Lucifer

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El Infierno en la Tierra (Oblivion)

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El Infierno en la Tierra (Oblivion)

 

—...¿Ayudarme a qué? —preguntó Nolan Reed, sin tratar de disimular su agresividad.

—A olvidar —nuevamente el hombre de traje negro con sus lacónicas respuestas.

—No entiendo qué quieres decir —repuso Reed al tiempo que le daba un trago a su bebida.

Afuera del bar, el cielo crepuscular había dejado paso a una noche que se iba haciendo cada minuto más oscura.

—Yo he visto lo que te atormenta, Nolan Reed, conozco aquellas voces que te buscan en la noche y acechan en tus pesadillas —el hombre acercó su silla un poco más a la de Reed. Y con un gesto de complicidad acercó su rostro un poco más y le susurró —. Sé lo de la niña...

Nolan Reed se incorporó con un salto, completamente asustado, pero sin dejarse caer en la histeria, un hombre entrenado como él no sucumbía fácilmente a las emociones, así que tras un breve instante recobró la compostura y se volvió a sentar.

¿Cómo diablos supo lo de la niña? se preguntó mentalmente, al tiempo que otra voz —una voz más racional —le decía que probablemente el hombre pálido estaba tanteando el terreno, tirando golpes de ciego.

—No sé de qué estés hablando —contestó con frialdad en la voz, y las manos en el vaso.

—Yo puedo hacer que todos esos recuerdos dolorosos desaparezcan así —y chasqueó los dedos a la altura del rostro de Reed —, como si jamás hubieran existido.

Nolan Reed entrecerró los ojos, mirando al hombre con recelo, con suspicacia, pero algo dentro de él quería creer que había verdad en sus palabras. Nolan se sentía como hipnotizado por la mirada de ese hombre. Sabía que en cualquier momento podía levantarse e irse, pero la curiosidad podía más. Y eso que él no era para nada un hombre curioso, quizá por eso le resultaba tan fácil acatar órdenes y ser un buen soldado.

—¿Y cómo lo harías? —quiso saber Reed — ¿Eres algo así como un hipnotista?

—No, no, no, la magia no tiene nada que ver aquí, un hipnotista sólo realiza trucos baratos con la mente. Lo que yo hago es un remedio definitivo...

—Muéstrame —ordenó Reed, era momento de desenmascarar a ese hombre o ver si era capaz de realizar la proeza de la cual alardeaba.

El hombre lo miró con una malévola sonrisa en los ojos que hizo sentir a Reed escalofríos en la espalda media. Los vellos de sus brazos se erizaron.

—Toma esa servilleta.

Reed lo miró con desconfianza. ¿Cómo podía una simple servilleta ayudarlo a olvidar? Alzó una ceja.

—Tú sólo hazlo —insistió el hombre, y acto seguido sacó de algún lugar de su saco una pluma cara, como si de un prestidigitador se tratara.

—¿Ahora qué?

—Ahora escribes un nombre.

—¿El nombre de quién?

—El de alguna persona sin importancia que quisieras olvidar —los ojos del hombre brillaron —yo recomendaría el de alguna jovencita hermosa que te haya rechazado, que haya roto tu infantil corazón de adolescente.

Nolan Reed meditó estas palabras un instante. Después escribió el nombre de Melissa Cogan en la servilleta.

—Bien, vamos bien —aseguró el hombre con un halo de misterio en sus palabras — ¡No me lo enseñe! —dijo cuando Nolan Reed estuvo a punto de mostrarle el nombre en la servilleta —. Ahora escriba lo que esa persona le hizo, y lo que le gustaría olvidar.

Melissa Cogan era la primera chica a quien se había atrevido a invitar a salir, y quien lo había rechazado durante el receso en el primer año de preparatoria, tras lo cual, quienes habían visto el incidente no habían dejado de molestarlo durante los tres años subsecuentes. Y así lo escribió.

—Voltee la servilleta, no me deje ver qué escribió.

Reed así lo hizo y además, colocó su vaso encima de la servilleta.

El hombre puso las yemas de los índices  en las sienes de Nolan Reed y cerró los ojos. Su expresión era de total concentración. Entonces Reed tuvo una sensación vertiginosa, aunque estaba sentado, en su interior sintió como si cayera desde un rascacielos, con el estómago luchando por salir por la garganta. Un instante repentino de pánico y luego, el mundo volvió a la normalidad.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó.

—Eso teniente, ha sido el Oblivion —al notar la expresión confusa en el rostro de Reed, el hombre agregó —, bueno, es sólo una diminuta muestra de él.

