Lolita

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Segunda Parte » Capítulo 30

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Como salí de Coalmont a eso de las cuatro de la tarde (por la ruta X, no recuerdo el número), pude llegar a Ramsdale al amanecer, pero un atajo me tentó. Tenía que tomar la carretera Y. El mapa me demostró que más allá de Woodbine, a donde llegué al anochecer, podía salir del pavimento X y tomar el pavimento Y siguiendo por un camino de tierra transversal. Solo medía cuarenta millas según el mapa. De lo contrario, debía seguir otras cien millas por X y entonces demorarme por Z para llegar hasta Y y mi destino. Sin embargo, el atajo en cuestión empeoró cada vez más, cada vez se llenó de más baches y fango, y cuando intenté volver atrás después de unas diez millas de marcha ciega, tortuosa y con lentitud de tortuga, mi viejo y débil Molmoth se empantanó. Todo estaba oscuro, húmedo, solitario. Mis faros alumbraron un gran pozo lleno de agua. El campo que me rodeaba —si es que existía— era un páramo. Quise zafarme, pero las ruedas solo gimieron en el lodo. Maldiciendo mi apuro, me quité las ropas elegantes, me puse unos pantalones viejos, el sweater baleado y chapoteé cuatro millas hasta una granja. Durante el camino empezó a llover pero no tuve fuerzas para ir en busca de un impermeable. Tales incidentes me han persuadido de que mi corazón está fuerte a pesar de los últimos diagnósticos. A eso de medianoche, un vaquero desempantanó mi automóvil. Navegué de regreso a la carretera X y seguí mi viaje. Una hora después me abatió un cansancio supremo en una ciudad pequeña. Me detuve junto a la acera, en la oscuridad y bebí largos tragos de un frasco familiar.

La lluvia había cesado millas antes. Era una noche negra y tibia en algún punto de Appalachia. De cuando en cuando me pasaban automóviles: se alejaban las colas rojas, avanzaban las luces blancas. Pero la ciudad permanecía muerta. Nadie paseaba o reía en las calles como hacen los burgueses en la dulce, madura, podrida Europa. Yo era el único que disfrutaba de la noche inocente y de mis terribles pensamientos. Un receptáculo de alambre, sobre la acera, era muy exigente en cuanto a la admisión de su contenido: barreduras, papeles, desperdicios prohibidos. Rojas letras de luz anunciaban un comercio de fotografía. Un gran termómetro con el nombre de un laxante se exhibía tranquilamente al frente de una farmacia. La joyería Rubinov ostentaba diamantes artificiales reflejados en un espejo roto. El reloj verde luminoso se mecía en las profundidades del Lavadero de Jiffy, atestado de ropa. Al otro lado de la calle, un garaje decía «Lubricidad genuflexa», pero se corrigió y dijo «Lubricante Bulfex». Un aeroplano, también alhajado por Rubinov, pasó rugiendo en los cielos aterciopelados. ¡Cuántas ciudades dormidas había visto! Esa no había de ser la última.

Permítaseme demorarme unos instantes, de todos modos acabaré con el tipo. Un poco más allá, en la misma calle, unas luces de neón titilaban dos veces más lentas que mi corazón: la silueta del anuncio de un restaurante, una gran taza de café, se animaba a cada segundo de una vida esmeralda y cada vez que desaparecían, letras rosadas que decían «Comida excelente» la reemplazaban. Pero la taza aún podía distinguirse como una sombra lenta que los ojos discernían antes de su inmediata resurrección esmeralda. Nos tomábamos radiografías. Esa ciudad furtiva no estaba lejos de El Cazador Encantado. Lloraba de nuevo, borracho de pasado imposible.

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