Lolita

Lolita


Primera Parte » Capítulo 8

Página 13 de 77

8

Aunque me dijera a mí mismo que solo buscaba una presencia que sirviera de blanco para mis tiros, un pot-au-feu superlativo, lo que realmente me atraía en Valeria era que imitaba a una niña. No lo hacía porque hubiera adivinado algo en mí; era sencillamente su estilo, y sucumbí a él. En realidad, ya andaba cerca de los treinta (nunca llegué a saber su verdadera edad, porque hasta su pasaporte mentía) y había perdido su virginidad en circunstancias que variaban según su estado de ánimo rememorativo. Por mi parte, yo era tan candoroso como solo un pervertido puede serlo. Ella tenía un aire retozón, de pichona, se vestía a la gamine, mostraba generosamente sus piernas suaves, sabía cómo destacar el blanco de una prenda íntima con el negro terciopelo de sus chinelas, hacía mohines, tenía hoyuelos, era juguetona, sacudía su pelo corto, rubio y rizado de la manera más graciosa y trivial que pudiera imaginarse.

Después de una sucinta ceremonia en la mairie, la llevé al nuevo apartamento que había alquilado y, con cierta sorpresa de su parte, hice que se pusiera antes de tocarla, un tosco camisón que me había ingeniado para hurtar del lavadero de un orfanato. Esa noche nupcial me procuró cierta diversión. Pero la realidad no tardó en afirmarse. Los rubios rizos revelaron sus raíces negras; el vello se convirtió en púas sobre una piel rasurada; los volubles labios húmedos, que yo había atiborrado de amor, traicionaron ignominiosamente su semejanza con la parte correspondiente en un preciado retrato de su mamá muerta, tan parecida a un sapo; al fin, en vez de una pálida niña del arroyo, Humbert Humbert tuvo en sus manos un baba enorme, hinchado, de piernas cortas, pechos grandes y casi sin seso.

Ese estado de cosas duró desde 1935 hasta 1939. La única ventaja de mi mujer era su naturaleza tácita, que favorecía la ilusión de un extraño bienestar en nuestro pequeño y mísero departamento: dos cuartos, una vista brumosa desde una ventana, una pared de ladrillos desde la otra, una cocina estrecha, una bañera en forma de zapato dentro de la cual me sentía como Marat, pero sin ninguna doncella de cuello blanco que me apuñalara. Pasamos juntos unas pocas noches apacibles, ella hundida en su Paris-Soir, yo trabajando en una mesa desvencijada. Íbamos al cinematógrafo, a ver carreras de bicicletas y combates de boxeo. Yo recurría muy pocas veces a su carne rancia; solo en casos de gran necesidad y desesperación. El almacenero que vivía frente a nosotros tenía una hijita cuya sombra me enloquecía; pero con ayuda de Valeria encontraba, después de todo, ciertos desahogos legales para mi fantástica tendencia. En cuanto a la cocinera, descartamos tácitamente el pot-au-feu y comíamos casi siempre en un lugar atestado de la Rue Bonaparte, con manteles manchados de vino y entre una algarabía foránea. En la casa vecina, un anticuario exhibía en su escaparate abigarrado una vieja estampa norteamericana, espléndida, llameante, verde, roja, dorada, azul, índigo: una locomotora con una chimenea gigantesca, grandes faroles barrocos y un barredor tremendo, que arrastraba sus coches color malva a través de la noche tormentosa, en la pradera, y mezclaba su humo tachonado de chispas con las aterciopeladas nubes henchidas de truenos.

