Lucifer

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El adversario (Parte 2)

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El adversario (Parte 2)

 

Dominic Callahan tomó a Gabriela por la cadera, la estrujó con la fuerza de una pasión desmedida, como si no la hubiera visto en años, y empujó su miembro aún más fuerte dentro de ella, y siguió embistiendo mientras el sudor resbalaba por su pecho. Sus rodillas hacían estremecer la cama. La mujer, que se encontraba también arrodillada y en cuatro puntos, usó las manos para recargarse en la cabecera de la cama y así poder sustentar las anhelantes embestidas de su esposo. Ella gimió con vehemencia, con una lujuria llena de ansia, cada gemido era un grito contenido que decía: dame más.

No hablaban; después de tantos años juntos, las palabras ya no eran necesarias entre ellos, ambos dejaban que sus cuerpos dijeran todo lo que pudiera decirse. Dominic, ante un impulso incontrolable, le dio una fuerte nalgada a su esposa. La nalga de ella se puso roja al instante. Gabriela soltó un gritito combinado de dolor y un tipo de excitación animal que provenía de la parte más antigua de su ADN. La nalgada pareció activar alguna parte primitiva y animal de la mujer, quien comenzó a arremeter hacia atrás fuertemente contra Dominic, moviéndose como si fuera una actriz porno, y sin dejar de gemir de placer, hasta que Dominic bajó la velocidad de ambos. La mujer confiaba en que las gruesas puertas de las habitaciones amortiguarían el sonido y que nada se oiría en las habitaciones de los niños.

El hombre salió de ella, la tomó por atrás de los hombros e hincado como estaba, la giró hacía sí. Gabriela, con su melena rubia revuelta y despeinada sobre las sábanas, quedó acostada bocarriba. En sus ojos se reflejaba el más puro placer, sus senos se abultaban sobre su pecho y se movían al ritmo frenético de su respiración.

—¿Me extrañaste todo el día, verdad? —preguntó ella con coquetería.

Dominic le lanzó una juguetona sonrisa por respuesta. La llama furiosa de la pasión bailaba en sus ojos. Entonces descendió sobre ella y la penetró con furia animal, reprimiendo sus instintos humanos y racionales.

—Ahora te demostraré cuánto te extrañé, esposa —gimió él.

Gabriela se abrazó con las piernas a la espalda de su esposo, fusionándose con él en un anhelante abrazo de piernas y brazos, y dejó que él tomara las riendas de la situación, completamente extasiada y al borde del clímax. La mujer comenzó a gemir en el oído de Dominic, sabía cuánto lo excitaba esto, y tenía la intención de llevarlo al límite de la excitación. Le susurró unas palabras que nada tenían de tiernas y notó como a él se le erizaba la piel de la espalda. Entonces ella lo tomó a él por el trasero y lo apretó aún más contra sí. Ella elevó su cuerpo, apretándose con fuerza al de Dominic y se separó unos centímetros de la cama. El hombre, embriagado por las sensaciones de placer que su esposa le producía desde todas direcciones, cruzó ese umbral de no retorno, ese al que entran los hombres cuando la excitación sexual llega a su punto más alto y ya no pueden volver atrás. Durante breves segundos, su cuerpo se convulsionó con más fuerza, un escalofrío eléctrico tiró de su espalda, muslos, pantorrillas y pies, y dotó sus embestidas de mayor fuerza y velocidad.

Gabriela sintió a su esposo llegar a ese punto máximo de clímax, y cuando el ritmo de él se aceleró, ella se abandonó a su lado animal y se dejó llevar junto a él, llegó al orgasmo máximo justo cuando sentía la semilla de su esposo derramarse en su interior. Un placer cegador le nubló la vista, sus piernas se abrazaron con más vehemencia al cuerpo de su hombre y dejó que las cientos de descargas eléctricas recorrieran su cuerpo, descargas que iban desde su punto G y, como las ondas en un estanque al caer una piedra, se iban extendiendo por todo su cuerpo.

Ambos perdieron fuerzas al mismo instante, el orgasmo los dejó extasiados, pero también extenuados y gimoteantes. La mujer se dejó caer nuevamente sobre la cama, aún con las oleadas de placer llegándole desde todas direcciones de su cuerpo, como si rebotaran dentro de su piel antes de resignarse a morir. Dominic se dejó caer sobre ella, cuidando de recargar parte de su peso en las rodillas sobre la cama y no sólo en su mujer.

—Eso fue...¡Wow! —dijo él.

—Te amo —lo interrumpió ella.

Dominic levantó la cabeza, el cabello castaño pegado a su frente le causaba cosquillas. La luz de la calle que se filtraba por su enorme ventana le permitía ver con toda claridad los bellos ojos de su amada. La miró fijamente a esos ojos tan verdes y vio su alma, atravesó más allá de la apariencia física y presenció el mismo sentimiento que debía haber en los suyos propios.

—Jamás te voy a abandonar —declaró.

—Yo lo sé —asintió ella —. Yo lo sé.

La mujer abrazó a su esposo con fuerza y con una solitaria lágrima en los ojos se aferró a él, deseando que las cosas jamás tuvieran que cambiar.

Dominic por su parte sintió algo que llevaba diez años conociendo. Se sentía como el hombre más afortunado sobre la faz de la Tierra. Tenía todo lo que cualquiera podría soñar.

Y eso sólo hacía que sus visiones sobre el futuro lo aterraran aún más.

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