Love story

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El señor Oliver Barrett III y señora

tendrán el honor de recibir a usted

en la cena que para celebrar el 60.º aniversario

del señor Barrett

tendrá lugar al sábado 6 de marzo

a las 19 horas.

Dover House, Ipswich, Massachusetts

R. s. v. p.

—¿Y bien? —preguntó Jenny.

—¿Todavía me lo preguntas? —repliqué. Estaba en medio de la abstracción de El Estado contra Percival, un crucial precedente en Derecho Penal. Jenny agitaba ante mí la invitación para joderme.

—Creo que ya es tiempo, Oliver —dijo.

—¿Para qué?

—Para lo que tú sabes muy bien —contestó—. ¿Acaso tiene él que arrastrarse hasta aquí sobre sus manos y rodillas?

Seguí trabajando mientras ella trataba de convencerme.

—Ollie, él te está buscando.

—Tonterías, Jenny. Mi madre escribió el sobre.

—¡Pensé que dijiste que ni lo habías mirado! —dijo casi gritando.

Okay, reconozco que le había echado un vistazo. Tal vez se me había borrado de la mente. Yo estaba, después de todo, en medio de la abstracción de El Estado contra Percival, y bajo la virtual sombra de los exámenes. La cosa era que terminara con su perorata.

—Ollie, piensa —dijo en un tono casi de súplica—. ¡Sesenta malditos años! Nada afirma que él esté aquí cuando tú estés finalmente dispuesto para la reconciliación.

Informé a Jenny en los términos más simples que nunca habría reconciliación, y que por favor me dejara continuar estudiando. Se sentó silenciosamente, encogiéndose en un rincón de la banqueta donde yo tenía puestos mis pies. Aunque no hacía ningún ruido, enseguida me di cuenta de que me estaba mirando con mucha intensidad. Levanté la vista.

—Algún día —dijo—, cuando Oliver V te moleste a ti…

—¡No se llamará Oliver, de eso puedes estar segura! —le largué. Ella no alzó la voz, aunque generalmente lo hacía cuando yo lo hacía.

—Escucha, Ol, aunque lo llamemos Bozo el Payaso, ese chico va a estar resentido porque tú fuiste un gran atleta de Harvard. ¡Y para la época en que esté en su primer año, tú habrás llegado probablemente a la Corte Suprema!

Le dije que nuestro hijo nunca se resentiría conmigo. Ella me preguntó cómo podía estar tan seguro. Yo no pude demostrárselo. Es decir: simplemente sabía que mi hijo no se resentiría conmigo, pero no podía decir precisamente por qué. En un absoluto non sequitur, Jenny hizo notar después:

—Tu padre también te quiere, Oliver. De la misma manera que tú vas a querer a Bozo. Pero los Barretts son tan asquerosamente orgullosos y competitivos, que irán por la vida pensando que se odian mutuamente.

—Si no fuera por ti —dije irónicamente.

—Sí —dijo ella.

—El caso está cerrado —dije, siendo después de todo, el marido y cabeza de familia. Mis ojos retornaron a El Estado contra Percival, y Jenny se levantó. Pero entonces recordó.

—Todavía queda el asunto del RSVP.

Desconté que una graduada en música de Radcliffe, probablemente sería capaz de componer una pequeña negativa al RSVP sin una guía profesional especializada.

—Escucha, Oliver —dijo—. Yo probablemente he mentido y hecho trampas en mi vida. Pero nunca he herido deliberadamente a nadie. No creo que pueda.

Realmente, en ese momento ella sólo me estaba hiriendo a mí, de modo que le pedí educadamente que manejara el rsvp de la manera que quisiera, siempre y cuando la esencia del mensaje fuera que nosotros no apareceríamos aunque se congelara el infierno. Retomé una vez más El Estado contra Percival.

—¿Cuál es el número? —la escuché decir muy suavemente. Estaba junto al teléfono.

—¿No puedes mandar una notita?

—Dentro de un minuto mis nervios explotan. ¿Cuál es el número?

Se lo dije e inmediatamente me sumergí en la apelación de Percival a la Suprema Corte. No estaba escuchando a Jenny. Es decir, trataba de hacerlo. Ella estaba en la misma habitación, después de todo.

—Oh… Buenas noches, señor —la escuché decir—. ¿El jodeputa contestaba el teléfono? ¿No estaba en Washington durante la semana? Eso decía una nota reciente en The New York Times. El maldito periodismo se estaba yendo a la ruina en nuestros días.

¿Cuánto llevaría decir que no?

De alguna manera Jennifer había empleado más tiempo del que uno consideraría necesario para pronunciar esa simple sílaba.

—¿Ollie?

