Love story

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A Jennifer le otorgaron su título el miércoles.

Toda clase de parientes de Cranston, Fall River —e inclusive una tía de Cleveland—, se congregó en Cambridge para estar presente en la ceremonia. Por un acuerdo previo yo no fui presentado como su novio, y Jenny no usó anillo: cosa que ninguno se sintiera ofendido (de antemano) por perderse nuestro casamiento.

—Tía Clara, éste es mi amigo Oliver —diría Jenny, agregando siempre—: «No es graduado».

Hubo muchísimas tomadas de pelo, cuchicheos y hasta evidentes especulaciones, pero los parientes no podían hurgar ninguna información específica en ninguno de nosotros ni en Phil quien, me imagino, se sentía feliz de evitar discusiones sobre el amor entre los ateos.

El jueves yo me puse al nivel académico de Jenny, recibiendo mi grado de licenciado de Harvard —como el de ella—, magna cum laude. Por otra parte, yo era Mariscal de Clase, y en calidad de tal debía conducir a los graduados a sus asientos. Esto significaba caminar delante de los cráneos, los super-supercerebros. Estuve a punto de decirles a esos tipos que mi presencia como su líder, probaba decisivamente mi teoría de que una hora en la Dillon Field House vale por dos en la Biblioteca Widener. Pero me contuve. Dejad que el júbilo sea universal.

No tengo idea acerca de si Oliver Barrett III estuvo presente. Más de diecisiete mil personas se apiñaron en el Harvard Yard en la mañana de la graduación, y yo ciertamente no estuve escudriñando las filas con binoculares. Obviamente, había usado las entradas destinadas a mis padres para Phil y Jenny. Por supuesto, como exalumno el Viejo Cara de Piedra podía entrar y sentarse con la clase del 26. ¿Pero para qué iba a hacerlo? Quiero decir: ¿acaso ese día no trabajaban los Bancos?

La boda fue ese domingo. Nuestra razón para excluir a la parentela de Jenny se basó genuinamente en que nuestra omisión de Padre, Hijo y Espíritu Santo, haría que el momento resultara difícil para católicos a la antigua. Fue en la Phillips Brooks House, un viejo edificio en el norte de Harvard Yard. Timothy Blauvelt, el Capellán Unitario de la Universidad, presidía. Naturalmente, estaba Ray Stratton allí, y también había invitado a Jeremy Nahum, un buen amigo de los días de Exeter, que eligiera Amherst en vez de Harvard. Jenny invitó a una chica de Buggs Hall y, quizás por razones sentimentales, a su alta y desgarbada colega de la mesa de entradas de la Biblioteca. Y, por supuesto, Phil.

Recomendé a Ray Stratton que se encargara de Phil. Quiero decir, sólo para mantenerlo tranquilo dentro de lo posible. No era que Stratton fuera muy calmo. El par se plantó allí, mirando tremendamente incómodo, el silencio de uno reforzando el prejuicio de otro acerca de que este «casamiento-hágalo-usted-mismo» (según Phil se refería a él) iba a resultar (según Stratton predecía) «un horroroso e increíble show». ¡Y todo porque Jenny y yo nos íbamos a dirigir unas pocas palabras directamente el uno al otro! Lo habíamos visto hacer antes, esa primavera, cuando una de las amigas músicas de Jenny, Marya Randall, se casó con un estudiante de dibujo llamado Eric Levenson.

Fue algo muy hermoso, y realmente nos entusiasmó la idea.

—¿Están los dos listos? —preguntó el señor Blauvelt.

—Sí —contesté por ambos.

—Amigos —dijo el señor Blauvelt a los otros—, estamos aquí para atestiguar la unión de dos vidas en matrimonio. Escuchemos las palabras que han elegido para leer en esta solemne ocasión.

La novia primero.

Jenny se paró frente a mí, y recitó el poema que había seleccionado. Era muy emocionante, quizás especialmente para mí, porque se trataba de un soneto de Elizabeth Barrett.

Cuando nuestras dos almas se yergan erectas y fuertes,

Cara a cara, silenciosas, acercándose cada vez más,

Hasta que las prolongadas alas estallen en fuego…

Por el rabillo del ojo vi a Phil Cavilleri, pálido, el maxilar flojo, los ojos llenos de espanto y adoración simultáneos. Escuchamos a Jenny terminar el soneto que era una especie de plegaria por

un lugar para estar y amar durante un día,

Con la oscuridad y la hora de la muerte rodeándolo.

Después fue mi turno. Me había resultado difícil encontrar un fragmento de poesía que pudiera leer sin ponerme colorado. Es decir, no podía pararme allí y recitar frases almibaradas. No podía. Pero una parte de la Canción del Camino Abierto de Walt Whitman, aunque muy breve, dijo todo por mí:

¡Te entrego mi mano!

Te entrego mi amor más precioso que el dinero,

Te entrego mi propio yo ante la plegaria o la ley;

¿Quieres darme tu yo? ¿Quieres hacer el viaje conmigo?

¿Estaremos juntos tanto tiempo como vivamos?

Terminé, y hubo en el lugar un silencio maravilloso. Entonces Ray Stratton me alcanzó el anillo, y Jenny y yo —nosotros— recitamos los votos matrimoniales, prometiendo cada uno, desde ese día en adelante, amarnos y respetarnos hasta que la muerte nos separe.

Por la autoridad que le otorgaba el Commonwealth de Massachusetts, el señor Timothy Blauvelt nos declaró marido y mujer.

Pensándolo bien, nuestra fiesta «después del partido» (como la llamó Stratton), fue pretenciosamente no pretenciosa. Jenny y yo rechazamos absolutamente la ruta del champagne, y como éramos tan pocos que hubiéramos entrado todos en una choza, fuimos a tomar cerveza a Cronin’s. Si mal no recuerdo, Jim Cronin mismo nos invitó con una vuelta, como un tributo al «mejor jugador de hockey de Harvard desde los hermanos Cleary».

—¡Qué mierda! —despotricó Phil Cavilleri golpeando la mesa con el puño—. ¡Él es mejor que todos los Clearys juntos! —Philip quiso decir, supongo (en su vida vio un partido de hockey de Harvard), que no importaba lo bien que jugaran Bobby o Billy Cleary, ya que ninguno se casó con su encantadora hija. Es decir, todos estábamos medio borrachos, y aquello fue sólo una excusa para pedir más.

Dejé a Phil que pagara la cuenta, una decisión que más tarde evocaría uno de los raros elogios de Jenny acerca de mi intuición («pronto serás un ser humano, Preppie»). Con todo, al final se puso un poco pesado, cuando lo llevamos al ómnibus. Los ojos húmedos, digo. Los suyos, los de Jenny, quizás los míos también; no recuerdo nada excepto que el momento fue líquido.

De todos modos, después de toda clase de bendiciones, subió al ómnibus y nosotros esperamos y lo saludamos hasta que se perdió de vista. Fue entonces cuando la terrible verdad empezó a alcanzarme.

—Jenny, estamos casados.

—Sáa. Ahora puedo portarme mal.

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