Lolita

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Primera Parte » Capítulo 6

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A propósito: me he preguntado a menudo qué se hizo después de esas nínfulas. En este mundo hecho de hierro forjado, de causas y efectos entrecruzados, ¿podría ocurrir que el oculto latido que les robé no afectara su futuro? Yo la había poseído, y ella nunca lo supo. Muy bien. Pero; ¿eso no habría de descubrirse en el futuro? Implicando su imagen en mi voluptuosidad, ¿no interfería yo su destino? ¡Oh, fuente de grande y terrible obsesión!

Sin embargo, llegué a saber cómo eran esas nínfulas encantadoras, enloquecedoras, de brazos frágiles, una vez crecidas. Recuerdo que caminaba un día por una calle animada en un gris ocaso de primavera, cerca de la Madeleine. Una muchacha baja y delgada pasó junto a mí con paso rápido y vacilante sobre sus altos tacones. Nos volvimos para mirarnos al mismo tiempo. Ella se detuvo. Me acerqué. Tenía esa típica carita redonda y con hoyuelos de las muchachas francesas, y apenas me llegaba al pelo del pecho. Me gustaron sus largas pestañas y el ceñido traje sastre que tapizaba de gris perla su cuerpo joven, en el cual aún subsistía —eco nínfico, escalofrío de deleite— algo infantil que se mezclaba con el frétillement de su cuerpo. Le pregunté su precio, y respondió prontamente, con precisión melodiosa y argentina (¡un pájaro, un verdadero pájaro!) Cent. Traté de regatear, pero ella vio el terrible, solitario deseo en mis ojos bajos, dirigidos hacia su frente redonda y su sombrero rudimentario (una banda, un ramillete), batiendo las pestañas dijo: Tant pis, y se volvió como para marcharse. ¡Apenas tres años antes, quizá, podía haberla visto, camino de su casa, al regresar de la escuela! Esa evocación resolvió las cosas. Me guio por la habitual escalera empinada, con la habitual campanilla para el monsieur al que quizás no interesaba un encuentro con otro monsieur, el lúgubre ascenso hasta el cuarto abyecto, todo cama y bidet. Como de costumbre, me pidió de inmediato su petit cadeau, y como de costumbre le pregunté su nombre (Monique) y su edad (dieciocho). El trivial estilo de las busconas me era harto familiar. Todas responden dix-huit: un ágil gorjeo, una nota de determinación y anhelosa impostura que emiten diez veces por día, pobres criaturillas. Pero en el caso de Monique, no cabía duda de que agregaba dos o tres años a su edad. Lo deduje por muchos detalles de su cuerpo compacto, pulcro, curiosamente inmaduro. Se desvistió con fascinante rapidez y permaneció un momento parcialmente envuelta en el sucio voile de la ventana, escuchando con infantil placer (la mosquita muerta) a un organillero que tocaba abajo, en el patio rebosante de crepúsculo. Cuando le examiné las manos pequeñas y le llamé la atención sobre las uñas sucias, me dijo con un mohín candoroso: Oui, ce n’est pas bien, y se dirigió hacia el lavabo, pero le dije que no importaba, que no importaba nada. Con su pelo castaño y ondulado, sus luminosos ojos grises, su piel pálida, era perfectamente encantadora. Sus caderas no eran más grandes que las de un muchacho en cuclillas; en verdad no vacilo en decir (y por cierto que este es el motivo por el cual me demoro con gratitud en el recuerdo de ese cuarto de penumbra tamizada) que entre las ochenta grues poco más o menos que habían «trabajado» sobre mí, fue ella la única que me proporcionó un tormento de genuino placer. «Il était malin, celui qui a inventé ce truc-lá», comentó amablemente y volvió a vestirse con la misma prodigiosa rapidez.

