Love story

Love story


8

Página 10 de 26

8

—¡Pero Jenny! ¡No es una Secretaría de Estado, después de todo!

Finalmente estábamos de regreso a Cambridge, gracias a Dios.

—Sin embargo, Oliver, podrías haber mostrado más entusiasmo.

—Lo felicité.

—Fue enormemente generoso de tu parte.

—¿Qué pretendías, por amor de Dios?

—¡Oh, santo cielo! —replicó ella—. ¡Todo esto me enferma!

Anduvimos un buen rato sin decir palabra. Pero algo andaba mal.

—¿Qué es lo que te enferma, Jen? —pregunté como si se me ocurriera al cabo de un momento.

—La forma chocante en que tratas a tu padre.

—¿Y qué hay acerca de la forma chocante en que él me trata a mí?

Ya había abierto una espita. O, mejor dicho, la compuerta de un dique. Para que Jenny se lanzara a una ofensiva en gran escala sobre el amor paternal. Ese total síndrome ítalo-mediterráneo. Y cómo había sido yo de insolente.

—Lo jodes, lo jodes, lo jodes —dijo ella.

—Es mutuo, Jen. ¿No lo notaste?

—No creo que te pares ante nada, con tal de molestar a tu viejo.

—Nada puede molestar a Oliver Barrett III. Nada. Salvo que te cases con Jenniffer Cavilleri.

Conservé la calma suficiente como para entrar en el aparcamiento de un restaurante de mariscos. Entonces me volví hacia Jenny, más enojado que la gran puta.

—¿Eso es lo que piensas? —pregunté.

—Pienso que es parte de ti —dijo suavemente.

—¿No crees que de verdad te quiero? —salté.

—Sí —contestó siempre con suavidad—. Pero, de un modo bastante curioso, también amas mi status social negativo.

Sólo podía pensar en decir no. Lo dije varias veces y en varios tonos de voz. Quiero decir que estaba tan trastornado que hasta consideré que podía haber una posibilidad de verdad en esa horrible insinuación. Jenny tampoco estaba en buena forma.

—Yo no puedo juzgar, Ollie. Pienso que es parte de ti. Es decir, yo sé que no sólo te quiero por ti mismo. Quiero tu nombre. Y tu número.

Miró hacia afuera y yo pensé que iba a llorar. Pero no lo hizo, terminó su pensamiento:

—… después de todo, es lo que eres.

Me quedé allí un rato, mirando un cartel de neón intermitente: «Almejas y Ostras». Lo qué más me había gustado de Jenny era su habilidad para ver dentro de mí mismo, para entender cosas que nunca necesité concretar en palabras. Ella estaba haciendo eso aún, justo ahora. ¿Pero podía yo enfrentarme al hecho de no ser perfecto? Cristo, ella ya había hecho frente a mi imperfección y a la suya propia. ¡Cristo, qué indigno me sentí! No supe qué cojones decir.

—¿Te gustaría una almeja o una ostra, Jen?

—¿Te gustaría un sopapo en la boca, Preppie?

—Sí —dije.

Ella cerró su puño y lo puso suavemente en mi mejilla. Lo besé, y mientras trataba de abrazarla, ella se escurrió y ordenó como una mujer gángster:

—¡Conduzca solamente, Preppie! ¡Vuelva al volante y empiece a correr!

Lo hice. Lo hice.

Los comentarios básicos de mi padre giraban acerca de lo que él consideraba rapidez excesiva. Prisa. Precipitado. No recuerdo sus palabras exactas, pero conozco bien el texto de su sermón durante nuestro almuerzo en el Harvard Club, concerniente en principio a que yo comía demasiado ligero. Se fastidió por eso, sugiriendo que no tragara la comida sin masticar. Yo respetuosamente sugerí que ya era un adulto, y que él no me podría corregir por más tiempo y ni siquiera hacer comentarios sobre mi comportamiento. Él señaló que hasta los líderes mundiales necesitaban de la crítica constructiva de vez en cuando. Tomé eso como una sutil alusión, a su labor en Washington, durante la primera administración de Roosevelt. Pero no me sentía como para llevarlo a recordar a F. D. R., o su papel en la reforma bancaria americana. De modo que me callé la boca.

Estábamos, como dije, almorzando en el Harvard Club de Boston (yo demasiado rápido, si uno acepta la estimación de mi padre). Esto significaba que estábamos rodeados por su gente. Sus condiscípulos, clientes, admiradores y demás. Era una situación prefabricada, si alguna vez hubo una. Si realmente se prestaba atención, era posible oír a algunos de ellos murmurando cosas como, «Allí va Oliver Barrett» o «Ése es Barrett, el gran atleta».

Mantuvimos todavía otro round de nuestra serie de no-conversaciones. Sólo la no muy específica naturaleza de la charla era evidentemente conspicua.

—Padre, no has dicho una palabra acerca de Jennifer.

—¿Y qué se puede decir? Nos la has presentado como un hecho consumado, ¿no es así?

—Pero ¿qué es lo que piensas , padre?

—Pienso que Jennifer es admirable. Para una chica de su extracción, llegar a Radcliffe…

—Vamos al grano, padre.

—El caso no tiene nada que ver con la jovencita —dijo— sino contigo.

—¿Eh? —dije yo.

—Tu rebelión —agregó—. Eres un rebelde, hijo.

Padre, no veo por qué casarse con una preciosa y brillante chica de Radcliffe ha de ser rebeldía. Ella no es ninguna hippie medio loca, digo…

—Ella no es muchas cosas.

Ah, llegábamos. El maldito nudo de la cuestión.

—¿Qué te fastidia más, padre? ¿Que sea católica o que sea pobre?

Él respondió en una especie de susurro, inclinándose hacia mí:

—¿Qué es lo que más te atrae?

Estuve a punto de levantarme e irme. Se lo dije.

—Quédate aquí y habla como un hombre —dijo él.

¿Para oponerme a qué? ¿A un muchacho? ¿A una chica? ¿A un ratón? De todos modos me quedé.

El jodeputa mostró una enorme satisfacción cuando vio que permanecía sentado. Podría decir que lo consideró como otra de sus victorias sobre mí.

—Sólo te pediría que esperéis un tiempo —dijo Oliver Barrett III.

—Define «un tiempo», por favor.

—Termina la Escuela de Derecho. Si esto es verdadero, podrá superar la prueba del tiempo.

—Es verdadero. ¿Por qué narices someterlo a una prueba arbitraria?

Mi deducción era clara, creo. Me estaba alzando contra él. Contra su arbitrariedad. Contra su compulsión para dominar y controlar mi vida.

—Oliver —él empezaba un nuevo round—. Eres menor…

—¿Menor para qué? —Me estaba poniendo furioso, mierda.

—No tienes todavía veintiuno. No eres legalmente un adulto.

—¡Guárdate tus minucias legales, cretino!

Quizás algunos comensales vecinos oyeron esta observación. Como para compensar mi barullo, Oliver Barrett III lanzó sus siguientes palabras en un murmullo:

—Si te casas con ella enseguida, no te voy a dar ni la hora.

¿A quién le importaba una mierda si alguien escuchaba?

—Padre, tú no sabes ni la hora.

Salí de su vida y comencé la mía.

Ir a la siguiente página

Report Page