Ella cubría el auricular con su mano.

—Ollie ¿tiene que ser una negativa?

El movimiento de mi cabeza indicó que tenía que serlo, y el movimiento de mi mano indicó que se diera prisa.

—Lo siento muchísimo —dijo ella en el teléfono—. Quiero decir, lo sentimos muchísimo, señor…

¡Lo sentimos! ¿Tenía que mezclarme en esto? ¿Y por qué demoraba tanto en colgar?

—¡Oliver!

Había puesto la mano nuevamente en el auricular y estaba hablando muy fuerte.

—¡Está ofendido, Oliver! ¿Puedes quedarte ahí sentado y dejar que tu padre se desangre?

Si ella no hubiera estado en semejante momento emocional, podría haberle explicado una vez más que las piedras no sangran, y pedirle que no proyectara su equivocado concepto ítalo-mediterráneo acerca de los padres hacia las escarpadas alturas del Mount Rushmore. Pero estaba muy trastornada. Y me estaba trastornando a mí también.

—Oliver —suplicó—. ¿No podrías decirle sólo una palabra?

¿A él? Jenny estaría volviéndose loca.

—Quiero decir… ¿aunque sea «hola»?

Me estaba ofreciendo el teléfono. Y tratando de no llorar.

—Nunca le hablaré. Jamás —dije con perfecta calma.

Y ahora ella lloraba. No perceptiblemente, pero con lágrimas cayendo por su cara. Y después ella… ella suplicó.

Por mí, Oliver. Nunca te he pedido nada. Por favor

Tres de nosotros. Tres de nosotros de pie (de alguna manera imaginaba a mi padre presente allí también), y esperando algo. ¿Qué? ¿A mí?

Yo no podía hacerlo.

¿No entendía Jenny que me estaba pidiendo lo imposible? ¿Que yo haría absolutamente cualquier otra cosa? Mientras miraba el piso, sacudiendo la cabeza en una dura negativa y una extrema incomodidad. Jenny se dirigió a mí con una especie de furia acallada que nunca le había oído:

—Eres un hijo de puta sin corazón —dijo, y entonces terminó su conversación con mi padre diciendo:

—Señor Barrett, Oliver desea que usted sepa que, a su manera muy especial…

Hizo una pausa para respirar. Había estado sollozando, de modo que no era fácil. Yo estaba tan asombrado que no podía hacer nada más que esperar el final de mi pretendido «mensaje»…

—Oliver lo quiere mucho —dijo y colgó rápidamente.

No hay una explicación racional para mis acciones en el siguiente pequeño segundo. Alego locura temporal. Corrijo: no alego nada. Que nunca me perdonen por lo que hice.

Arranqué el teléfono de su mano, luego del enchufe, y lo arrojé a través de la habitación.

—¡Maldita seas, Jenny! ¿Quién mierda te mandó meterte en mi vida?

Me quedé parado y jadeando como el animal en el que me había convertido. ¡Cristo! ¿Qué diablos me había pasado? Me di vuelta para mirar a Jen.

Pero ella se había ido.

Quiero decir, se había ido absolutamente, porque ni siquiera oí sus pasos en la escalera. ¡Cristo! Debía haberse zambullido en el instante en que agarré el teléfono. Su abrigo y su pañuelo aún estaban allí. El dolor de no saber qué hacer sólo fue excedido por el de saber lo que había hecho.

Busqué por todas partes.

En la Biblioteca de la Escuela de Derecho, aceché entre las filas de estudiantes tragones, mirando y mirando. Ida y vuelta, al menos media docena de veces. Aunque no pronunciaba palabra, sabía que mi mirada era tan intensa y mi cara tan feroz, que estaba perturbando todo aquel puto lugar. ¿Y a quién le importa?

Pero Jenny no estaba allí.

Después a través de Harkness Commons, la sala de estar, la cafetería. Luego una carrera salvaje para mirar los alrededores del Agassiz Hall en Radcliffe. Tampoco allí. Corría por cualquier lado ahora, mis piernas tratando de ponerse de acuerdo con los latidos de mi corazón.

Abajo están las habitaciones para practicar piano. La conozco a Jenny: cuando está enojada machaca como loca el puto teclado. ¿Correcto? ¿Pero qué pasa cuando está asustada a muerte?

Es cosa de locos caminar por el corredor, entre los cuartos para práctica de cada lado. Los sonidos de Mozart y Bartok, Bach y Brahms se filtraban a través de las puertas mezclándose en este extraño sonido infernal.

¡Jenny tenía que estar aquí!

