Love story

Love story


3

Página 5 de 26

3

En el partido de Cornell me hirieron.

Fue por mi culpa, de veras. En un momento crítico cometí el desgraciado error de referirme a su centro como «pajero canadiense». Mi distracción fue no recordar que cuatro miembros de su equipo eran canadienses —todos, según lo demostraron, extremadamente patriotas, bien constituidos y nada sordos—. Por agregar un insulto a una injuria me castigaron. Y no con una suspensión común: nada menos que cinco minutos por armar jarana. ¡Hubieran oído cómo me abuchearon los hinchas de Cornell cuando anunciaron la penalidad! Claro, los hinchas de Harvard que habían venido al infierno de Ithaca, en Nueva York, eran pocos, aunque en el partido se arriesgaba el título de Ivy. ¡Cinco minutos! Pude ver a nuestro entrenador tirándose de los pelos mientras yo me retiraba al box.

Jackie Felt vino corriendo hacia mí. Entonces me di cuenta de que todo el lado derecho de mi cara estaba cubierto de sangre.

—Dios mío —repetía Jackie todo el tiempo, mientras me torturaba con un lápiz antiséptico—. Dios mío, Ollie.

Me quedé sentado e inmóvil, mirando hacia adelante. Me daba vergüenza observar la pista de hielo, donde mis peores temores se realizaban rápidamente: Cornell hizo un gol. Los hinchas de los Rojos gritaron y rugieron y ulularon. Estábamos empatando ahora. Era muy probable que Cornell ganara el partido… y al mismo tiempo el título de Ivy. ¡Mierda! Y yo aún no había cumplido más que la mitad de mi suspensión.

Del otro lado de la pista, el minúsculo contingente de Harvard había quedado ceñudo y silencioso. Por un momento los hinchas de ambas partes me habían olvidado. Sólo un espectador mantenía sus ojos fijos en el box de las penalidades. Sí, él estaba presente. «Si la reunión termina a tiempo, trataré de llegar a Cornell». Sentado entre los de la barra de Harvard —pero sin gritar, por supuesto—, se encontraba Oliver Barrett III.

Del otro lado del golfo de hielo, el Viejo Cara de Piedra observaba en un silencio inexpresivo cómo la última gota de sangre, en la cara de su hijo, era detenida con cintas adhesivas. ¿En qué le parece a usted que pensaría él? ¿Pst pst pst, o palabritas por el estilo?

«Oliver, si te gusta tanto pelear, ¿por qué no te pasas al equipo de boxeo?»

«Exeter no tiene equipo de boxeo, padre».

«Bueno, quizás yo no vendría a tus partidos de hockey».

«¿Crees que me peleo para tu provecho, padre?»

«Bueno, yo no he dicho provecho».

Pero claro ¿quién podía decir en qué estaba pensando? Oliver Barrett III era el Mount Rushmore[8] caminando y a veces hablando. Cara de Piedra.

Tal vez el Viejo Fósil estaba entregado a su usual auto-homenaje: mírenme, hay pocos espectadores de Harvard esta noche, aquí, y sin embargo yo soy uno de ellos. Yo, Oliver Barrett III, un hombre ocupadísimo con Bancos que dirigir y todo eso, he encontrado tiempo para venir a Cornell a un triste partido de hockey. Qué maravilla. (¿Para quién?).

La multitud rugió otra vez, ahora de modo realmente salvaje. Otro gol de Cornell. Nos iban ganando, y yo tenía aún dos minutos de suspensión que cumplir. Davey Johnston patinó hacia adelante, la cara enrojecida, enojado. Pasó justo a mi lado sin echarme ni siquiera una ojeada. ¿Me pareció que había lágrimas en sus ojos? Es decir, okay, nos estábamos jugando el título… ¡pero Jesús, lágrimas! En ese entonces Davey, nuestro capitán, tenía una aureola bárbara: durante siete años nunca había jugado del lado perdedor, ni en el secundario ni en la universidad. Era algo así como una pequeña leyenda. Y él era un sénior. Y éste era nuestro último y arduo partido.

Que perdimos 6 a 3.