Las nubes estallaron. En el verano de 1939 mon oncle d’Amérique murió legándome una renta anual de unos pocos miles de dólares a condición de que me fuera a vivir a los Estados Unidos y demostrara ciertos interés por sus asuntos. La perspectiva encontró en mí la mejor de las bienvenidas. Sentí que mi vida necesitaba una sacudida. Además, había otra cosa: en la felpa de la comodidad matrimonial aparecían agujeros de polillas… En las últimas semanas, había advertido que mi gorda Valeria no era ya la misma: había adquirido un extraño desasosiego y a veces hasta mostraba cierta irritación muy poco afín con el carácter que se suponía encarnado con ella. Cuando le informé que estábamos a punto de embarcarnos para Nueva York, pareció perpleja, angustiada. Hubo algunas tediosas dificultades con sus documentos. Tenía un pasaporte que, por algún motivo, su participación de la sólida nacionalidad suiza de su marido no podía superar; resolví que la necesidad de hacer colas en la préfecture y otras formalidades era lo que le había vuelto tan inquieta, a pesar de mis pacientes descripciones de Norteamérica como el país de los niños rosados y los grandes árboles, donde la vida era tanto mejor que en el insulso y turbio París.

Una mañana, salíamos de cierta oficina con sus papeles casi en orden, cuando Valeria, que iba zarandeándose a mi lado, empezó a sacudir vigorosamente su cabeza lanuda sin decir una sola palabra. Callé durante un instante y al fin le pregunté si le pasaba algo. Me respondió (traduzco de su francés, que a su vez sería, según imagino, la traducción de una trivialidad eslava): «Hay otro hombre en mi vida».

En verdad, esas son palabras feas para los oídos de un marido. Confieso que me ofuscaron. Golpearla allí mismo, en la calle, como habría hecho un hombre honrado del común, no era cosa factible. Años de oculto sufrimiento me habían enseñado un autocontrol sobrehumano. La hice subir, pues, a un taxi que se había deslizado de manera invitadora a lo largo de la acera durante algún tiempo, y en esa relativa intimidad sugerí que aclarara su tremenda revelación. Una furia creciente me sofocaba, no porque sintiera un afecto especial hacia esa figura ridícula, madame Humbert, sino porque los problemas de uniones legales e ilegales, solo podían resolverse por sí mismos, y ahí estaba ella, Valeria, una esposa de comedia, preparándose a disponer de mi comodidad y mi destino. Le pregunté el nombre de su amante. Repetí mi pregunta; pero ella se empeñó en un grotesco balbuceo, discurriendo sobre su infelicidad conmigo y anunciando planes para un divorcio inmediato: «Mais, qui est-ce», grité al fin, golpeándole la rodilla con el puño. Ella, sin pestañear, fijó en mí sus ojos como si la respuesta hubiera sido demasiado simple para las palabras, después se encogió ligeramente de hombros y señaló la espesa nuca del conductor del taxi, que se detuvo en un pequeño café y se presentó. No recuerdo su ridículo nombre, pero después de todos esos años aún puedo verlo con toda nitidez: un fornido ruso blanco, excoronel, de bigote espeso y corte de pelo a la prusiana. Había miles de ellos trabajando en ese oficio de necios por todo París. Nos sentamos a una mesa. El zarista pidió vino y Valeria, después de aplicarse una servilleta mojada sobre la rodilla, siguió hablando… en mí, más que a mí. Vertía palabras en este digno receptáculo con volubilidad que nunca había sospechado en ella. De cuando en cuando, dirigía una descarga eslava hacia su insólito amante. La situación era absurda y lo fue aún más cuando el coronel-taximetrista, deteniendo a Valeria con una sonrisa posesiva, empezó a desarrollar sus opiniones y proyectos. Con un acento atroz en su cuidadoso francés, esbozó el mundo de amor y trabajo en el cual se proponía entrar tomado de la mano de su mujer-niña, Valeria. Valeria, mientras tanto, había empezado a arreglarse, sentada entre él y yo; se pintaba los labios fruncidos, triplicaba su mentón para observarse la pechera de la blusa, etcétera. El coronel hablaba de ella como si hubiera estado ausente, y también como si Valeria hubiera sido una especie de pupila a punto de pasar, por su propio bien, de las manos de un tutor sensato a las de otro más sensato todavía. Y aunque mi ira impotente haya exagerado y desfigurado ciertas impresiones, puedo jurar que el ruso llegó a consultarme sobre problemas tales como la alimentación de mi mujer, sus períodos, su guardarropa y los libros que había leído o debía leer: «Creo que Jean Christophe le gustará…», dijo. ¡Oh, el señor Taxovich era todo un letrado!

