Lucifer

Lucifer


El Vampiro

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El Vampiro

 

Cuando abrió el cuarto sello, oí la voz del cuarto ser viviente que decía: «Ven».

Miré, y vi un caballo bayo. El que lo montaba tenía por nombre Muerte, y el Hades lo seguía: y les fue dada potestad sobre la cuarta parte de la tierra, para matar con espada, con hambre, con mortandad y con las fieras de la tierra. 

—Cuarto Jinete del Apocalipsis

 

La habitación estaba envuelta en penumbras. Aunque más que habitación, parecía el salón donde se podría ofrecer un baile renacentista. Una hoguera moribunda, en la chimenea de piedra, arrojaba sombras que danzaban tétricamente sobre las altas paredes y se recortaban contra el techo abovedado.

A unos pasos de la chimenea, con sombras danzando sobre su pálida piel, se hallaba sentado un hombre. El trono de respaldo alto donde estaba era una de las piezas más estéticas (y costosas) que había en el mundo y que habían sobrevivido desde la edad medieval. No era demasiado cómodo, pero su alto respaldo, así como sus imponentes brazos de plata y bronce lo convertían en el asiento ideal para imponer respeto cuando se trataba de recibir visitas.

Samael entró silenciosamente a la estancia. Un segundo después ya había atravesado los casi veinticinco metros que lo separaban del trono, el cual estaba vuelto de espaldas, viendo hacia la chimenea. Vestir indumentaria formal, tal como lo hacían él y el hombre de negro, era algo tan inherente a los de su especie como el mismo hecho de respirar.

—Parece que tu plan resultó a la perfección —dijo con una voz queda, carente de emoción.

La estatua de piedra blanca sentada al trono no contestó. Se limitó a mirar impávidamente el fuego.

—El caos que querías sembrar ha dado resultado —volvió a hablar Samael —. Un país entero ha desaparecido de la faz de la Tierra. Y otros tantos que estaban cerca sufrirán las repercusiones de la radioactividad durante décadas.

Por única respuesta recibió silencio. El ambiente que flotaba en el aire era hostil y pesado, era tan palpable como si de una tercera persona en la habitación se tratara.

El hombre de negro, con su rostro marmóreo volteó hacia Samael, y lo miró con la expresión de quien ha recibido una gran ofensa.

—¿Es eso un reproche, mi querido amigo? —su voz era fría y carente de emoción.

—No —respondió secamente Samael —. Son los hechos.

—Yo no hice nada —respondió el hombre con hielo en los ojos —. La humanidad se lo hizo a sí misma. Yo sólo les di el último pequeño empujón que necesitaban.

Nuevamente el silencio se extendió entre ellos como un manto helado. Sus ojos se miraban sin parpadear. Ambos hombres se evaluaban mutuamente, calibrando el poder de su interlocutor.

Finalmente fue Samael quien rompió la intranquila calma.

—Voy a unirme a los Hijos de Caín—ahí estaba. Samael finalmente había soltado la bomba. La gran revelación, el secreto finalmente había dejado de serlo y ahora estaba listo para enfrentar las consecuencias.

Samael aguardó, pacientemente en el exterior, pero por dentro un desasosiego inquieto le bullía por la sangre y sentía el estómago a punto de salirle por la garganta.

—Lo sé —fue la lacónica respuesta de quien hasta ese momento había sido su mentor, su maestro —. Hace tiempo que lo sé —repitió.

Samael abrió los ojos de manera descomunal, como si lo hubieran golpeado de lleno en el estómago con la fuerza de un dios.  Durante unos instantes se sintió incapaz de proferir palabra alguna, o tan siquiera de reaccionar. Su maestro permanecía impertérrito.

—¿Pero cómo, cómo lo sabes? —preguntó finalmente.

El hombre de negro se puso en pie. El hielo en sus ojos parecía ahora a punto de echarse a arder.

—¿Acaso no lo recuerdas? ¿No recuerdas haber visto el futuro  a través de mis ojos? Hace tiempo, antes de perder los poderes de un dios, yo lo vi todo.

Ahora el frío de sus ojos ardía con el fulgor de un hierro incandescente.

—¿Entonces por qué..., por qué no me detuviste? —titubeó Samael — ¿Por qué no me mataste?

Un fuego intenso se encendió en las pupilas del hombre pálido, similar al fulgor en los ojos de las brujas cuando usan sus poderes. Un pestañeo fue todo el tiempo que se necesitó para que la perspectiva de Samael cambiara por completo. En menos de un segundo, el rostro  pálido de su mentor se transfiguró en una mueca de ira, su mano tomó a Samael por la garganta, lo alzó en el aire y lo arrastró por el cuello hasta una de las paredes que había a varios metros de ellos. Lo sostuvo en alto, con la espalda de Samael pegada contra la pared.

—¿Crees que no lo llegué a pensar? ¿Piensas que no lo deseo en este momento? Ciertamente podría aplastarte hoy mismo, aquí y ahora; podría aniquilarte y nadie me culparía por ello —pronunció todo esto con tal ímpetu, con tal rabia, que de haber sido un humano habría escupido en el rostro de Samael con cada palabra, pero los vampiros carecían de saliva.

El hombre de negro continuó su perorata tras soltar a Samael, quien cayó con gracia sobre el suelo y sin hacer ruido alguno.

—Te vas a unir a ellos —escupió la palabra como si fuera un carbón en su boca —, a los que son probablemente los enemigos más poderosos que tenemos. ¿Al menos estás consciente de quienes son ellos? —preguntó el hombre.

