Love story

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CAMBIO DE DIRECCIÓN

Desde el 1.º de julio de 1967

Oliver Barrett IV y señora

se trasladan al 263 East 63rd. Street,

Nueva York, N. Y. 10021

—Es tan nouveau riche —se quejó Jenny.

—Pero es que nosotros somos nouveaux riches —insistí.

Lo que se agregaba a mi sentimiento de triunfo eufórico sobre todas las cosas, era el hecho de que la cuota mensual que pagaba por el coche ¡estaba condenadamente cerca del total de lo que pagábamos por el apartamento en Cambridge! Jonas y Marsh quedaban fácilmente a diez minutos caminando (o contoneándome, puesto que prefería esto último), y a la misma distancia había interesantes negocios como Bonwit’s y otros, donde insistía para que la desgraciada de mi mujer inmediatamente abriera cuentas y empezara a gastar.

¿Por qué, Oliver?

¡Carajo, Jenny, porque quiero sacar provecho de eso!

Me asocié al Harvard Club de Nueva York, propuesto por Raymond Stratton, 1964, recién regresado a la vida civilizada después de haber abatido algún Vietcong («No estoy muy seguro si eran Vietcong actualmente, así que abrí fuego hacia los arbustos»). Ray y yo jugábamos al squash al menos tres veces por semana, y por mi parte hice una anotación mental: darme un plazo de tres años para ser campeón del club. No sé si simplemente porque yo había renacido en territorio de Harvard, o porque las habladurías de mis éxitos en la Escuela de Derecho andaban dando vueltas por ahí (aunque nunca me jactaba acerca de mi sueldo, en serio), pero mis amigos me «descubrieron» una vez más. Nos habíamos mudado en el apogeo del verano (yo tenía que hacer un curso atorado para el examen de los tribunales), y las primeras invitaciones eran para los fines de semana.

—Mándalos al diablo, Oliver. Yo no quiero desperdiciar dos días hablando al pedo con un puñado de aburridos preppies.

—Okay, Jen, ¿pero qué les digo?

—Que estoy embarazada, Oliver.

—¿Lo estás? —pregunté.

—No, pero si nos quedamos en casa este fin de semana quizás me quede.

Ya teníamos elegido el nombre. Quiero decir, yo lo tenía, y pienso que conseguí que Jenny lo aceptara finalmente.

—Eh, ¿no te reirás? —le dije cuando introduje el tema por primera vez. Ella estaba en ese momento en la cocina (una cosa color amarillo té claro que hasta incluía un lavaplatos).

—¿Qué? —preguntó sin dejar de cortar tomates en rodajas.

—Me gusta realmente el nombre Bozo —dije.

—¿Estás hablando en serio? —preguntó.

—Sáa. De verdad me gusta.

—¿Llamarías Bozo a nuestro hijo? —preguntó de nuevo.

—Sí, realmente. De veras, Jen, es el nombre de un super-atleta.

—Bozo Barrett —ensayó ella para juzgar.

—¡Cristo, va a ser un macho extraordinario! —continué, convenciéndome cada vez más con cada palabra que decía—. Bozo Barrett, el más grande tackle de All-Ivy.

—Ajá… Pero Oliver —dijo ella—. Imagina… sólo imagina que el chico no se clasifique.

—Imposible, Jen. Los genes son demasiado buenos. De veras.

Lo decía sinceramente. El asunto Bozo había llegado a ser una de mis frecuentes fantasías mientras me pavoneaba hacia el trabajo.

Seguí con el tema durante la cena. Habíamos comprado una vajilla de porcelana danesa.

—Bozo será un machazo que sé calificará bien en seguida —le dije a Jenny—. De hecho, si tiene tus manos, podemos ponerlo en la línea trasera.

Ella se contentaba con sonreír burlonamente, buscando sin duda que se escapara una falla que trastornara mi idílica visión. Pero faltando los trascendentes reparos, simplemente cortó la tarta y me dio un pedazo. Y todavía seguía escuchándome.

—Piénsalo, Jenny —continué, siempre con la boca llena—. Más de cien kilos de viveza y de polenta.

—¿Más de cien kilos? —dijo—. No hay nada en nuestros genes que diga más de cien kilos, Oliver.

—Lo alimentaremos, Jen. Altas proteínas, nutrición, todos los suplementos de dieta.

—¿Ah, sí? Y suponte que no quiera comer, Oliver.

—¡Comerá, carajo! —dije ya un poco hinchado con ese chico que de pronto estaría sentado en nuestra mesa, sin cooperar con mis planes para sus triunfos atléticos—. Comerá o le romperé la cara.

En este punto, Jenny me miró a los ojos y sonrió.

—No si pesa más de cien kilos. No podrás.

—Oh —contesté, momentáneamente acorralado, pero dándome cuenta de inmediato—. No pesará tanto en seguida.

—Sí, sí —dijo Jenny, ahora sacudiendo una admonitoria cuchara hacia mí—. Pero cuando los pese, Preppie, empieza a correr. —Y se rió como loca.

Es realmente cómico, pero mientras ella se estaba riendo yo tuve la visión de ese chico de cien kilos, en pañales, persiguiéndome por Central Park y gritando: «¡Sé más bueno con mi mamá, Preppie!». Cristo, espero que Jenny no permita que Bozo me destroce.

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