Lolita

Lolita


Primera Parte » Capítulo 10

Página 15 de 77

10

Cuando me dieron de alta busqué un sitio en la campiña de Nueva Inglaterra o una aldea soñoliente (olmos, iglesia blanca) donde pasar un verano estudioso, acrecentando las notas que ya colmaban un cajón y bañándome en algún lago cercano. Mi trabajo volvía a interesarme —me refiero a mis esfuerzos de erudición—; lo demás, mi participación activa en los perfumes póstumos de mi tío, se había reducido al mínimo.

Uno de sus antiguos empleados, descendiente de una familia distinguida, me sugirió que pasara unos pocos meses en la residencia de ciertos primos suyos venidos a menos, un señor McCoo, retirado, y su mujer, que deseaban alquilar su piso alto, donde tenían dos hijas pequeñas, una niña de meses y otra de doce años, y un bello jardín, no lejos de un hermoso lago. Contesté que la cosa pintaba muy bien.

Cambié cartas con esas personas, las persuadí de que era un animal muy doméstico y pasé una noche fantástica en el tren, imaginando con todos los pormenores posibles a la enigmática nínfula a la que ejercitaría en francés y mimaría en humbértico. Nadie me recibió en la estación de juguete donde bajé con mi lujosa maleta nueva, y nadie respondió al teléfono; pero al fin, un angustiado McCoo de ropas mojadas irrumpió en el único hotel de la verdirrosa Ramsdale con la noticia de que su casa había ardido por completo —quizá a causa de la conflagración sincrónica que durante la noche entera había rugido en mis venas—. Su familia, me explicó, se había refugiado en una granja de su propiedad, llevándose el automóvil, pero una amiga de su mujer, la señora Haze, ilustre personaje que vivía en la calle Lawn, número 342, se ofrecía para alojarme. Cierta dama que vivía frente a la señora Haze había prestado al señor McCoo su limousine, un maravilloso y anticuado artefacto conducido por un negro. Desvanecido el único motivo de mi llegada, el arreglo mencionado me parecería ridículo. Muy bien, McCoo tendría que reedificar por completo su casa, ¿y qué? ¿No la había asegurado bastante? Me sentía enfurecido, decepcionado, harto, pero como cortés europeo no pude rehusar que me despacharan hacia la calle Lawn en ese coche fúnebre, intuyendo que de lo contrario el señor McCoo urdiría un ardid aún más complicado para librarse de mí. Lo vi escabullirse y mi chófer sacudió la cabeza con una risilla. En route, me juré a mí mismo que no soñaría siquiera con permanecer en Ramsdale bajo ninguna circunstancia, y que ese mismo día volaría a las Bermudas o las Bahamas. Posibilidades de ternuras junto a las playas en tecnicolor ya me habían cosquilleado en el espinazo tiempo antes y, en verdad, el primo de McCoo no había hecho sino torcer esa corriente de ideas con su sugestión bien recibida pero, tal como ahora se revelaba, absolutamente insensata.

Y a propósito de virajes bruscos: estuvimos a punto de atropellar a un insolente perro suburbano (uno de esos que acechan a la espera de automóviles) cuando tomamos la calle Lawn. Poco más adelante apareció la casa Haze, un horror de madera blanca, de aspecto sombrío y vetusto, más gris que blanca —el típico lugar en que se encuentra uno, en vez de ducha, con un tubo de goma fijado a la canilla de la bañera—. Di la propina al chófer y esperé que se marchara enseguida, para regresar a mi hotel sin que me vieran y empacar; pero el hombre no hizo más que cruzar la calle, pues una anciana lo llamaba desde la entrada de su casa. ¿Qué otra cosa podía hacer yo? Apreté el timbre.

Una criada de color me hizo entrar y me dejó de pie sobre el felpudo mientras se precipitaba de nuevo hacia la cocina, donde se quemaba algo que no debía quemarse.