Puse fin a esa cháchara sugiriendo a Valeria que empacara enseguida sus pocas pertenencias, y el bobo del coronel se ofreció galantemente para llevarlas en su automóvil. Volviendo a su condición profesional, condujo a los Humbert a su domicilio. Durante el camino, Valeria habló y Humbert el Terrible deliberó con Humbert el Pequeño si Humbert Humbert debía matar al amante, o a los dos, o a ninguno. Recuerdo la ocasión en que empuñé una pistola automática perteneciente a un camarada de estudios, en los días (he hablado de ellos, pero poco importa) en que jugaba con la idea de gozar de su hermana, una diáfana nínfula con un arco de pelo negro, y luego darme muerte. Ahora me preguntaba si Valechka, como la llamaba el coronel, era digna de que disparara contra ella, o la estrangulara, o la ahogara. Tenía piernas muy vulnerables y resolví limitarme a lastimarla horriblemente no bien estuviéramos a solas.

Pero nunca estuvimos a solas. Valechka —que ahora vertía torrentes de lágrimas teñidas por el revoltijo de su maquillaje multicolor— empezó a llenar un baúl, y dos valijas, una caja que estuvo a punto de estallar, mientras el maldito coronel, que revoloteaba alrededor de ella incesantemente, hacía imposibles mis sueños de ponerme mis botas de montaña y darle un buen puntapié en el trasero. No puedo decir que el coronel se portara con insolencia o cosa semejante; por el contrario, exhibió —como una representación suplementaria en esa función que me habían endilgado— una discreta cortesía de viejo estilo, subrayando sus movimientos con toda clase de excusas mal pronunciadas (j’ai demannde perdone… est-ce que j’ai puis…) y volviéndose con todo tacto cuando Valechka descolgó de la cuerda para tender, sobre la bañera, sus calzones rosados. Pero el coronel parecía llenar el lugar en todo momento, le gredin, ya acomodando su persona a la anatomía de un sofá, ya leyendo mi periódico en mi silla, ya desatando el nudo de un cordel, ya enrollando un cigarrillo, ya contando las cucharitas de té, ya visitando el cuarto de baño, ya ayudando a su muñeca a envolver el ventilador eléctrico que su padre le había regalado, ya llevando a la calle su equipaje. Yo me senté a medias apoyado en el alféizar de la ventana, con los brazos cruzados, muriéndome de odio, de hastío. Al fin, ambos estuvieron fuera del trémulo apartamento —seguía resonando en cada nervio mío la vibración de mi portazo a sus espaldas, pobre sucedáneo del revés que debía haberle dado en la mejilla, según las normas del cinematógrafo—. Representando torpemente mi papel, me precipité al cuarto de baño para comprobar si se habían llevado mi agua de colonia inglesa; allí estaba, pero advertí, con un estremecimiento de furioso asco, que el antiguo consejero del zar no había tirado la cadena después de vaciar su vejiga. Ese solemne estanque de orina ajena donde se desintegraba una colilla pardusca, me hirió como un insulto supremo y busqué, enloquecido, un arma alrededor de mí. En realidad, me atrevo a decir que solo una cortesía de clase media rusa (con un dejo oriental, quizá) había sugerido al buen coronel (¡Maximovich!, súbitamente su nombre vuela en taxi hacia mí), persona muy formal como todos los de su condición, que encubriera sus necesidades privadas con un decoroso silencio, como para no humillar la pequeñez del domicilio de su huésped con el fragor de una impetuosa cascada, al cabo de su propio chorro aminorado. Pero todo ello no pasó por mi mente mientras exploraba la cocina, rugiendo de rabia, en pos de algo mejor que una escoba. Al fin, abandonando la busca, salí de la casa con la heroica decisión de atacarlo a puño limpio: a pesar de mi vigor natural, no soy un púgil, mientras que Maximovich, bajo, pero de hombros anchos, parecía hecho de hierro. La calle desierta, donde no quedó más rastro de la partida de mi mujer que un botón de vidrio arrojado al arroyo después de permanecer durante tres innecesarios años en un estuche roto, evitó que me sangraran las narices. Pero no importa. Tuve mi pequeña venganza a su debido tiempo. Un hombre de Pasadena me dijo un día que la señora Maximovich, née Zborovski, había muerto al dar a luz en 1945; de algún modo, la pareja había ido a parar a California, donde se había prestado, a cambio de un salario excelente, a un largo experimento ideado por un distinguido etnólogo norteamericano. El experimento consistía en observar las reacciones humanas y raciales a una dieta de bananas y dátiles, en una constante posición de cuatro patas. Mi informante, un doctor, juró que había visto con sus propios ojos a la obesa Valechka y a su coronel, por entonces con el pelo gris y también muy corpulento, gateando diligentemente por los bien barridos suelos de una serie de cuartos muy iluminados (frutas en uno, agua en otro, esteras en un tercero, etc.), en compañía de otros cuadrúpedos alquilados, escogidos entre grupos indigentes y desesperados. He tratado de encontrar los resultados de esas pruebas en la Revista de Antropología, pero parece que aún no se han publicado. Desde luego, se necesita algún tiempo para que fructifiquen esos productos científicos. Espero que se publiquen ilustrados con buenas fotografías, aunque no es muy probable que la biblioteca de una cárcel albergue obras tan eruditas. El libro a que me veo limitado en estos días, a pesar de las gestiones de mi abogado, es un claro ejemplo del absurdo eclecticismo que gobierna la elección de libros en las bibliotecas carcelarias. Tienen la Biblia, desde luego, y Dickens (un ejemplar antiguo, Nueva York, ed. G. W. Lillingham, MDCCCLXXXVII); el Tesoro de la juventud, con algunas bonitas fotografías de girls scouts con pelo color de miel, en pantalones cortos; y El anuncio de un crimen, de Agatha Christie. Pero también tienen coruscantes fruslerías tales como Un vagabundo en Italia, de Percy Elphinstone, autor de Vuelta a Venecia, Boston 1868, y un Quién es quién en el teatro relativamente al día (1946) —actores, productores, autores, fotografías de escenas—. Examinando el último volumen, di con una de esas coincidencias que los lógicos abominan y los poetas aman. Transcribo casi toda la página:

«Pym, Roland. Nació en Lundy, Massachusetts, en 1922. Estudió arte escénico en Elsinore Playhouse, Derby, Nueva York. Se inició en Fuegos de artificio. En su vasto repertorio figuran: A dos cuadras de aquí, La muchacha de verde, Maridos mezclados, Toca y vete, El encantador Juan, He soñado contigo».

«Quilty, Clare. Dramaturgo norteamericano. Nació en Ocean City, Nueva Jersey. 1911. Estudió en la Universidad de Columbia. Se inició en la carrera del comercio, pero la abandonó por el arte dramático. Es autor de La pequeña ninfa, La dama que amaba los relámpagos (en colaboración con Vivian Darkbloom), Era oscura, El hongo extraño, Amor paternal y otras piezas. Son notables sus abundantes producciones para niños. La pequeña ninfa viajó 22 000 kilómetros y se representó 280 veces en su rumbo hacia Nueva York. Hobies: autos de carreras, fotografía, animales domésticos».

«Quine, Dolores. Nació en 1882, en Dayton, Ohio. Estudió arte escénico en la American Academy. Actuó por primera vez en Ottawa, en 1900. En 1904 debutó en Nueva York con Nunca hables a extraños. Desde entonces reapareció en… (sigue una lista de obras)».

¡Cómo me retuerce con dolor desesperado la lectura del nombre de mi amada, aunque atribuido a una vieja bruja! Acaso también ella pudo ser actriz. Nació en 1935. Apareció (advierto el desliz de mi pluma en el párrafo precedente, pero no lo corrijas, por favor, Clarence) en El escritor asesinado. ¡Oh, Lolita mía, solo puedo jugar con palabras!

Ir a la siguiente página

Report Page