El instinto hizo que me detuviera ante la puerta donde escuché el machacante sonido de un preludio de Chopin. Esperé un segundo. La interpretación era pésima —paradas y arrancadas y muchos errores—. En una pausa pude escuchar una voz de chica que murmuraba: ¡mierda! Tenía que ser Jenny. Abrí la puerta de repente.

Una chica de Radcliffe estaba sentada al piano. Levantó la vista. Una horrible y hombruna chica hippie de Radcliffe, fastidiada por mi invasión.

—¿Qué escena es ésta, hombre? —preguntó.

—Nada, nada —contesté, cerrando la puerta otra vez.

Después recorrí Harvard Square. El Café Pamplona, Tommy’s Arcade, incluso Hayes Bick —pilas de tipos artistas van allí—. Nada.

¿Dónde podía haber ido Jenny?

A esa hora el metro ya estaba cerrado, pero de haber ido directamente al Square hubiera podido tomar el tren hacia Boston. A la terminal de ómnibus.

Era casi la una de la madrugada, cuando deposité cuarenta y cinco centavos de dólar en la ranura. Estaba en una cabina telefónica, al lado de los quioscos de Harvard Square.

—Hola. ¿Phil?

—¿Eh? —dijo medio dormido—. ¿Quién habla?

—Soy yo, Oliver.

—¡Oliver! —Parecía asustado—. ¿Le pasa algo a Jenny? —preguntó rápidamente. Si me lo preguntaba a mí, ¿no quería eso decir que ella no estaba con él?

—Oh… no, Phil, no le pasa nada.

—Gracias a Dios. ¿Cómo estás, Oliver?

Una vez asegurado de la salud de su hija, se volvía casual y amistoso. Como si no hubiera sido despertado de las profundidades del sueño.

—Bien, Phil, estoy estupendamente. Bien. Oye, Phil, ¿has tenido noticias de Jenny?

—No suficientes, carajo —contestó con una voz extrañamente serena.

—¿Qué quieres decir, Phil?

—Cristo, ella debería llamar más a menudo, qué tanto. No soy un extraño, ¿sabes?

Si uno puede sentirse aliviado y con pánico al mismo tiempo, así me sentía yo.

—¿Está ella ahí contigo? —me preguntó.

—¿Eh?

—Llámala al teléfono, voy a gritarle directamente a ella.

—No puedo, Phil.

—Oh… ¿está dormida? Si está dormida, no la molestes.

—Sí —dije.

—Escucha, tonto —dijo.

—¡Sí, señor!

—¿Tan asquerosamente lejos está Cranston que no podéis venir el domingo a la tarde? ¿Eh? Si no voy yo, Oliver.

—Mmmm… No, Phil. Iremos nosotros.

—¿Cuándo?

—Algún domingo.

—No me vengas con esa porquería de «algún». Un buen hijo no dice «algún», dice «éste». Este domingo, Oliver.

—Sí, señor. Este domingo.

—A las cuatro en punto. Pero conduce con cuidado. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

—Y la próxima vez llama para que cobren aquí, desgraciado.

Cortó.

Yo estaba parado allí, perdido en esa isla en la oscuridad que es Harvard Square, sin saber adónde ir o qué hacer de inmediato. Un chico de color se aproximó y me preguntó si necesitaba droga. Le contesté como ausente: «No, gracias, señor».

Ahora no corría. Quiero decir: ¿qué apuro en volver a una casa vacía? Era muy tarde y estaba entumecido, más de miedo que de frío (aunque no hacía nada de calor, créame). Desde una distancia de varios metros me pareció ver a alguien sentado en lo alto de los escalones. Tenía que ser un engaño de mis ojos, porque la figura estaba inmóvil.

Pero era Jenny.

Estaba sentada en el escalón más alto.

Yo estaba demasiado cansado para el pánico, demasiado aliviado para hablar. Interiormente esperé que ella tuviera algún instrumento contundente con que golpearme.

—¿Jen?

—¿Ollie?

Ambos hablábamos tan suavemente que era imposible un estudio emocional por el tono de las voces.

—Olvidé la llave —dijo Jenny.

Yo me paré allí, al pie de los escalones, temeroso de preguntar por cuánto tiempo había estado sentada allí, sabiendo tan sólo que yo le había hecho un daño terrible.

—Jenny, lo siento…

—¡Para! —Ella cortó bruscamente mi apología, y luego dijo muy serenamente—: Amar significa nunca tener que decir «Lo siento».

Trepé las escaleras hasta donde ella estaba sentada.

—Me gustaría ir a dormir. ¿Okay?

—Okay.

Subimos a nuestro apartamento. Mientras nos desvestíamos, me miró para tranquilizarme.

—Realmente quise decir lo que dije, Oliver.

Y eso fue todo.

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