Love story

Love story


2

Página 4 de 26

2

Oliver Barrettt IV

Ipswich, Mass.

Edad: 20

Estudios: Ciencias Sociales

Cuadro de Honor: 1961, 1962, 1963

All-Ivy First Team: 1962, 1963[5]

Aspirante a la Carrera de: Derecho

Sénior

Phillips Exeter

Estatura: 1,83 - Peso: 80

Ahora Jenny había leído mis datos en el programa. Me aseguré triplemente porque Vic Claman, el mánager, vio que ella tenía uno.

«¡Por el amor de Dios, Barrett, ni que fuera tu primera cita

«¡Cállate, Vic, o te rompo la cabeza

Mientras hacíamos en el hielo los ejercicios previos de calentamiento, no le dirigí ni un gesto de saludo (¡qué duro!), y tampoco miré hacia el lugar adonde ella estaba. Y sin embargo creo que pensó que yo no le sacaba los ojos de encima. Quiero decir: ¿acaso se quitó las gafas, mientras tocaban el Himno Nacional, por puro respeto a la bandera?

Hacia la mitad del segundo tiempo estábamos bailando a Dartmouth 0 a 0. Vale decir que Davey Johnston y yo estábamos a punto de perforarles la valla. Los Verdes[6] hijos de puta se dieron cuenta y empezaron a jugar violentamente. Quizás nos podían romper un hueso o dos antes de que empezáramos a atacar. Los hinchas ya estaban pidiendo sangre. Y en hockey esto significa literalmente sangre o, a falta de sangre, un gol. Como con una especie de nobleza obliga, yo nunca me negué ni a una cosa ni a otra.

Al Redding, el centro de Dartmouth, embistió a través de nuestra línea azul y yo me arrojé contra él, le robé la pelota y empecé a deslizarme sobre el hielo. Los hinchas rugían. Podía ver a Davey Johnston a mi izquierda, pero pensé que yo la llevaría todo el tiempo, pues el portero de ellos era un tipo medio cagueta que me tenía un miedo brutal desde que jugó para Deerfield. Antes de que pudiera golpear, sus dos defensores estaban sobre mí, y tuve que patinar alrededor de sus redes para retener la pelota. Tres de los nuestros los empujaban hacía los bordes. Siempre habían sido algo así como mi policía privada, amontonándose como ahora, vapuleando de lo lindo a cualquiera que usara los colores enemigos. En alguna parte, bajo nuestros patines, había quedado la pelota, pero por el momento estábamos concentrados en sacarnos a esos mierdas de encima.

El árbitro hizo sonar su silbato.

—¡Usted: dos minutos suspendido!

Levanté la vista. Me estaba señalando a mí. ¿A mí? ¿Qué había hecho yo para merecer una penalidad?

—Pero árbitro… ¿yo qué hice?

No parecía de ningún modo interesado en continuar el diálogo. Estaba llamando a la cabina oficial: —el número siete, dos minutos— y señalando con ambos brazos.

Yo protesté un poco, como es de rigor. La multitud siempre espera una protesta, no importa cuán flagrante sea la falta cometida. El árbitro me echó afuera. Hirviendo de frustración patiné hacia el box de las penalidades. Mientras entraba, escuchando el ruido de la base de mis patines sobre la madera del piso, oí el ladrido de los altavoces:

—Penalidad. Barrett, de Harvard. Dos minutos. ¡Ya!

La muchedumbre abucheó, varios de los de Harvard impugnaron la visión y la integridad de los árbitros. Yo traté de contener el aliento, sin mirar arriba y sin mirar hacia el hielo, donde los de Dartmouth nos estaban dando con todo, además de superarnos en número.

—¿Por qué estás sentado aquí, cuando todos tus compañeros están jugando?

Era la voz de Jenny. La ignoré, alentando a los jugadores de mi equipo.

—¡Vamos, arriba, Harvard! ¡Agarrad esa pelota!

—¿Qué hiciste de malo?

Me di vuelta para contestarle. Era mi invitada, al fin y al cabo.

—Jugué muy fuerte.

Y volví a mirar a mis compañeros, que trataban de impedir los esfuerzos de Al Redding para marcar un gol.

—¿Es una desgracia tan grande?

—¡Jenny, por favor, estoy tratando de concentrarme!

—¿En qué?

—¡En cómo voy a hacer picadillo al hijo de puta de Al Redding!

Miré hacia la cancha, de hielo para dar un apoyo moral a mis colegas.

—¿Eres un jugador sucio?

Mis ojos estaban fijos en nuestro gol, ahora difícil por el movimiento del enjambre de los Verdes hijos de puta. No veía la hora de estar de nuevo allí. Jenny insistió:

—¿A mí me harás «picadillo» alguna vez?

Le contesté sin volverme.

—Lo haré ya mismo si no te callas la boca.

—Me voy. Adiós.

Cuando me di vuelta ella había desaparecido. Mientras me ponía de pie para mirar más lejos, tratando de divisarla, fui informado de que mis dos minutos habían pasado. Salté la barrera… ¡y otra vez en el hielo!