—Sé a lo que se dedican si es eso lo que quieres preguntar —respondió Samael.

—Entonces sabes que se dedican a matar a tus hermanos, ¿cierto?

La furia que destilaban los ojos de su maestro no se reflejaba en su voz sosegada y tranquila.

—Ya te dije, soy consciente de lo que hacen. Y si decides matarme, lo entenderé —dijo Samael por fin.

Pudo haberle explicado que las cosas no eran tan sencillas como pensaba, que los Hijos de Caín no era un clan que se dedicara a exterminar vampiros sólo porque sí, si no que al contrario, se preocupaban de que sobrevivieran sólo aquellos que no ponían en la cuerda floja la supervivencia de toda su especie. Seguían el ejemplo de Caín cuando éste había exterminado a todos sus hijos que en la antigüedad se habían dedicado a propagar la especie vampírica de manera indiscriminada e irresponsable.

Pero sabía que era fútil intentar explicarse. Ese hombre misterioso, ese vampiro, ya había tomado una decisión respecto a la vida de Samael.

—No soy un ángel —dijo el hombre, dándole la espalda a Samael —, al menos ya no más. Tampoco soy un demonio —la tristeza en sus palabras tenía un sabor agridulce para los oídos de Samael —. Lo único que soy ahora es un vampiro. Y como tal debo actuar —sentenció finalmente.

—Tú…, tú no eres un simple vampiro —dijo Samael con cautela —. Tú eres Lucifer.

El hombre volteó en una fracción de segundo. Ahora su rostro no era humano. Cualquier rastro de humanidad que hubiera podido habitar en él se había fugado, se desvaneció al escuchar ese nombre, un nombre con el cual nadie lo había llamado desde hace siglos; su cualidad vampírica se había apoderado de su cuerpo.

Sus ojos se habían vuelto completamente rojos, sus colmillos más largos y afilados que los de ningún vampiro común, la palidez en su tez hacía que su rostro luciera casi transparente y la piel se había tensado anormalmente contra los músculos de la cara.

En ese momento Samael se dio cuenta que no se hallaba sólo ante un vampiro poderoso; si no que se encontraba ante El Vampiro.

Un escalofrío recorrió el espinazo de Samael y una oleada de miedo caliente ascendió por su cuerpo. De pronto sintió su cuerpo ligero y sin sangre, como si llevara meses sin alimentarse.

—No vuelvas a pronunciar mi nombre de esa manera—declaró con voz siseante —, como si siguiera siendo ese hombre. El ángel que tú conociste murió cuando me cortaron las alas y me arrojaron a los pozos del Infierno.

—¿Entonces, quién eres ahora? ¿Qué eres ahora?

Lucifer lo miró con unos ojos cargados de malevolencia y una sonrisa lasciva en los labios.

—Yo soy el Primer Jinete.

La voz de Lucifer ascendió por las altas paredes de la estancia y reverberó en el techo abovedado como si mil personas hubieran gritado a la vez.

—Ahora te dejaré que te unas a nuestros enemigos, que me traiciones, que traiciones nuestra causa...

Las palabras quedaron flotando en el aire entre ellos antes de que Lucifer continuara.

—Pero antes, pagarás el precio de la traición —sentenció —. Tus enemigos jamás se verán beneficiados de tu fuerza y poderes; la fuerza que obtuviste gracias a mi sangre la reclamo de vuelta.

—Dejar que los vampiros se reproduzcan a su antojo es la mejor manera de que los humanos noten nuestra existencia y decidan entrar en guerra contra nosotros. No pienso dejar que eso pase, y si debo pagar un precio por hacer lo que me parece correcto, estoy más que dispuesto a hacerlo.

—Si los humanos quieren guerra que así sea.

Lucifer se acercó hasta Samael sin hacer un solo ruido, casi como si levitara, y a una velocidad que el ojo humano habría sido incapaz de detectar. Rápido como una exhalación, llevó los colmillos a la indefensa garganta de su pupilo y bebió.

La unión casi simbiótica que se produjo mientras Lucifer succionaba la sangre del cuerpo de Samael, junto con la mayoría de sus poderes, hizo que el poderoso vampiro tuviera un breve vistazo a los sentimientos, razonamientos y pensamientos de su alumno. Durante un segundo comprendió con totalidad a Samael y fue como si Lucifer mismo compartiera el pensar del otro.

Pero ese instante pasó, la simbiosis terminó, Lucifer volvió a ser él mismo.

Samael cayó de rodillas, con lágrimas de sangre surcando sus mejillas, totalmente falto de poder.

—Ahora no eres mejor que el más débil de los vampiros que estás decidido a eliminar. Cualquiera de ellos podría aniquilarte tan fácil como un niño aplasta a un insecto —lo condenó Lucifer.

—No importa, no cejaré en mi empeño. No abandonaré mi misión. Y más te vale matarme ahora —dijo Samael, con las manos en el suelo.

—No necesito matarte. ¡Y ahora lárgate! Veamos qué tan útil les resultas a mis enemigos ahora que te he despojado del poder que ellos tanto anhelaban sumar a sus filas.

Samael se puso en pie y con paso lento, sólo un poco más rápido que el de un humano común, salió de la estancia.

La Guerra Vampírica había iniciado, y él ya había elegido su bando. Sólo esperaba haber elegido el camino correcto.

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