Lolita

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Primera Parte » Capítulo 7

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Ignoro si el álbum de la alcahueta fue o no otro eslabón en la guirnalda de margaritas; lo cierto es que poco después, por mi propia seguridad, resolví casarme. Se me ocurrió que horarios regulares, alimentos caseros, todas las convenciones del matrimonio, la rutina profiláctica de las actividades de dormitorio y, acaso, el probable florecimiento de ciertos valores morales podían ayudarme, si no para purgarme de mis degradantes y peligrosos deseos, por lo menos para mantenerlos bajo mi dominio. Algún dinero recibido después de la muerte de mi padre (no demasiado: el Mirana se había vendido mucho antes), sumado a mi postura atractiva, aunque algo brutal, me permitió iniciar la busca con ecuanimidad. Después de considerables deliberaciones, mi elección recayó sobre la hija de un doctor polaco: el buen hombre me trataba sucesivamente por mis vahídos y mi taquicardia. Jugábamos al ajedrez: su hija me miraba detrás de su caballete de pintura, e introducía ojos y articulaciones —tomadas de mí— en los trastos cubistas que por entonces pintaban las señoritas cultas, en vez de lilas y corderillos. Permítaseme repetirlo con serena firmeza: yo era, y aún soy, a pesar de mes malheurs, un varón excepcionalmente apuesto; de movimientos lentos, alto, con suave pelo negro y aire melancólico, pero tanto más seductor. La virilidad excepcional suele reflejar, en los rasgos visibles del sujeto, algo sombrío y congestionado que pertenece a lo que debe ocultar. Y ese era mi caso. Muy bien sabía yo, ay, que podía obtener a cualquier hembra adulta que se me antojara castañeteando los dedos; en verdad, ya era todo un hábito mío el no mostrarme demasiado atento con las mujeres, a menos que se precipitaran, con la sangre encendida, en mi frío regazo. De haber sido yo un françáis moyen aficionado a las damas de relumbrón, podría haber encontrado fácilmente, entre las muchas bellezas enloquecidas que rompían contra mi sombrío peñasco, criaturas mucho más fascinantes que Valeria. Pero mi elección estaba condicionada por consideraciones cuya esencia era, como habría de advertirlo demasiado tarde, una lamentable transacción. Todo lo cual demuestra hasta qué punto Humbert era siempre estúpido en cuestiones de sexo.

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