sabe, Bora? Huelo a los de su clase, y si me molesto en dirigirme a usted, lo hago solo por la energía y las expectativas que ha demostrado hasta ahora. Escúcheme bien. Si sale vivo, aún está a tiempo de tener una carrera prometedora. Tenemos guerra de sobra por delante para ponerlo a prueba. No tiene experiencia, así que no sea presuntuoso. No eche a perder todo lo que promete. Entierre su arrogancia o que no le quepa la menor duda: lo enterrarán con ella.

—¿Me está amenazando?

—Las amenazas presuponen que existe una opción. Solo le informo.

Bora oyó cómo se le escapaban las palabras. Puede que la nota de Dikta tuviese todo que ver con ello o nada en absoluto. Se encaró a Salle-Weber, de forma que la luz lo hizo completamente visible para el oficial de las SS, a solo un paso de distancia.

—Bueno, Standartenführer, la calle está desierta. Estamos a solas. Me parece un momento perfecto para solucionar su problema.

Puede que a Salle-Weber se le hubiera pasado por la cabeza esta posibilidad, porque la sugerencia lo inquietó un momento.

—No —dijo después, mientras retomaba el paseo saliendo del círculo de luz—. Cuando llegue el momento, Bora, no será así de fácil. Ni llegará cuando esté preparado.

2 de enero

Una lanza de luz sutil y limpia transfiguró la habitación, haciendo que la oscuridad se volviese más densa, como un líquido que se agolpa en torno a un filamento de oro.

El padre Malecki estaba en la cama, saliendo de un descanso reparador y sin sueños, como hacía meses que no disfrutaba. Admiró la lanza de luz y vio cómo esta se extendía desde una fisura en la contraventana hasta el corazón mismo de la oscuridad, a través de los párpados medio cerrados.

Se le vinieron a la mente las palabras favoritas de la madre Kazimierza: «Así que, si la luz que en ti hay es tinieblas, ¿cuántas no serán las mismas tinieblas?».

El misterio en torno al significado de la palabra lumen bien podía referirse a una luz que brillase a través de la oscuridad de los crímenes por resolver y la hostilidad encubierta. Malecki pensó que, aunque no llegasen a encontrar una solución, al menos habría aprendido que las monjas, los santos, los patriotas y los oficiales alemanes tenían más de una cara.

Con menos de nueve días hasta la fecha límite, la curia empezaba a plantearse aceptar a la hermana Irenka como nueva abadesa de Nuestra Señora de los Dolores. Malecki había oído decir al secretario del arzobispo que lo último que necesitaba el convento en esos momentos era una mística.

Pero el tema de la madre Kazimierza no estaba cerrado, al menos no del todo: el arzobispo quería que él, Malecki, la recomendase. Pronto, la Iglesia polaca empezaría a presionar para recomendar su beatificación y se necesitarían algunos milagros demostrados. Malecki iba a tener que expresar por escrito si los estigmas y las profecías cumplidas podían considerarse tales.

A medida que se desplazaba el sol de la mañana, la lanza de luz cambió de ángulo y empezó a ensancharse, aplanarse y esfumarse. Malecki se incorporó, rascándose el cuello y bostezando, con la vaga idea de abrir la ventana y hacer sus ejercicios.

Cuando bajó a desayunar, Pana Klara primero lamentó en tono de disculpa que no hubiese leche y el pan estuviese duro y luego le señaló un sobre sellado sobre el mantel de encaje.

—Un ordenanza alemán lo dejó aquí hace una hora. Estaba usted tan profundamente dormido, padre, que no quise despertarlo.

La nota estaba escrita a mano y era de Bora.

«Debemos continuar con la investigación. Lo veré el jueves en el convento a las dieciocho horas en punto».

3 de enero

Habían reunido al grupo de soldados polacos en la habitación de al lado. Bora había dormido mal y fumaba un cigarrillo detrás de otro mientras se preparaba para interrogarlos. No había logrado sacarse las palabras de Salle-Weber de la cabeza ni por un momento pero, por lo visto, no lo habían impactado lo suficiente como para evitar que tuviese sueño esa mañana.

Así que fumaba y la habitación empezaba a oler como su apartamento después de que Retz y Ewa hubiesen pasado una noche en él, un tufo rancio a cigarrillos. Bora abrió la ventana para que el aire cargado saliese del despacho.

