Love story

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Si una sola palabra puede describir nuestra vida diaria durante esos tres primeros años, la palabra es «rascarse el bolsillo». Estando despiertos, no pasábamos un momento sin concentrarnos en qué hacer para conseguir suficiente dinero como para cualquier cosa que necesitáramos. Generalmente vivíamos a nivel de quiebra. No hay nada romántico en eso, al contrario. ¿Recuerda la famosa estrofa de Omar Khayam? Usted sabe: esa según la cual basta un libro de versos bajo la rama del árbol, el pedazo de pan, el cántaro de vino y demás. Sustituya Venta al fiado por ese libro y verá cómo la poética visión aniquilaba mi idílica existencia. ¿Paraíso, eh? No, mentira. Todo lo que pensaba era cuánto podía costar el libro (¿lo conseguiríamos de segunda mano?) y dónde, si en alguna parte podría poner en cuenta corriente el pan y el vino. Y cómo podríamos entonces, por último, conseguir el dinero para pagar nuestras deudas.

La vida cambia. Aún la más simple decisión debe ser escudriñada por el siempre vigilante comité de presupuesto de tu mente.

—Eh, Oliver, vamos a ver «Becket» esta noche.

—Tengo tres roñosos dólares.

—¿Qué quieres decir?

Quiero decir un roñoso dólar y medio para ti y otro roñoso dólar y medio para mí.

¿Eso es sí o no?

Ni una ni otra cosa. Sólo significa tres roñosos dólares.

Nuestra luna de miel trascurrió en un yate y con veintiún chicos. En efecto. Yo guiaba un Rhodes de treinta y seis pies desde las siete de la mañana, hasta que mis pasajeros se cansaran, y Jenny se dedicaba a cuidar los chicos. Era un lugar llamado Club Náutico Pequod, en Dennis Port (no lejos de Haynnis), establecimiento que incluía un gran hotel, una marina y varias docenas de casas en alquiler. En uno de los bungalows más pequeños, yo había clavado una placa imaginaria: «Oliver y Jenny durmieron aquí —cuando no estaban haciendo el amor—». Creo que fue un tributo para ambos que después de un largo día de ser atentos con nuestros clientes, porque en buena medida dependíamos de sus propinas para nuestros ingresos, Jenny y yo no fuéramos nada atentos el uno con el otro. Digo simplemente «atentos», porque me faltan vocablos para describir cómo es amar a Jenny Cavilleri y ser amado por Jenny Cavilleri. Perdón, quiero decir Jennifer Barrett.

Antes de partir hacia ese lugar, encontramos un apartamento barato en Cambridge Norte, aunque la dirección correspondía técnicamente a la ciudad de Somerville y la casa estaba, según Jenny la describía, «en estado de ruina». Originalmente había sido una estructura para dos familias, convertida ahora en cuatro departamentos sobre valuados, aún para su «barato» alquiler. ¿Pero qué diablos podían hacer dos estudiantes graduados? El mercado es de los vendedores.

—Eh, Ol ¿por qué piensas que los bomberos no han clausurado este lugar? —preguntó Jenny.

—Probablemente han tenido miedo de entrar —dije.

—Yo también.

—No lo tuviste en junio —dije.

(Este diálogo tenía lugar después de nuestro regreso, en septiembre).

—Entonces no estaba casada. Hablando como una mujer casada, considero que este lugar es peligroso a cualquier velocidad.

—¿Y qué piensas hacer?

—Hablar con mi marido —dijo—. Él se ocupará.

—Eh, tu marido soy yo —dije.

—¿De veras? Pruébalo.

—¿Cómo? —pregunté, pensando en mi interior: ¡oh, no, en la calle no!

—Álzame para cruzar el umbral —dijo.

—No creerás esas pavadas ¿no?

—Álzame, y después decidiré.

Okay. La tomé en mis brazos y la llevé a través de los cinco escalones hasta el porche.

—¿Por qué te paras? —preguntó.

—¿No es éste el umbral?

—Frío, frío, frío… —dijo.

—Veo nuestro nombre sobre el timbre.

—Éste no es nuestro maldito condenado umbral. ¡Arriba, tonto!

Fueron veinticuatro escalones arriba hasta nuestro hogar «oficial», y tuve que detenerme en la mitad para recuperar el aliento.

—¿Por qué eres tan pesada? —le pregunté.

—¿Pensaste alguna vez que podía estar embarazada? —contestó.

Eso hizo que recuperase más fácilmente el aliento.

—¿Estás?

—¡Te asusté! ¿Eh?

—No.

—No mientas, Preppie.

—Sí. Por un segundo me hizo irritar.

La llevé alzada el resto del camino.

