Lolita

Lolita


Primera Parte » Capítulo 11

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La prueba número dos es una agenda encuadernada en imitación cuero negro con una fecha dorada, 1947, en escalier sobre el ángulo superior izquierdo. Hablo de ese pulcro producto de la Blank Blank Co., Blanqton, Mass., como si realmente estuviera frente a mí. En verdad, fue destruido hace cinco años y lo que ahora examinaremos (por cortesía de una memoria fotográfica) no es sino una breve materialización, un minúsculo fénix inmaturo.

Recuerdo la cosa con tal exactitud porque en realidad la escribí dos veces. Primero anoté cada etapa con lápiz (entre muchas enmiendas y borrones) en las hojas de lo que se llama comercialmente «repuesto para máquina de escribir»; después copié todo con abreviaturas obvias, con mi letra más pequeña y satánica, en el librillo negro que acabo de mencionar.

El 30 de mayo es día de abstinencia por edicto en New Hampshire, pero no en las Carolinas. Ese día, una epidemia de «fiebre intestinal» hizo que Ramsdale cerrara sus escuelas durante el verano. El lector puede comprobar el informe meteorológico en el Ramsdale Journal de 1947. Pocos días después, me mudé a casa de la señora Haze y el diario que me propongo exponer (como un espía que transmite de memoria el contenido de la nota que se ha tragado) abarca casi todo junio.

Jueves. Día muy cálido. Desde un punto ventajoso (ventanas del cuarto de baño) vi a Dolores descolgando ropa en la luz tamizada por los manzanos, tras la casa. Salí. Ella llevaba una camisa a cuadros, blue jeans, zapatillas de goma. Cada movimiento que hacía en las salpicaduras de sol punzaba la cuerda más secreta y sensible de mi cuerpo abyecto. Un rato después se sentó junto a mí en el último escalón de la entrada trasera y empezó a recoger guijarros entre sus pies —guijarros, Dios mío, y después un vidrio curvo de botella de leche parecida a una boca regañosa— para arrojarlos contra una lata. Ping. No acertarás otra vez…, no podrás —qué agonía— otra vez. Ping. Maravillosa piel, oh, maravillosa: suave y tostada, sin el menor defecto. La crema produce acné. El exceso de sustancia oleosa que alimenta los bulbos pilosos de la piel produce, cuando es excesiva, una irritación que abre paso a infecciones. Pero las nínfulas no tienen acné aunque se atiborren de comida pingüe. Dios mío, qué agonía ese tenue lustre sedoso en sus sienes que se intensifica hasta el brillante pelo castaño. Y el huesecillo a un lado de su tobillo cubierto de polvo. «¿La hija de McCoo? ¿Ginny McCoo? Oh, es un espanto. Mala. Y coja. Casi se muere de parálisis». Ping. La vírgula brillante de su antebrazo al bajar. Cuando se puso de pie para llevarse la ropa, pude admirar desde lejos los fondillos descoloridos de sus blue jeans recogidos. Más allá del jardín, la blanda señora Haze, completada por una cámara fotográfica, creció como una cuerda de fakir y después de varias alharacas heliotrópicas —ojos tristes hacia arriba, ojos alegres hacia abajo— tuvo el descaro de retratarme mientras parpadeaba sobre los escalones. Humbert le Bel.

Viernes. La vi cuando se marchaba a alguna parte con una niña morena llamada Rose. ¿Por qué su modo de andar me excitaba tan abominablemente? Analicémoslo. Una desvaída sugestión de pulgares vueltos hacia adentro. Una especie de cimbreante aflojamiento bajo la rodilla, prolongado hasta el fin de cada pisada. El espectro de un arrastre. Muy infantil, infinitamente meretricia, Humbert Humbert se siente además infinitamente turbado por el lenguaje vulgar de la pequeña, con su voz aguda y agria. Después la oí gritar redomadas sandeces a Rose por encima del cerco. Pausa. «Ahora tengo que irme, nena».

Sábado (principio acaso corregido). Sé que es una locura continuar con este diario, pero escribirlo me procura un peculiar estremecimiento. Y solo una esposa enamorada podría descifrar esta letra microscópica. Permítaseme decir con un sollozo que hoy mi L. tomaba un baño de sol en la llamada «galería», pero su madre y otra mujer anduvieron incesantemente por los alrededores. Desde luego, podía sentarme en la mecedora y fingir que leía. Preferí no arriesgarme, y me mantuve lejos: temía que ese miedo horrible, insensato, ridículo, lastimoso que me paralizaba pudiera impedir que diera a mi entrée un aire fortuito.

