Lucifer

Lucifer


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Su mente se llenó de una sucesión de imágenes, como un cielo bañado de estrellas fugaces. Los rostros de todas aquellas personas a quienes había seducido, intimidado o engañado para que voluntariamente fueran peones, o menos que peones, en el tablero de ajedrez gigante en el que Lucifer había convertido el planeta Tierra.

Nolan Reed, el agente Shepard, Samael, Hyun Park, los vampiros nuevos, los viejos como Gabriel, Miguel, Athiara, Kiara o Eliana; todos ellos desfilaban de manera macabra por su mente.

Se miró las manos: aún en medio de esa enorme estancia —en la que hace pocos momentos acababa de arrebatarle sus poderes a Samael—, iluminada únicamente por la chimenea del fondo, podía verlas con total claridad y nitidez, como si en vez de estar en penumbras, se encontrara bajo el manto del día más soleado. Su visión, al igual que sus poderes, estaba extraordinariamente agudizada. Una piel perfecta se extendía por sus palmas completamente lisas, ya que al no ser mortal, la línea de la vida marcada en las manos de los mortales era innecesaria en su estructura genética.

Sentía el poder recorriendo su cuerpo, como una electricidad vigorizante, como si estuviera teniendo un orgasmo y bebiendo la sangre de cien vírgenes al mismo tiempo. Se sentía invencible, y sabía de buena mano que lo era. No existía en el mundo vampiro capaz de igualarlo en fuerza, velocidad y agilidad. Nadie podía detenerlo. O quizá sí...

Los únicos vampiros capaces de igualarlo en fuerza, o incluso quizá superarlo, eran los antiguos que vivían en las profundidades de las Catacumbas de París. Pero era improbable, por no decir imposible, que alguno de ellos se levantara. Eran seres que ya habían renunciado a su inmortalidad, seres que lo único que anhelaban era el Olvido, desaparecer para siempre, volverse espíritus y fundirse en la Nada. E incluso si se diera el caso remoto de que despertaran, Lucifer dudaba que fueran a interesarse por las trifulcas que los vampiros en la superficie, por encima de ellos, estuvieran disputando, y mucho menos que se tomaran la molestia de intervenir o tomar bandos. No, los Antiguos no eran una amenaza por la cual preocuparse.

Pero aun así, la leyenda del primer vampiro aún perduraba, la leyenda de un vampiro tan poderoso que sólo con su pensamiento, y con el poder de su ira, había sido capaz de exterminar casi por completo a todos los vampiros que en la antigüedad caminaron libremente y a sus anchas. Pero el último bebedor de sangre en ver en persona al primer Vampiro, a Caín, había sido Enoch. Después, Caín parecía haberse esfumado para siempre, nadie había vuelto a verlo o a saber de él. Todo lo que Lucifer conocía sobre Caín, es lo que había visto a través de la sangre de Enoch. Y sólo recordar eso, la aniquilación de una especie a manos de un solo vampiro, era suficiente para provocar un ligero escalofrío de temor reverencial en la columna de Lucifer, quien se autoproclamaba el Vampiro más poderoso sobre la faz de la Tierra.

Y ese temor que sentía ante el nombre de Caín, no hacía sino aumentar el odio causado por la deserción de Samael, el ángel a quien tenía en mayor estima, y su traición al unirse a los Hijos de Caín. Pero Lucifer desechó todo este tipo de pensamientos con un movimiento de cabeza, como restándole importancia. Aún y cuando Caín siguiera vivo, lo más probable es que en estos momentos no fuera más que una estatua carente de vida, no muy diferente a los Eternos en las catacumbas.

El fuego crepitó en la chimenea, las sombras danzaron por el salón como viejos fantasmas que celebraran un baile medieval, Lucifer dobló ligeramente las rodillas, tomando impulso, y brincó hacia el techo. Sus manos se adhirieron al instante, y después pegó también sus pies a la superficie del techo, quedando colgado de éste, a decenas de metros del suelo, como si fuera una araña. En esa posición, prosiguió con su línea de pensamiento.

Se obligó a sí mismo a recordarse lo poderoso que él era, las cosas que era capaz de lograr, pensando en la facilidad con que había creado las proyecciones astrales con las cuales había conseguido engañar a personas como el agente Shepard o a Nolan Reed para que fueran parte de sus planes, y lo ayudaran a traer sobre la faz de la Tierra la primera fase del Apocalipsis, sin siquiera salir de esta habitación. Podía también leer las mentes de vampiros poderosos con la misma facilidad que si se tratara de simples mortales. No había nada que le estuviera vedado, tenía acceso y control total a todos y cada uno de sus poderes vampíricos.

Pero aún quedaba un asunto pendiente. Una persona que lo inquietaba de la misma forma (aunque no con la misma magnitud) que pensar en Caín. El ministro. El único hombre capaz de plantarle frente a los ejércitos y hordas de vampiros de la hija de Lucifer en un futuro cercano. El hombre como tal no lo preocupaba, ya que no era más que un simple mortal, sino la fe inquebrantable de este en una fuerza superior que nada tenía que ver con dios. Una fuerza que Lucifer sospechaba había creado, de hecho, todo cuanto existía en el Universo, dios incluido.

A través de la historia, habían existido hombres similares, que usando simplemente su fe, fueron capaces no sólo de enfrentarse a vampiros en plena noche, sino también de matarlos, usando generalmente artilugios de tipo religioso o supersticioso que se convertían en los depositarios de su fe en aquella misteriosa entidad...