Le pedí otro encuentro, más elaborado, para más tarde, en ese mismo día, y dijo que me encontraría a las nueve, en el café de la esquina. Juró que nunca había posé un lapin en toda su joven vida. Volvimos al mismo cuarto y no pude menos que decirle qué bonita era, a lo cual respondió modestamente: «Tu es bien gentil de dire ça». Después, advirtiendo lo que también yo advertí en el espejo que reflejaba nuestro pequeño edén —una terrible mueca de ternura que me hacía apretar los dientes y torcer la boca—, la concienzuda Monique (¡oh, había sido una nínfula sin tacha!) quiso saber si debía quitarse la pintura de los labios avant qu’on se couche, por si yo pensaba besarla. Desde luego, lo pensaba. Con ella me abandoné hasta un punto desconocido con cualquiera de sus precursoras, y mi última visión de esa noche con Monique, la de largas pestañas, se ilumina con una alegría que pocas veces asocio con cualquier acontecimiento de mi vida amorosa, humillante, sórdida y taciturna. La gratificación de cincuenta que le di pareció enloquecerla mientras brotaba en la llovizna de esa noche de abril, con Humbert bogando en su estrecha estela. Se detuvo frente a un escaparate y dijo con deleite: «Je vais m’acheter des bas!», y nunca olvidaré cómo sus infantiles labios parisienses explotaron al decir bas, pronunciando la palabra con tal apetito que transformó la «a» en el vivaz estallido de una breve «o».

Me cité con ella para el día siguiente, a las 14,15, en mi propio cuarto, pero el encuentro fue menos exitoso; me pareció menos juvenil, más mujer después de una noche. Un resfrío que me contagió me hizo cancelar la cuarta cita; no lamenté romper una serie emocional que amenazaba abrumarme con angustiosas fantasías y diluirse en ocre decepción. Que la esbelta, suave, Monique permanezca, pues, como fue durante uno o dos minutos: una nínfula delincuente que brillaba a través de la joven materialista.

Mi breve relación con Monique inició una corriente de pensamientos que pueden parecer harto evidentes al lector que conoce los cabos. Un anuncio de una revista pornográfica me llevó a la oficina de cierta mademoiselle Edith, que empezó ofreciéndome la elección de un alma gemela en un álbum más bien sucio («regardez-moi cette belle brune!»): Cuando aparté el álbum y me las arreglé de algún modo para soltar mi criminal anhelo, me miró como si hubiera estado a punto de mostrarme la puerta. Sin embargo, después de preguntarme qué precio estaba dispuesto a desembolsar, consintió en ponerme en contacto con una persona qui pourrait arranger la chose. Al día siguiente, una mujer asmática, groseramente pintada, gárrula, con olor a ajo, un acento provenzal casi burlesco y bigote negro sobre los labios rojos, me llevó hasta el que parecía su propio domicilio. Allí, después de juntar las puntas de sus dedos gordos y besárselas para significar que su mercancía era un pimpollo delicioso, corrió teatralmente una cortina, descubriendo lo que consideré como la parte del cuarto donde solía dormir una familia numerosa y desaprensiva. En ese momento, solo había allí una muchacha de por lo menos quince años, monstruosamente gorda, cetrina, de repulsiva fealdad, con trenzas espesas y lazos rojos, sentada en una silla mientras mecía ficticiamente una muñeca calva. Cuando sacudí la cabeza y traté de huir de la trampa, la mujer, hablando a todo trapo, empezó a levantar la sucia camisa de lana sobre el joven torso de giganta. Después, viéndome resuelto a marcharme, me pidió son argent. Entonces se abrió una puerta en el extremo del cuarto y dos hombres que habían estado comiendo en la cocina se sumaron a la gresca. Eran deformes, con los pescuezos al aire, morenos, y uno de ellos usaba anteojos negros. A sus espaldas espiaban un muchachuelo y un niño que andaban de puntillas, con las piernas torcidas y embarradas. Con la lógica insolente de las pesadillas, la enfurecida alcahueta señaló al de los anteojos negros y dijo que había estado en la policía, lui, de modo que me convenía hacer lo que se me había dicho. Me dirigí hacia Marie —ese era su nombre estelar—, que por entonces había trasladado tranquilamente sus pesadas ancas hasta un banquillo frente a la mesa de la cocina para seguir con la sopa interrumpida, mientras el niño de puntillas recogía la muñeca. Con una oleada de piedad que dramatizó mi ademán idiota, deslicé un billete en su mano indiferente. Ella transfirió mi dádiva al exdetective, mientras se me permitía retirarme.

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