Domingo. El ondulante calor todavía con nosotros; una semana muy favorable. Esta vez escogí una posición estratégica, con un obeso periódico y una pipa nueva, en la mecedora de la galería, antes de que llegara L. Con gran decepción mía, apareció con su madre, las dos en mallas de dos piezas, negras, nuevas como mi pipa. Mi amor, mi adorada estuvo un momento junto a mí —quería las historietas—, y olía casi como la otra niña de la Riviera, pero más intensamente, con armónicas más ásperas —un olor tórrido que me puso en movimiento de inmediato—, pero L. ya me había arrancado de un tirón la sección codiciada para retirarse a su estera, cerca de su mamá paquidérmica. Allí mi belleza se echó boca abajo, mostrándome, mostrando a los mil ojos desorbitados en mi sangre, sus omóplatos ligeramente prominentes y la pelusilla en la ondulación de su espinazo… En silencio, la alumna de sexto grado disfrutaba de sus historietas verdes, rojas, azules. Era la nínfula más encantadora que pudiera recordar… Mientras observaba a través de napas de luz prismáticas, con labios secos, concentrando mi guía y meciéndome levemente bajo mi periódico, sentí que mi percepción de L., debidamente enfocada, podía valerme de inmediato una bienaventuranza de suplicante, pero como un ave de rapiña que prefiere una presa en movimiento a otra inmóvil, me las ingenié para que esa lastimosa conquista coincidiera con uno de los varios movimientos infantiles que L. hacía de cuando en cuando mientras leía, por ejemplo, para tratar de rascarse la mitad de la espalda, revelando una axila punteada. Pero, de pronto, la gorda Haze lo arruinó todo volviéndose hacia mí y pidiéndome fuego, para iniciar una conversación so pretexto de un libro lleno de patrañas, escrito por cierto popular farsante.

Lunes. Delectatio amorosa. Paso mis tristes días entre mutismos y dolores. Esta tarde debíamos ir (mamá Haze, Dolores y yo) a bañarnos al lago, pero la mañana nacarada degeneró al mediodía en lluvia, y Lo hizo un escándalo.

La edad media de la pubertad femenina se ha fijado en los trece años y nueve meses, en Nueva York y Chicago. La edad varía, según los casos individuales. Herry Edgar se enamoró de Virginia cuando esta tenía apenas catorce años. Le daba lecciones de álgebra. Je m’imagine cela. Pasaron su luna de miel en Petersburg, Fla. «Monsieur Poe-poe», como llamaba al poeta-poeta, un alumno en una de las clases de Humbert Humbert.

Tengo todas las características que, según los estudiosos, suscitan reacciones perturbadoras en una muchachuela: mandíbula firme, mano musculosa, voz profunda y sonora, hombros anchos. Además, se me encuentra parecido a cierto cantor por el cual Lo anda chiflada.

Martes. Llueve. Lago de las Lluvias. Mamá, fuera de casa, de compras. Sabía que L. estaba cerca. Después de una sinuosa maniobra, me encontré con ella en el dormitorio de su madre. Me pidió que le sacara una mota del ojo izquierdo. Blusa a rayas. Aunque adoro la fragancia intoxicable de Lo, debería lavarse el pelo de cuando en cuando. Durante un instante, ambos estuvimos en el mismo baño tibio y verde del espejo, que reflejaba la copa de un álamo y a nosotros, en el cielo. La sostuve fuertemente por los hombros; después, con ternura, le tomé las sienes y le volví la cabeza. «Es aquí —dijo—, aquí lo siento». «Los campesinos suizos usan la punta de la lengua… La sacan de una lamida. ¿Quieres que trate?». «Bueno», dijo. Le pasé suavemente mi aguijón trémulo por el salado globo del ojo. «Uy —dijo—, ya se fue». «¿El otro, ahora?». «—Estás loco —empezó—. No tengo nad…». Pero entonces reparó en mis labios fruncidos, que se le acercaban. «Bueno», dijo condescendiente. El sombrío Humbert se inclinó sobre esa cara tibia y rósea, y apretó su boca contra el ojo vibrante. Lolita rio y escapó rozándome. Mi corazón pareció latir en todas partes al mismo tiempo. Nunca en mi vida… ni siquiera cuando acariciaba a la otra, en Francia, nunca…