El vestíbulo tenía diversos adornos; un carillón colgante sobre la puerta, un artefacto de madera rojiblanca, de los que se venden en los mercados mexicanos, y la reproducción preferida por la clase media presuntuosamente artística, la Arlesiana de van Gogh. Una puerta abierta a la derecha dejaba ver una sala con más trastos mexicanos en una rinconera y un sofá a rayas contra la pared. Al final del pasillo había una escalera, y mientras me secaba el sudor de la frente (solo entonces advertí el calor que hacía fuera) y miraba, por mirar algo, una pelota de tenis gris sobre un arcón de roble, me llegó desde el descanso la voz de contralto de la señora Haze, que inclinada sobre el pasamanos preguntó melodiosamente: «¿Es monsieur Humbert?». La ceniza de un cigarrillo cayó como rúbrica. Después, la propia dama fue bajando los escalones en este orden: sandalias, pantalones pardos, blusa de seda amarilla, cara cuadrada. Con el índice seguía golpeando el cigarrillo.

Creo que lo mejor será describirla desde ahora, para acabar con ello. La pobre señora estaba entre los treinta y los cuarenta, tenía la frente brillante, cejas depiladas y rasgos muy simples, pero no sin atracción, de un tipo que podía definirse como una copia mala de Marlene Dietrich. Palmeándose las asentaderas, me guio hasta el saloncito y hablamos un minuto sobre el incendio de McCoo y el privilegio de vivir en Ramsdale. Sus enormes ojos color verde mar tenían una curiosa manera de viajar sobre mí, evitando cuidadosamente mis propios ojos. Su sonrisa consistía apenas en levantar una ceja enigmática; estirándose desde el sofá donde hablaba, sacudía espasmódicamente su cigarrillo sobre tres ceniceros y la chimenea vecina (donde yacía el pardusco centro de una manzana roída). Era a todas luces una de esas mujeres cuyas cumplidas palabras pueden reflejar un club del libro, o un club de bridge, o cualquier otro mortal convencionalismo, pero nunca su alma; mujeres desprovistas por completo de humorismo; mujeres absolutamente indiferentes, en el fondo, a la docena de temas posibles para una conversación en una sala, pero muy cuidadosas sobre las normas de tal conversación, a través de cuyo luminoso celofán pueden distinguirse sin esfuerzo apetitosas frustraciones. Yo tenía clara conciencia de que si por una maldita casualidad llegaba a ser su huésped, ella se conduciría metódicamente según su propia concepción del hospedaje, y yo me vería otra vez atrapado en una de esas tediosas aventuras que tan bien conocía.

Pero no había peligro de que me quedara allí. No podía ser feliz en ese tipo de casa, con revistas manoseadas sobre cada silla y una especie de abominable hibridación entre la comedia de los llamados muebles funcionales modernos y la tragedia de mecedoras decrépitas y mesas de luz desvencijadas y bombillas fundidas. Me guio escaleras arriba, hasta «mi» cuarto. Lo inspeccioné a través de la bruma de mi rechazo, pero discerní sobre «mi cama» «La sonata de Kreutzer», de René Prinet. ¡Y llamaba a ese cuarto de sirvienta un «semiestudio»! ¡Salgamos de aquí en el acto!, me dije con firmeza mientras fingía considerar el precio ridículo y ominosamente bajo que mi voluntariosa huéspeda me pedía por cuarto y pensión.

Pero mi cortesía europea me obligó a sobrellevar la ordalía. Cruzamos el descanso de la escalera hacia el ala derecha de la casa, donde «Yo y Lo tenemos nuestros cuartos» (Lo debía de ser la criada), y la huéspeda-amante apenas pudo ocultar un estremecimiento cuando concedió al melindroso individuo un examen del único cuarto de baño, minúsculo y oblongo, entre el descanso y el cuarto de «Lo», con objetos blandos y mojados colgando sobre la dudosa bañera (con el signo de interrogación de un pelo en su interior); allí estaban la previsible serpiente de goma y su complemento, una cubierta rosada que tapaba tímidamente el retrete.

«Veo que no se siente usted favorablemente impresionado», dijo la dama apoyando un instante su mano sobre mi manga. Combinaba un frío atrevimiento —el exceso de lo que se llama «aplomo»— con una timidez y una tristeza que hacían tan artificial la nitidez con que elegía sus palabras como la entonación de un profesor de «dicción». «Confieso que esta no es una casa muy… pulcra —continuó la condenada—, pero le aseguro (y me miró los labios) que estará usted muy cómodo, muy cómodo en verdad… Permítame que le muestre el jardín» (dijo estas últimas palabras con más ánimo y con una especie de atracción simpática en la voz).