La multitud festejó mi regreso. Barrett al extremo delantero para que funcione el equipo. En cualquier lugar que se escondiera, Jenny oiría el enorme entusiasmo que despertaba mi presencia. Pero a quién le importa donde está ella.

¿Dónde está?

Al Redding dio su golpe sanguinario, que nuestro portero pudo desviar hacia Gene Kennaway, quien a su vez me lo pasó a mí. Mientras patinaba detrás de la pelota pensé que tenía una décima de segundo para echar una ojeada a las tribunas, buscando a Jenny. Lo hice. La vi. Estaba allí.

Inmediatamente después me habían sentado de culo.

Dos Verdes hijos de puta se habían arrojado sobre mí y mi trasero estaba sobre el hielo y yo —¡Cristo!— sentía una vergüenza fuera de todo lo imaginable. ¡Barrett caído! Podía oír a los leales hinchas de Harvard gritando por mí mientras patinaba. Podía oír a los de Dartmouth, sedientos de sangre y ululando.

—¡Que lo maten, que lo maten!

¿Qué pensaría Jenny?

Dartmouth tenía la pelota otra vez cerca de nuestra portería, y otra vez nuestro portero desvió el tiro. Kennaway se la pasó a Johnston, quien la disparó hacia mí (ya me había parado entonces). Ahora la multitud se había vuelto salvaje. Esto se tenía que trasformar en un gol. Tomé la pelota y corrí a través de la línea azul de Dartmouth. Dos defensores de ellos venían derecho a mí.

—¡Dale, Oliver, Dale! ¡Sácales la cabeza!

Escuché el grito agudo de Jenny entre el gentío. Fue exquisitamente violento. Esquivé a uno de los defensores, me arrojé sobre el otro con tanta fuerza que perdió el aliento y entonces, para no errar, se la pasé a Davey Johnston que se había colocado en el lugar justo. Davey golpeó hacia la red. ¡Gol de Harvard!

Un instante después nos estábamos abrazando y besando. Yo y Davey Johnston y los otros, muchachos. Abrazándonos y besándonos y palmeándonos y saltando de un lado a otro (sobre los patines). La multitud gritaba. El tipo de Dartmouth al que yo había golpeado todavía estaba de culo. Los hinchas tiraban los programas a la cancha. Esto acabó de romper la línea trasera de Dartmouth. (Se trata de una metáfora, porque en realidad el defensor se levantó cuando recuperó el aliento). Les ganamos 7 a 0.

Si yo fuera un sentimental, si me importara tanto Harvard como para colgar una foto en la pared, no sería la de Winthrop House, o la de Mem Church, sino la de Dillon. Dillon Field House, el pabellón deportivo. Si tuve un hogar espiritual en Harvard, éste lo fue. Nate Pusey[7] puede anularme el diploma por decir esto, pero la Biblioteca Widener significa mucho menos para mí que Dillon. Cada tarde, durante mi vida universitaria, caminaba hacia ese lugar, saludaba a mis compañeros con amistosas obscenidades, me quitaba los adornos de la civilización y me convertía en un deportista. ¡Qué cosa grandiosa ponerse las almohadillas y la camiseta con el viejo número 7! (Tenía pesadillas en las que me quitaban ese número; nunca lo hicieron). ¡Qué grandioso tomar los patines y caminar hacia la pista de patinaje Watson!

El regreso a Dillon solía ser mejor todavía. Quitándome esos deliciosos trapos, bailando desnudo hacia la oficina de abastecimiento para buscar una toalla.

«¿Cómo te fue hoy, Ollie?».

«Fenómeno, Richie. Fenómeno, Jimmy».

Y después a las duchas, para escuchar quién hizo qué a quién y cuántas veces el último sábado por la noche. «Los jodimos a esos asquerosos de Mount Ida ¿no?»… Y yo tenía el privilegio de disfrutar de un lugar privado para meditar. Con la bendición de una rodilla estropeada (sí, bendición: ¿no han visto acaso mi tarjeta de enrolamiento?), tenía que darle masajes hidroterápicos después de jugar. Mientras me sentaba y miraba las argollas girando alrededor de mi rodilla, podía catalogar mis tajos y magulladuras (en cierto sentido los disfrutaba), y me distraía pensando de todo un poco. Esta noche podría pensar en el gol logrado con mi ayuda, y en el que metí yo mismo después. Y considerar virtualmente preservado mi tercer All-Ivy consecutivo.

—¿Haciéndote masajitos, Ollie?

Era Jackie Felt, nuestro entrenador y guía espiritual autodesignado.

—¿Y qué te parece, Felt? ¿Que me estoy cagando a palos?

Jackie refunfuñó, pero se le iluminó la cara en una mueca idiota.

—¿Sabes lo que te pasa en esa rodilla, Ollie? ¿Lo sabes?

He ido a todos los traumatólogos en las grandes ciudades del este, pero Felt creía saber mucho más que ellos.

—No estás comiendo como es debido.

Realmente, no estaba muy interesado en el tema.

—No comes bastante sal.