Después del partido, los rayos X determinaron que no tenía huesos rotos, y luego el doctor Richard Selzer me cosió la mejilla con doce puntos. Jackie Felt revoloteaba alrededor del consultorio, diciendo al médico de Cornell que yo no estaba comiendo bien y que todo esto hubiera podido prevenirse si hubiera tomado las suficientes píldoras de sal. Selzer ignoró a Jack y me hizo una cruda advertencia acerca de que había estado a punto de dañarme «el fondo de la órbita» (éstos eran los términos médicos), y que lo más prudente sería no jugar por una semana. Le di las gracias. Se fue, con Felt tratando de darle caza para seguir hablando con él sobre mi nutrición. Me alegró quedarme solo.

Me duché despacito, cuidando de no mojarme la cara lastimada. La novocaína me estaba haciendo un poco de efecto, pero de algún modo el dolor me hacía sentir feliz. Es decir, me compensaba. ¿No había mentido por pura apatía? Habíamos hecho sonar nuestro título, habíamos roto nuestra propia aureola (ningún sénior había sido nunca derrotado) y la de Davey Johnston también. Quizá la culpa no había sido totalmente mía, pero en ese momento sentía como si lo fuera.

No había nadie en los vestuarios. Todos mis compañeros debían estar ya en el motel. Supuse que ninguno de los muchachos querría verme o hablarme. Con ese terrible gusto amargo en la boca —me sentía tan mal que hasta podía saborearlo—, guardé mis cosas y salí. No había muchos hinchas de Harvard afuera, en la soledad invernal de ese remoto lugar del estado de Nueva York.

—¿Cómo va tu mejilla, Barrett?

—Bien, gracias, señor Jencks.

—Probablemente necesites un bistec, —dijo otra voz familiar. Así dictaminó Oliver Barrett III.

Muy típico de él, sugerir la anticuada medida de un pedazo de carne para un ojo en compota.

—Gracias, padre —dije—. El doctor ya me hizo las curaciones necesarias —le mostré la venda de gasa que cubría los doce puntos de Selzer.

—Quiero decir que probablemente tu estómago necesite un bistec, hijo.

En la mesa mantuvimos otra serie continuada de nuestras no-conversaciones, de ésas que comienzan con un «¿Cómo van tus cosas?» y terminan con «¿Hay algo que yo pueda hacer?».

—¿Cómo van tus cosas, hijo?

—Muy bien, señor.

—¿Te duele la cara?

—No, señor.

Me estaba empezando a doler como la mismísima mierda.

—Me gustaría que Jack Wells te viera esa herida el lunes.

—No hará falta, padre.

—Es un especialista.

—El médico de Cornell no era precisamente un veterinario —dije, esperando empañar ese entusiasmo tan usual y tan snob de mi padre por todo lo que fuera especialistas, expertos y otra clase de «gente bien».

—Malo, malo —susurró Oliver Barrett III en algo que al principio tomé como una estocada de humor—. Ese tajo que te hicieron es una animalada.

—Sí, señor —dije. (¿Por qué se suponía que debía sonreír entre dientes?).

Y enseguida me pregunté si ese casi rasgo de ingenio no tuvo la intención de ser una especie de reprimenda implícita, por mis actitudes en la cancha.

—¿Quieres decir que esta tarde me he portado como un animal?

Su expresión sugirió algún placer ante el sencillo hecho de que se lo preguntara. Pero contestó simplemente:

—Fuiste tú quien habló de veterinarios.

En ese momento decidí ponerme a estudiar el menú.

Mientras nos servían, el Viejo Fósil se sumergió en otro de sus estúpidos sermones, esta vez, si mal no recuerdo —aunque trato de no hacerlo—, concerniente a victorias y derrotas. Observó que habíamos perdido el título (¡muy perspicaz de tu parte, padre!), pero que después de todo, en materia de deportes, no interesa tanto ganar como jugar. Su perorata sonaba sospechosamente parecida a una paráfrasis del lema olímpico, y sentí que eso era una insinuación para tirar por la ventana competencias tan triviales como el título de Ivy. Pero no me sentía como para seguirle la corriente, de modo que le regalé sus cuotas de «sí, señor» y punto.

Seguimos el trascurso de la conversación, centrado en el tema favorito del Viejo Fósil: mis planes.

—Dime, Oliver ¿tuviste noticias de la Escuela de Derecho?

—Todavía no he decidido definitivamente si voy a seguir Derecho, padre.