Noche. Nunca he experimentado tal agonía. Me gustaría describir su cara, sus manos… y no puedo, porque mi propio deseo me ciega cuando está cerca. No me habitúo a estar con nínfulas, maldito sea. Si cierro los ojos, no veo sino una fracción de Lo inmovilizada, una imagen cinematográfica, un encanto súbito, recóndito, como cuando se sienta levantando una rodilla bajo la falda de tarlatán para anudarse el lazo de un zapato, «Dolores Haze ne montrez paz voz zhambes» (esta es la madre, que cree saber francés). Poeta à mes heures, compuse un madrigal al negro humo de sus pestañas, al pálido gris de sus ojos vacíos, a las cinco pecas asimétricas de su nariz respingada, al vello rubio de sus piernas tostadas; pero lo rompí y ahora no puedo recordarlo. Solo puedo describir los rasgos de Lo en los términos más triviales (diario resumido): puedo decir que tiene el pelo castaño, los labios rojos como un caramelo rojo lamido, el superior ligeramente hinchado. (¡Oh, si fuera yo una escritora que pudiera hacerla posar bajo una luz desnuda! Pero soy el flaco Humbert Humbert, huesudo y de pelo en pecho, con espesas cejas negras, acento curioso y un oscuro pozo de monstruos que se pudren tras una sonrisa de muchacho). Tampoco es ella la niña frágil de una novela femenina. Lo que me enloquece es la naturaleza ambigua de esta nínfula —de cada nínfula, quizá—; esa mezcla que percibo en mi Lolita de tierna y soñadora puerilidad, con la especie de vulgaridad descarada que emana de las chatas caras bonitas en anuncios y revistas, el confuso rosado de las criadas adolescentes del viejo mundo (con su olor a sudor y margaritas estrujadas). Y todo ello mezclado, nuevamente, con la inmaculada, exquisita ternura que rezuma del almizcle y el barro, de la mugre y la muerte, oh Dios, oh Dios. Y lo más singular es que ella, esta Lolita, mi Lolita, ha individualizado mi antiguo deseo, de modo que por encima de todo está… Lolita.

Miércoles. «Oye, haz que mamá nos lleve a ti y a mi al lago, mañana». Esas fueron las palabras textuales que mi viejo amor de doce años me dijo en un susurro voluptuoso, al encontrarnos por casualidad en la entrada de la casa, yo fuera, ella dentro. El reflejo del sol vespertino, un deslumbrante diamante blanco con innumerables destellos iridiscentes, titilaba en la capota de un automóvil estacionado. El follaje de un álamo voluminoso hacía corretear sus blandas sombras sobre la pared de tablas de la casa. Dos álamos temblaban y se estremecían. Llegaban los sonidos informes del tránsito remoto; un niño llamaba «¡Nancy, Naaancy!». En la casa, Lolita había puesto su disco favorito, «La pequeña Carmen», que yo solía llamar «Directores enanos», chiste que la hacía resoplar de desdén.

Jueves. Anoche nos sentamos Lolita y yo en la galería de la señora Haze. El tibio crepúsculo se había ahondado en amorosa oscuridad. La chica vieja había acabado de narrar con grandes pormenores el argumento de una película que ella y L. habían visto el invierno pasado: el boxeador había caído muy bajo cuando conoció al buen sacerdote (que también había sido boxeador en su robusta juventud y que aún podía aporrear a un pecador). Estábamos sentados sobre almohadones amontonados en el suelo, y L. estaba entre la mujer y yo (se había apretujado, la mimosa). A mi vez, me lancé a un bullicioso relato de mis aventuras árticas. La musa de la invención me tendió un fusil y maté a un oso blanco que estaba sentado, y exclamó: «¡Ah!». Mientras tanto, tenía una aguda conciencia de la proximidad de L. y al hablar hacía ademanes invisibles para tocarle la mano, el hombro… Al fin, después de envolver por completo a mi luminosa amada en ese oleaje de caricias etéreas, me atreví a rozarle la pierna a lo largo de la pelusilla de la tibia, y me reí de mis propios chistes, y temblé y oculté mis temores, y una o dos veces sentí con mis rápidos labios la tibieza de su pelo, mientras le sacudía la cabeza tomándola jocosamente de la nariz. También ella traveseó un buen rato, hasta que su madre le dijo terminantemente que se estuviera quieta y arrojó la muñeca a las sombras. Yo reí y hablé a Haze a través de las piernas de Lo, para deslizar la mano sobre la grácil espalda de mi nínfula y sentirle la piel bajo la camisa de muchacho. Pero sabía que todo era inútil, y la ropa me apretaba lastimosamente y casi me alegré cuando la suave voz de su madre anunció en la oscuridad: «Y ahora, todos creemos que Lo debe irse a la cama». «Váyanse al diablo», dijo Lo. «Pues mañana no habrá pícnic», dijo Haze. «Este es un país libre», dijo Lo. Cuando la enfadada Lo se marchó, no me moví por pura inercia, mientras Haze fumaba su décimo cigarrillo de aquella noche y se quejaba otra vez de Lo.