Como si no bastase con haber dormido mal, hasta había soñado con Retz al acercarse la mañana. «La forma en que murió», había dicho el padre Malecki. Bora se despertó con la odiosa duda de que la muerte de Retz lo inquietaba porque no la entendía. Quería hablar otra vez del tema con Malecki y, si todo iba bien, el jueves por la tarde tendría la oportunidad de volver a hablar con la mujer de la limpieza y con uno de los enfermeros que se habían hecho cargo del cadáver de Retz.

Su padrastro se marchó a última hora de la tarde. Como era de esperar, insistió en ir a pie a la estación desde el Francuski, así que Bora y él pasaron bajo la puerta de San Florián, donde había un altar lateral tallado en la pared, protegido por dos portezuelas que en ese momento estaban abiertas. Una monja rezaba frente al altar.

—¿Qué le digo a tu esposa?

Bora observó la cortina gris de edificios del gobierno que se extendían a lo largo de la otra acera, más allá del anillo redondo de ladrillo rojo que era la muralla con la Barbican.

—Le he escrito una carta.

—¿Se la has enviado o quieres que se la entregue en mano?

—Le agradecería que se la diese usted.

Junto con el sobre, del bolsillo de Bora salió un pequeño paquete.

—¡Qué demonios! ¿Le envías un regalo? —Escupió Sickingen—. Harías mejor en mandarle un regalo a tu madre.

—También tengo uno para ella. Tome.

Sickingen insistió en que pasasen por la plaza donde habían dinamitado el monumento a la victoria contra los alemanes en Grünwald, que ahora yacía en el suelo en un montón desparramado de bloques de piedra.

—Quiero que le saques una foto y me la envíes —le dijo a Bora—. Me recordará lo estúpido de tu elección política. Porque tienes cámara, ¿verdad?

Bora se limitó a decir que le enviaría la fotografía.

Después de despedir el tren del general, fue en coche al hospital. El doctor Nowotny no estaba de servicio, pero en la sala de urgencias encontró a uno de los enfermeros que habían ido a buscar el cadáver de Retz.

El enfermero no tuvo inconveniente en hablar.

—Lo recuerdo bien… fue mi primer suicidio. El mayor estaba de rodillas en el suelo de la cocina con la cabeza metida en el horno de gas, desplomado hacia adelante. ¿Que qué llevaba puesto? Los pantalones, las botas y la camisa del uniforme. No llevaba guerrera. Si hubiese habido una toalla tirada en la cocina, la habría utilizado, porque me manché la mano con el interior del horno. Pero no había ninguna toalla, así que acabé usando un trapo.

—¿Notó si algo estaba fuera de sitio en la cocina?

—No sé lo ordenada que estaría por lo general, capitán. No había comida a la vista, si es a eso a lo que se refiere el capitán; ni tampoco nada de beber, nada. Daba la impresión de que hubiese entrado en la cocina y hubiese metido directamente la cabeza en el horno.

4 de enero

Por la mañana, Schenck citó a Bora en su despacho.

Tenía una expresión de desprecio indefinible en la curtida cara y, por un momento de estrés, Bora pensó que Salle-Weber le había contado algo.

Schenck dijo:

—Siéntese.

Bora obedeció.

—Tengo entendido que su esposa no ha venido a visitarlo. ¿Qué medidas piensa tomar?

Bora se contuvo.

—No puedo hacer gran cosa, coronel.

—Bueno, seguro que tiene intención de hacer algo con todo el plasma germinal que ha acumulado mientras la esperaba.

Bora prefirió no decirle que en ese mismo momento los empleados de la lavandería estaban sacándole el plasma germinal a su ropa.

Schenck añadió, con rostro inexpresivo:

—Hay mujeres alemanas en Cracovia.

—Dudo que fuesen el receptáculo adecuado.

—¿Y por qué no?

—Porque no las amo.

—¿Amor? —El desprecio que sentía Schenck le llegó hasta la boca y le giró las comisuras hacia abajo hasta formar una mueca—. Creía que estábamos de acuerdo en que el amor es una expresión burguesa que nada tiene que ver con la propagación de la raza. Ya que, naturalmente, me opongo al derroche que representa la masturbación, no puedo imaginar qué debe hacer un hombre alemán en sus circunstancias si no es buscarse a una hembra racialmente compatible. Está claro que su esposa no es consciente de las necesidades demográficas del país. —Schenck levantó de su escritorio un folio escrito a máquina y se lo pasó a Bora—. Aquí tiene los nombres de las mujeres racialmente certificadas que viven en la ciudad. Le aconsejo que elija a una de esta lista lo más pronto posible. Como hombres de mente abierta, sabemos distinguir entre el libertinaje y la salud sexual, ¿verdad?