Éste se encuentra entre los escasos-preciosos momentos que puedo recordar, entre los cuales el verbo «ahorrar» no tuvo absolutamente ninguna importancia.

Mi ilustre nombre nos permitió establecer una cuenta en el almacén, que de otra manera negaba crédito a los alumnos. Pero ese nombre también trabajó en nuestra desventaja, y en el lugar en que menos lo hubiera esperado: la escuela Shady Lane, donde Jenny iba a enseñar.

—Por supuesto, Shady Lane no puede igualar los salarios de las escuelas públicas —dijo a mi mujer la directora, la señorita Anne Miller Whitman, agregando algo así como que a los Barretts de todos modos no les importaría ese aspecto. Jenny trató de disipar sus ilusiones, pero todo lo que pudo obtener sobre los ya ofrecidos tres mil quinientos al año fueron dos minutos de ja ja já. La señorita Whitman pensó que Jenny era muy chistosa en sus observaciones acerca de que los Barretts tenían que pagar el alquiler como cualquier hijo de vecino.

Cuando Jenny me contó todo esto, hice unas poco imaginativas sugestiones acerca de lo que la señorita Whitman podía hacer —ja ja já— con sus tres mil quinientos. Pero entonces Jenny preguntó si me gustaría dejar derecho y mantenerla mientras ella se quedaba con el salario que daban por enseñar en una escuela pública. Le dediqué a toda la situación un gran pensamiento durante dos segundos, para llegar a una correcta y sucinta conclusión:

—Mierda.

—Eso es muy elocuente —dijo mi mujer.

—¿Qué debería decir, Jenny? ¿Ja ja já?

—No. Sólo hay un camino: que aprendas a apreciar los spaghetti.

Lo hice. Aprendí a apreciar los spaghetti, y Jenny aprendió a su vez toda receta concebible para hacer que las pastas parecieran otra cosa. Con nuestras ganancias del verano, su sueldo, las entibadas anticipadas de mi planeado trabajo nocturno en el correo durante Navidad, estábamos okay. Es decir, hubo miles de películas que no vimos (y conciertos a los que ella no fue), pero nos arreglábamos con lo que teníamos. Por supuesto, sobre todo nos arreglábamos con lo que teníamos. Es decir, socialmente nuestras vidas cambiaron drásticamente. Estábamos aún en Cambridge, y en teoría Jenny podía haber permanecido con su grupo de música. Pero no había tiempo. Volvía a casa de la escuela exhausta, y tenía que preparar la cena (comer afuera estaba por debajo de nuestra máxima posibilidad). Mientras tanto, mis propios amigos eran suficientemente considerados como para dejarnos solos. Es decir: no nos invitaban para que no tuviéramos que invitarlos, usted comprende.

Hasta pasábamos por alto los partidos de fútbol.

Como miembro del Varsity Club, yo tenía derecho a un asiento en su bárbara sección de la línea media. Pero costaba seis dólares la entrada, lo que sumaba doce dólares.

—No —argumentaba Jenny—. Son seis dólares. Puedes ir sin mí. Yo no sé un pito de fútbol, salvo que la gente grita «mátenlo», y eso es lo que tú adoras. Por lo cual quiero que vayas, carajo.

—El caso está cerrado —respondería yo, siendo después de todo el marido y cabeza de familia—. Además, puedo usar el tiempo para estudiar. —No obstante, pasaría la tarde del sábado con una radio de transistores en la oreja, escuchando el bramido de los hinchas, quienes aunque estaban geográficamente muy cerca pertenecían ahora a otro mundo.

Usé mis privilegios del Varsity Club para conseguir asientos para Robbie Wald, un compañero de derecho, en el partido con Yale. Cuando Robbie dejó nuestro apartamento, efusivamente agradecido, Jenny preguntó si le podía decir una vez más quiénes tenían derecho a sentarse en la sección del V. Club, y una vez más le expliqué que podían hacerlo todos aquellos que, indiferentemente de su edad, tamaño o posición social, han servido noblemente a Harvard en los campos de deporte.

—¿En el agua también? —preguntó ella.

—Atletas son atletas —contesté—. Secos o mojados.

—Excepto tú, Oliver —dijo—. Tú estás congelado.

Dejé caer el tema, asumiendo su respuesta simplemente como una agudeza usual y repentina de Jenny, por no pensar que podía haber algo más en su pregunta referente a las tradiciones atléticas de la Universidad de Harvard. Tal como quizás la sutil sugerencia de que si en el Soldiers Field entran 45 000 personas, todos los atletas anteriores deben estar sentados en esa terrible sección. Todos. Viejos y jóvenes.

Mojados, secos… y aún congelados. ¿Y eran solamente seis dólares los que me habían alejado del estadio esos sábados por la tarde?

No; si ella tenía algo más in mente, mejor sería no discutirlo.

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