—No me siento diferente —dijo Reed.

—No tendría por qué.

Reed miró al hombre con el ceño fruncido. Hizo amague de ponerse en pie, pero el hombre lo detuvo posando una mano en el hombro de Nolan, la cual, además de haberse posado ahí de manera imperceptible, poseía una fuerza que Reed no hubiera adivinado.

—Levante la servilleta y léala —le propuso el hombre de la tez blanca como porcelana.

Reed así lo hizo, y leyó con confusión las palabras plasmadas por él mismo sobre la blanca superficie.

—No entiendo qué está pasando —espetó el teniente Nolan Reed enojado —. ¿Es acaso un truco?

—Teniente, ¿acaso no recuerda haber escrito usted mismo eso?

—Sí, sé que yo lo escribí, pero la historia plasmada ahí, el nombre de esa chica... no significan nada para mí.

El desconcierto en la mirada de Reed era palpable. El hombre de negro estiró sus labios en una sonrisa macabra que recuerda a un antiguo y tétrico guasón de alguna bizarra baraja de naipes.

—Teniente, así es como le haré olvidar el rostro de esa niña que tanto lo atormenta por las noches, su rostro se irá para siempre así como el recuerdo de las atrocidades que usted cometió.

Los ojos de Reed se abrieron de manera desmesurada mientras observaba pasmado la servilleta, el asombro no cabía en ellos.

—No lo puedo creer, realmente funciona.

La servilleta cayó de sus manos y planeó suavemente hasta llegar al suelo, como una sedosa pluma llevada por el viento. Ahora el bar había comenzado a llenarse un poco más, detrás de ellos, ya casi la mitad de las mesas se encontraban ocupadas.

—Así es teniente. Ahora dígame, ¿quiere deshacerse de los recuerdos que lo atormentan desde las sombras?

Un tenso silencio se extendió entre los dos. Nolan Reed pensó con detenimiento lo que dirá a continuación. Sabía que si aceptaba, habría un precio que pagar, aunque por otro lado, era consciente de que en esta vida todo conlleva un precio. 

—¿Qué debo hacer a cambio? —preguntó Reed solemnemente.

La sonrisa del hombre pareció ensancharse todavía más.

—Deberá aceptar una misión —fue la críptica respuesta.

—¿Qué misión?

—Cuando el tiempo llegue, usted lo sabrá.

Y así fue como el teniente Nolan Reed había decidido aceptar la misión que lo llevaría a surcar los aires encima de Corea del Norte en la noche más aciaga de la humanidad. 

Reed accionó los paneles de control, introdujo los comandos y dio luz verde para que los oficiales de sistemas defensivos y ofensivos se pusieran manos a la obra. La máscara de oxígeno le cubría la cara  y a través de los auriculares escuchaba la respiración entrecortada y nerviosa de los otros tres miembros de su tripulación. A través de los cristales, la noche los envolvía con su frío manto carente de estrellas. Esa noche ni una sola luz brillaba, como si incluso el cielo hubiera perdido cualquier rastro de esperanza.

—Estamos listos— anunció uno de los dos oficiales que se encontraban en los asientos detrás de Reed.

Reed volteó a su derecha y vio a su copiloto. El hombre le devolvió la misma mirada solemne que él mismo debía tener en los ojos. El copiloto asintió y ambos hombres regresaron la mirada al frente. Reed sabía que si él no pilotara ese avión, alguien más lo habría hecho, al menos ahora podría borrar de su memoria algunas culpas del pasado, aunque esto conlleve un alto costo, quizá el más alto que un hombre puede pagar...

—Caballeros, comencemos —dijo funestamente Nolan Reed, con la voz cargada de culpas.

Unos instantes después, volando a casi mil metros de altura, un solitario bombardero estratégico supersónico B—1 Lancer dejó caer una ronda de cinco bombas de fisión de hidrógeno a lo largo y ancho de toda la capital de Corea del Norte. Cada una de estas bombas era tres mil veces más potente que las bombas que pusieron fin a la Segunda Guerra Mundial en Hiroshima y Nagasaki.

Antes de que las bombas toquen el suelo, exploten y conviertan la noche en un día de fuego, muerte y cenizas, el bombardero sale de ahí, a una velocidad de casi mil cuatrocientos kilómetros por hora, poniendo rumbo hacia el resto de puntos estratégicos alrededor del país donde dejará caer el resto de las bombas que lleva consigo.

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