Bora recorrió la lista con los ojos. Antes de marcharse, su padrastro le había dado un mazazo del que aún no se había recuperado.

—Dicen —lo informó, sacando el cuerpo por la ventanilla del tren— que tuvo un aborto antes de conocerte.

Un velo rojo se extendió frente a los ojos de Bora en ese momento, igual que cuando las SS estuvieron a punto de dispararle.

¡Es una mentira descarada! —recordaba haber gritado. Golpeó el exterior del tren con el puño enguantado—. ¡Retírelo ahora mismo, es una mentira descarada!

—No pierdas los papeles —se limitó a añadir su padrastro—. Viniendo de las chicas Coennewitz, no me sorprendería nada.

El entumecimiento que sentía tras esta conversación fue lo único que evitó que reaccionase de forma exagerada ante el consejo de Schenck. Bora se sorprendió a sí mismo buscando, no sin cierto sentimiento de culpa, los nombres de Ewa y Helenka en la lista, pero por supuesto no estaban.

Sentado en el banco de la sala de espera junto a la gorra militar de Bora, el padre Malecki parecía decepcionado.

—¿Así que la señora Hofer no le dijo nada más?

—No. —Bora estaba intranquilo, pero era consciente de lo irritante que resulta ver a alguien andando de acá para allá, así que se obligó a quedarse de pie en el sitio—. La conexión telefónica era bastante mala. Me dijo que su hijo ha muerto y que no desea hablarle de Polonia a su marido en este momento. Ha estado muy enfermo y sigue en una casa de convalecencia. Espera que regrese dentro de una semana y entonces le informará de mi llamada. Así que volveré a llamar dentro de siete días. Entre tanto, seguiremos buscando al albañil desaparecido aquí, en Cracovia. El contratista nos ha proporcionado una descripción exacta y tengo muchas esperanzas de encontrarlo.

—Pero ¿y si el coronel no tiene nada que añadir y no da usted con el albañil desaparecido?

—Los milagros no son mi especialidad, padre. Sabe perfectamente que no tengo ni siquiera un casquillo por el que guiarme. Usted y yo no estábamos en el convento cuando murió la abadesa, así que ninguno de los dos la matamos. El resto son sueños y profecías de tres al cuarto.

—Nada de lo que pueda usted informar a su comandante.

—A no ser que descubramos la verdad entre ahora y la semana que viene, de eso es exactamente de lo que le informaré. —Bora cogió la gorra del banco—. ¿Tiene tiempo para ir a cenar al Wierzynek esta noche? —Cuando Malecki vaciló, no pudo evitar añadir—: Es decir, si el consulado norteamericano se lo permite.

Malecki se echó a reír.

—Iré.

Cuando Bora llegó a casa para refrescarse antes de la cena, la mujer de la limpieza estaba fregando el suelo.

Se lo quedó mirando y Bora supo qué tenía en mente.

—Olvídese de la toalla —dijo, antes de que pudiera decir nada—. Les prometí que la pagaría yo. Pero dígame otra cosa. —Le hizo un gesto de que dejase a un lado la fregona y se acercase—. Siéntese. —Señaló a una silla lujosa, lo cual no hizo más que acrecentar su confusión—. Dígame en qué estado se encontraba el apartamento cuando le pidieron que lo limpiase después de la muerte del mayor. Sí, por supuesto que olía a gas. ¿Y qué más? ¿Había algo fuera de sitio, o estaba todo como siempre? Piénselo bien.

La mujer estaba sentada, inquieta, con el cuello estirado hacia delante.

—Estaba como siempre, panie kapitanie.

—De acuerdo. ¿Qué hay de la cama? ¿Estaba… daba la impresión de que alguien hubiese hecho el amor en ella?

El miedo de la mujer creció y volvió a calmarse bajo la mirada impasible de Bora.

—No, señor.

—¿Qué hay del baño? ¿Había signos de que el mayor se estuviese afeitando?

—Se había dado un baño. La toalla aún estaba húmeda.

—¿El lavabo estaba limpio o había restos de jabón de afeitar?

—Lo habían enjuagado.

—Ahora, hábleme de la cocina. ¿Había algo fuera de sitio?

—No, señor. Lo único es que alguien había lavado dos copas. El mayor siempre dejaba los platos y los vasos en el fregadero.