La seguí de mal grado por las escaleras y, después por la cocina, al final del vestíbulo, en el ala derecha de la casa —donde también estaban el comedor y el saloncito (bajo «mi» cuarto, a la izquierda, solo había un garaje)—. En la cocina, la criada negra, una mujer regordeta y más o menos joven, dijo: «Me marcho ya, señora Haze», mientras tomaba su bolso negro y brillante de la manija de la puerta que daba a la entrada trasera. «Sí, Louise», respondió la señora Haze con un suspiro. «La llamaré el viernes». Pasamos a una despensa pequeña y entramos en el comedor, paralelo al saloncito que ya había admirado. Advertí un calcetín blanco en el suelo. Con un gruñido de desaprobación, la señora Haze se inclinó sin detenerse y lo arrojó en una alacena junto a la despensa. Inspeccionamos rápidamente una mesa de caoba con una frutera en el centro que solo contenía el carozo todavía brillante de una ciruela. Busqué tanteando el horario que tenía en el bolsillo y lo pesqué subrepticiamente para dar con el primer tren. Aún seguía a la señora Haze por el comedor cuando, más allá del cuarto, hubo un estallido de verdor —«la galería» entonó la señora Haze— y entonces sin el menor aviso, una oleada azul se hinchó bajo mi corazón y vi sobre una estera, en un estanque de sol, semidesnuda, de rodillas, a mi amor de la Riviera que se volvió para espiarme sobre sus anteojos negros.

Era la misma niña: los mismos hombros frágiles y color de miel, la misma espalda esbelta, desnuda, sedosa, el mismo pelo castaño. Un pañuelo a motas anudado en torno al pecho ocultaba a mis viejos ojos de mono, pero no a la mirada del joven recuerdo, los senos juveniles. Y como si yo hubiera sido, en un cuento de hadas, la nodriza de una princesita (perdida, raptada, encontrada en harapos gitanos a través de los cuales su desnudez sonreía al rey y a sus sabuesos), reconocí el pequeño lunar en su flanco. Con ansia y deleite (el rey grita de júbilo, las trompetas atruenan, la nodriza está borracha) volví a ver su encantadora sonrisa, en aquel último día inmortal de locura, tras las «Roches Roses». Los veinticinco años vividos desde entonces se empequeñecieron hasta un latido agónico, hasta desaparecer.

Me es muy difícil expresar con fuerza adecuada esa llamarada, ese estremecimiento, ese impacto de apasionada anagnórisis. En el brevísimo instante durante el cual mi mirada envolvió a la niña arrodillada (sobre los severos anteojos negros parpadeaban los ojos del pequeño Herr Doktor que me curaría de todos mis dolores), mientras pasaba junto a ella en mi disfraz de adulto —un buen pedazo de triunfal virilidad—, el vacío de mi alma logró succionar cada detalle de su brillante hermosura, para cotejarla con los rasgos de mi novia muerta. Poco después, desde luego, ella, esa nouvelle, esa Lolita, mi Lolita, habría de eclipsar por completo a su prototipo. Todo lo que quiero destacar es que mi descubrimiento fue una consecuencia fatal de ese «principado junto al mar» de mi torturado pasado. Entre ambos acontecimientos, no había existido más que una serie de tanteos y desatinos, y falsos rudimentos de goce. Todo cuanto compartían formaba parte de uno de ellos.

Pero no me ilusiono. Mis jueces considerarán todo esto como la mascarada de un insano con gran afición por el fruit vert. Au fond, ça m’est bien égal. Solo puedo decir que mientras esa Haze y yo bajábamos los escalones hacia el jardín anheloso, mis rodillas eran como reflejos de rodillas en agua rizada, y mis labios eran como arena, y…

—Esta es mi Lo —dijo ella—. Y esas son mis azucenas.

—Sí, sí —dije—. ¡Son hermosas, hermosas, hermosas!

Ir a la siguiente página

Report Page