—Yo sólo preguntaba si la Escuela de Derecho ha tomado alguna decisión sobre ti.

¿Otro rasgo de ingenio? ¿Se suponía que era obligatorio reír ante el rosario retórico de mi padre?

—No, señor, no he tenido noticias.

—Podría telefonear a Price Zimmerman.

—¡No! —fue un reflejo instantáneo el que me hizo interrumpirlo—. Por favor no, señor.

—No lo haría para presionar —dijo O. B. III al instante—. Sólo para preguntar.

—Padre, quiero recibir esa comunicación igual que todos los demás. Por favor.

—Sí, por supuesto. Bien.

—Gracias, señor.

—Por otra parte, no hay muchas dudas acerca de que te acepten.

No sé por qué, pero O. B. III tiene una especialísima manera de disminuirme aunque pronuncie frases laudatorias.

—No es ninguna ganga —repliqué—. Después de todo, ellos no tienen equipo de hockey.

No tengo ni idea de por qué me estaba tirando yo mismo a matar. Debe haber sido para llevarle la contra, porque él tomaba siempre el bando opuesto.

—Tienes otras cualidades —dijo Oliver Barrett III, pero declinando especificarlas. (Dudo que hubiera podido hacerlo).

La comida era tan insulsa como la conversación, con la diferencia de que yo podía predecir el grado de dureza de los callos antes de que llegaran, mientras que nunca adivinaría qué tema mi padre expondría blandamente ante mí.

—Y siempre está el Cuerpo de la Paz —recalcó, completamente fuera del asunto.

—¿Señor? —pregunté, no muy seguro de hallarme frente a una afirmación o una interrogación.

—Pienso que el Cuerpo de la Paz es una gran cosa ¿no te parece? —dijo.

—Bueno —contesté—, realmente es mejor que un Cuerpo de Guerra.

Ambos estábamos confundidos. Yo no sabía qué quería decir él y viceversa. ¿Sería por el tema? ¿Discutiríamos ahora las noticias de actualidad o los programas de gobierno? No. Yo había olvidado por un momento que la quintaesencia de nuestras conversaciones está siempre en mis planes.

—Ciertamente, no haría objeciones si te unieras al Cuerpo de la Paz, Oliver.

—Yo tampoco; señor —contesté haciendo juego con su propia generosidad de espíritu. Estoy seguro de que el Viejo Fósil nunca me escucha, por lo tanto no me sorprendió que no reaccionara ante mi tranquilo y pequeño sarcasmo.

—Pero entre tus compañeros —continuó— ¿qué actitud reina sobre eso?

—¿Señor?

—¿Piensan que el Cuerpo de la Paz es importante para sus vidas?

Supongo que mi padre necesitaba oír la frase tanto como el pez necesita el agua:

—Sí, señor.

También el pastel de manzana estaba viejo.

A eso de las once y media lo acompañé hasta su coche.

—¿Hay algo que yo pueda hacer, hijo?

—No, señor. Buenas noches, señor.

Y arrancó.

Sí, hay aviones entre Boston e Ithaca, Nueva York. Pero Oliver Barrett III eligió conducir él mismo. Unas cuantas horas al volante, que no podían tomarse como una especie de gesto paternal porque a mi padre le gustaba conducir, simplemente. Rápido. Y a esa hora de la noche, en un Aston Martin DBS, se puede ir más ligero que el mismísimo diablo. No lo dudé: Oliver Barrett III batiría su propio récord de velocidad entre Ithaca y Boston, establecido el año anterior, cuando le ganamos a Cornell y obtuvimos el título. Lo sé porque vi que al poner el coche en marcha daba un vistazo a su reloj.

Volví al motel para telefonear a Jenny. Ése era el mejor momento de la noche. Le conté todo acerca de la pelea (omitiendo la naturaleza precisa del casus belli), y puedo asegurar que disfrutó de la cosa. No muchos de sus tragones amiguitos músicos tenían oportunidad de dar o recibir puñetazos.

—¿Pero al menos te desquitaste del tipo que te pegó?

—Totalmente. Lo molí a golpes.

—Me hubiera gustado verlo. Quizás le des una paliza a alguno en el partido con Yale ¿eh?

—Sáa.

Sonreí. Cómo le gustaban a ella las cosas simples de la vida.

Ir a la siguiente página

Report Page