Súbitamente, el lejano olor de la sangre inocente inundó de pronto sus sentidos, distrayéndolo de cualquier otra cosa en la que pudiera estar pensando. Alguien, en algún lugar del planeta, estaba realizando un ritual de sangre para invocarlo. El ángel caído era ahora tan poderoso que ya no sentía el Hambre, ya no necesitaba de sangre para sobrevivir, aun así, cuando sus fosas nasales se vieron embargadas por un olor de tal dulzura, no pudo evitar que su estómago se estremeciera ante tanta sublimidad.

Lucifer descendió con gracia al suelo y esbozó una enorme sonrisa.

Dios estaba ausente del mundo actual, completamente indiferente al sufrimiento que sus "hijos" pudieran sufrir a manos de Lucifer; los humanos estaban completamente a la merced del ángel caído. 

Finalmente la chica sabía cómo invocarlo. Su príncipe oscuro finalmente llegaría.

Se encerró en el baño, con la frente sudorosa, y se miró al espejo. Una joven de veintisiete años, pero con la mirada sabia de una mujer mayor, de cabello negro como una noche sin estrellas, le devolvió una melancólica sonrisa. Llevaba un camisón ligero, y debajo de él sólo su cuerpo desnudo. Tal como dictaban las leyes del sacrificio.

Sólo una virgen podía llevar a cabo el ritual, sólo una virgen podía invocarlo.

Abrió la cajonera escondida detrás del espejo, tanteó durante breves segundos hasta que encontró lo que buscaba. Frío como sólo el metal era capaz de serlo, ahí estaba, el utensilio que le permitiría realizar el ritual.

En el antiguo libro de su madre, decía que Él era como un tiburón, podía oler la sangre, y era atraído hacía ella. Y no había nada más incitante, más excitante para los de su especie que la sangre joven, sobre todo si era la sangre de una joven mujer que jamás hubiera sido desflorada. Por eso para los rituales, en la antigüedad, cuando la gente los consideraba dioses, siempre usaban sangre de las jóvenes vírgenes.

Ella había aprendido mucho leyendo aquel grueso libro empolvado, en el cual venían prácticamente todas las especies de demonios, monstruos y demás criaturas nocturnas de los que las brujas hubieran tenido noticia en algún punto de la historia. Si sus tías la vieran ahora, y pudieran ver el uso que le había dado a ese libro tan sagrado para cualquier bruja, probablemente estarían cuando menos escandalizadas, sino es que furiosas y al borde de un infarto.

Pero a ella sólo le importaba un tipo de demonio nocturno: aquél que se alimentaba de sangre, y con quien ella soñaba. Aquél que era el primero de su especie, quien antes de ser el bebedor de sangre, había sido el ángel iluminado, quien había intentado llevar el conocimiento al resto de los ángeles, y el que había pagado su atrevimiento, su "afrenta" a dios, con una eternidad de sufrimiento en las profundidades del infierno, en el círculo más asfixiante de éste, condenado a mirar por siempre su reflejo. El reflejo del monstruo en el que dios lo había convertido.

Pero no ahora, ahora él caminaba libremente por la Tierra, vagaba por ahí en el cuerpo de un bebedor de sangre, solamente capaz de deambular cuando la luna estuviera alta, y esconderse en cuanto el sol comenzara a tomar su lugar en el firmamento. Ella lo había rechazado, se había opuesto a su destino; pero ahora finalmente lo aceptaba.

Así que había leído e investigado. Había devorado prácticamente todo aquel antiguo libro en tan sólo unas pocas noches, hasta que finalmente había llegado a la conclusión de que esa fina hoja de metal afilada que sostenía entre los dedos, tras desarmar el rastrillo de afeitar, era el método más infalible que tenía para invocar a su futuro esposo. Las escrituras lo decían y ella replicaría los antiguos rituales: la sangre fresca de una virgen moribunda, sería algo tan apetecible, tan tentador, que ningún bebedor sería capaz de resistirlo. Sólo esperaba que su Príncipe Oscuro llegara antes que algún otro. Su Príncipe en el Exilio.

Pero ella confiaba, tenía que hacerlo.

Apagó la luz, se sentó en el frío suelo, se recargó contra la pared, inhaló fuertemente, con los ojos cerrados, y reunió valor. Llevó la hoja de la navaja a su muñeca. Pegó la punta contra la piel, presionó un poco, hasta que la blanca piel dejó salir una fina gota de sangre. Entonces susurró las palabras, pronunció el conjuro envuelta en las tétricas sombras que se colaban por debajo de la puerta y a través de la ventana que daba a la calle, y entonces deslizó con fuerza la navaja hacia abajo, hacia la parte interna de su codo.

Su piel no opuso resistencia. Se abrió al paso del metal con la misma facilidad en que el Mar Rojo se había abierto para Moisés. Y entonces vino la sangre. El segundo en que tardó en salir, le pareció a la chica una eternidad, como si ahora pudiera ver todo en cámara lenta. Pero cuando el torrente rojo llegó, la sensación fue abrumadora, avasalladora. Y con ella vino la fría certeza de saber que la vida se te estaba saliendo del cuerpo, que se escapaba de ti.

Intentó mantenerse alerta, pero la vida, junto con sus poderes, se le estaba yendo como agua por entre los dedos. Pronto sus párpados comenzaron a cerrarse, los sentía como si fueran de piedra, luchaban contra ella, rindiéndose ante la dulce paz, el dulce regocijo del último descanso, el descanso máximo y eterno. 

Antes de que sus ojos terminaran de cerrarse, alcanzó a ver una silueta a través de la bruma de la inconsciencia, una figura alta recortándose bajo el quicio de la puerta. La forma habló, dijo algo, pero a la chica moribunda le resultó incomprensible. No comprendió las palabras, sólo percibió un tono sibilante en su voz, quizá incluso burlón. Después, el velo negro de la inconsciencia cubrió sus ojos y la Nada se apoderó de sus sentidos.

 

 

Fin del Libro I

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