Si le seguía la corriente probablemente se fuera.

—Okay, Jack, empezaré a comer más sal.

¡Jesús, cómo se puso de contento! Se fue con una sorprendente expresión de triunfo en su cara idiota. Sea como fuere, estaba solo otra vez. Dejé que mi cuerpo agradablemente dolorido se deslizara en el agua, cerré los ojos y permanecí sentado allí, con el calor hasta el cogote. Ahhhh.

¡Jesús! Jenny estaría esperándome afuera. ¡Ojalá! ¡Todavía! ¡Jesús! ¿Cuánto tiempo estuve disfrutando de ese bienestar mientras ella me aguardaba en el exterior, en el frío de Cambridge? Logré batir un nuevo récord al vestirme. Ni siquiera estaba del todo seco cuando empujé la puerta principal de Dillon.

El aire frío me azotó. Dios, estaba helando.

Y oscuro. Aún quedaba un grupito de hinchas. Casi todos viejos fanáticos del hockey, graduados que nunca habían podido desprenderse mentalmente de las almohadillas. Tipos como el viejo Jordán Jencks, que asiste hasta a los partidos más intrascendentes, aquí o en otra parte. ¿Cómo lo hacen? Quiero decir: Jencks, por ejemplo, es un gran banquero, no debe tener demasiado tiempo libre. ¿Y por qué lo hacen?

—Vaya empujón te dieron, Oliver.

—Sí, señor Jencks. Usted ya sabe cómo son ésos, la clase de juego sucio que practican.

Mientras hablaba miraba hacia todas partes, tratando de descubrir a Jenny. ¿Se habría ido caminando de vuelta a Radcliffe, sola?

—¿Jenny?

Me alejé tres o cuatro pasos de los hinchas, buscándola desesperadamente. Ella surgió de improviso detrás de unos arbustos, su cara envuelta en un echarpe, dejando ver sólo los ojos.

—Hola, Preppie. Hace un frío loco aquí afuera.

¡Cómo me alegró verla!

—¡Jenny!

Casi instintivamente la besé, con suavidad, en la frente.

—¿Quién te dio permiso?

—¿Qué?

—¿Te dije que podías besarme?

—Lo siento. Me dejé llevar.

—Yo no.

Estábamos casi demasiado solos allí afuera, y estaba oscuro y hacía frío y era tarde. La besé otra vez. Pero no en la frente ni con suavidad. Duró un largo delicioso momento. Cuando terminamos, ella permanecía aferrada a mis mangas.

—No me gusta —dijo.

—¿Qué?

—El hecho de que me guste.

Mientras regresábamos caminando (tengo coche, pero ella quiso caminar), Jenny se abrazó a mi manga. A mi manga, no a mi brazo. No me pidan que lo explique. En el umbral de Briggs Hall, el pabellón de los dormitorios de las chicas, no le di el beso de las buenas noches.

—Escucha, Jen, probablemente no te llame por unos meses.

Se quedó un rato en silencio. Un ratito. Finalmente preguntó:

—¿Por qué?

—Bueno, entonces quizá te llame en cuanto llegue a mi habitación.

Me di vuelta y empecé a caminar.

—¡Cretino! —oí que murmuraba.

Giré otra vez sobre mí mismo y lancé, desde una distancia de cinco metros:

—Mira, Jenny, podrás hacerte la desentendida, pero en realidad no puedes resistirte.

Me hubiera gustado ver la expresión de su cara, pero la estrategia me impedía acercarme y hacerlo.

Mi compañero de cuarto, Ray Stratton, estaba jugando al póker con dos compinches de fútbol cuando entré.

—Hola, animales.

Respondieron con los gruñidos pertinentes.

—¿Conseguiste algo esta noche, Ollie? —preguntó Ray.

—Un apoyo y un gol —repliqué.

—¿Aparte del asunto Cavilleri?

—Eso no es cosa tuya —repliqué.

—¿Quién es ésa? —preguntó una de las bestias.

—Jenny Cavilleri, —contestó Ray—. Una música cursilona.

—La conozco —dijo otro—. Una pedante.

Ignoré a esos calentones hijos de puta mientras desenchufaba el teléfono para llevarlo a mi dormitorio.

—Toca el piano en la Bach Society —dijo Stratton.

—¿Y qué le toca a Barrett?

—¡Vaya uno a saber!

Bufidos, gruñidos y carcajadas. Los animales se reían.

—Señores —anuncié mientras—, métanse sus opiniones en el ojete.

Cerré mi puerta sobre otra ola de bramidos infrahumanos, me saqué los zapatos, me recosté en la cama y marqué el número de Jenny.

Hablamos en susurros.

—Hola, Jen…

—¿Sáa?

—Jen… qué dirías si te dijera…

Vacilé. Ella esperaba.

—Pienso… Pienso que te quiero.

Hubo una pausa. Después ella respondió suavísimamente.

—Diría… que tienes la cabeza llena de caca.

Y cortó.

Pero no me sentí desgraciado. Ni sorprendido.

Ir a la siguiente página

Report Page