Seguramente, Retz había tomado algo con Ewa la noche anterior y ella había fregado las copas. La información de la mujer de la limpieza no le pareció útil, así que la despidió. Tomándose su tiempo, se afeitó, se cambió y, aunque aún era temprano, le pidió a Hannes que lo llevase al restaurante antiguo y refinado de la plaza, en el que había quedado para cenar con el padre Malecki. Hannes, que acababa de toparse con otro veterano de la campaña española, tenía ganas de charlar. Parloteó durante todo el camino al restaurante y le pidió permiso a Bora para tomarse la tarde libre.

—¡Menudo país, España! ¡Y menuda aventura! ¡Qué jóvenes éramos todos! ¿Quién sabe cuántos buenos recuerdos se habrá traído de vuelta el capitán, eh? —Bora se quedó pensativo al recordarlo y Hannes tuvo que pedirle permiso para retirarse dos veces.

Una vez sentados a la mesa, el padre Malecki lo dejó hablar todo lo que quiso sobre Retz. Tanto lo escuchó que Bora se excusó torpemente.

—¿No lo aburro, padre?

—No, no. Siga hablando.

Detrás de la cabeza de Bora, un cuadro de gran tamaño con una escena de montaña bañada por el sol parecía una ventana que se abriese a un mundo remoto. Mientras bebía el vino a sorbos, Malecki escuchó con atención todo lo que Bora tenía que decir: que le había preguntado a Helenka si creía estar embarazada de Retz (por suerte, no era así), pero que no había tenido tiempo de preguntarle a Ewa por toda la información que creía que podía proporcionarle; que le molestaba no ser capaz de dejar descansar la muerte de Retz. A continuación, comentó:

—Es curioso.

—¿Qué le parece tan curioso?

—Que se fije usted en los detalles con tanta lucidez y, aun así, tenga un punto ciego.

Bora le dijo que no lo entendía.

—Bueno, dice que desapareció una de las toallas el día en que murió su compañero. ¿Cómo sabe que no se la llevaron los enfermeros?

—Se lo pregunté a uno de ellos. Me dijo que no encontraron ninguna toalla en la cocina y que no habían utilizado ninguna. Y, de todas formas, ¿por qué iba nadie a robar una toalla de la estantería del baño cuando había una colgada del toallero? —Bora dejó el cuchillo y el tenedor sobre la mesa, impaciente—. ¿Por qué ha dicho que tengo un punto ciego?

—Porque, en su corazón, no cree que Retz se suicidase; pero hay algo que no le permite dar el paso de admitir que piensa que alguien lo asesinó.

Bora sintió que se le venía la sangre a la cara, como la noche en que había cenado con su padrastro y este lo había calado sin dificultad.

—Después de todo, capitán, Retz ya se había alojado en Cracovia hace años y puede que tuviese viejos enemigos. ¿Le parece muy descabellado?

Bora se preguntó dónde estaría el primer marido de Ewa. Solo por seguir el argumento del padre Malecki, contestó:

—Las únicas personas con las que puedo relacionarlo con alguna certeza estaban ocupadas y en otro sitio la mañana en que murió.

—Se refiere a su amiguita y a la hija de esta.

—Sí. Ambas estaban ensayando.

—Ya veo —dijo Malecki, en tono amistoso—. ¿De qué obra se trata?

Las Euménides, de Esquilo. Aunque eso no cambia nada.

—¿Ha ido a verla?

—No.

—¿La ha leído, por lo menos?

—No.

Malecki asintió con la cabeza en dirección al camarero, que se había acercado para volver a llenarle la copa.

—Pues debería.

Después de la cena, Bora se sintió aliviado cuando Malecki le dijo que volvería a pie a casa y al recordar que Hannes se había marchado. Le apetecía estar solo.

Aunque no le cogía en absoluto de camino, dio un gran rodeo hasta Swiety Krzyza, al norte del casco antiguo, donde la ventana iluminada de Ewa sobre la fachada de estuco gris se distinguía del resto por estar enmarcada con cortinas de encaje.

Detuvo el coche en la esquina. Tardaría menos de un minuto en acercarse al umbral de su casa y decirle a la portera que venía a ver a Frau Kowalska. Ella lo recibiría, por supuesto.

Su angustia se debía a un deseo casi insoportable de pedirle a Ewa que lo besase y le hiciese el amor. Aunque su deseo lo avergonzaba, no por ello lo anhelaba menos. En la brutal oscuridad, ¿qué diferencia podía haber entre su cuerpo y el de Dikta, exceptuando que Dikta era más joven?

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