Ya había sido mala cuando solo tenía un año y solía arrojar sus juguetes de la cuna para que su pobre madre estuviera todo el tiempo recogiéndolos, ¡niña perversa! Ahora, a los doce, era una verdadera peste, dijo Haze. Lo único que ambicionaba en la vida era llegar a ser un día tambor mayor para menearse y hacer cabriolas, o bailarina de jazz. Sus calificaciones eran bajas, pero andaba mejor en su nueva escuela que en la de Pisky. (Pisky era la ciudad natal de Haze, en el medio Oeste. La casa de Ramsdale pertenecía a su difunta suegra. Aún no hacía dos años que se había mudado a Ramsdale). «¿Por qué no era feliz allá?». «Oh, yo misma pasé por ello de niña —dijo la señora Haze—. Chicos que le retuercen a una el brazo, que arrojan andanadas de libros, que tiran del pelo, que lastiman los pechos, que levantan las faldas… Desde luego, la melancolía es peculiar del desarrollo, pero Lo exagera. Es hosca, evasiva. Grosera y desafiante. Puso una estilográfica en el asiento de Viola, una italiana compañera suya en la escuela. ¿Sabe usted qué me gustaría? Si usted, monsieur, todavía sigue con nosotras en el otoño, le pediría que la ayudara en sus tareas…, usted parece saberlo todo, geografía, matemáticas, francés…». «¡Oh, todo!», dijo monsieur. «¡Eso quiere decir que seguirá usted con nosotras!». Yo tuve ganas de decirle que me quedaría allí eternamente, solo para acariciar de cuando en cuando a mi incipiente alumna. Pero estaba harto de Haze. De modo que me limité a gruñir y a estirar mis piernas en disonancia (le mot juste) y me marché a mi cuarto. Pero la mujer, evidentemente, no estaba dispuesta a postergar la cosa. Cuando ya me encontraba en mi fría cama, apretando contra mi cara el fragante espectro de Lolita, oí que mi infatigable huéspeda se apoyaba pesadamente contra la puerta para susurrar a través de ella, solo para cerciorarse —dijo— de que yo tenía la revista que le había pedido el otro día. Desde su cuarto, Lo gritó que ella la tenía. En esta casa somos una biblioteca circulante. Dios santo.

Viernes. Me pregunto qué dirán mis editores académicos si citara la vermeillette fente, de Ronsard, o un petit mont feutré de mousse délicate, tracé sur le milieu d’un fillet escarlatte, de Remy Beleau, etc. Probablemente tendré otro colapso nervioso si me quedo en esta casa, bajo la urgencia de esta tentación intolerable, junto a mi amada —mi amada—, mi vida y mi prometida. ¿La madre naturaleza la habrá iniciado ya en el Misterio de la Menarca? Tremenda sensación. Maldición gitana. Caída del techo, la abuela nos visita. «El señor Útero (cito de una revista para jóvenes) empieza a construir una suave pared, previendo que deberá alojar a un bebé». El minúsculo chiflado en su celda acolchada.

A propósito: si alguna vez cometo un asesinato serio… Subrayo el si. El motivo debería ser algo más importante que lo ocurrido con Valeria. Obsérvese que entonces yo era más bien inepto. Cuando me lleven a la muerte, recuerden ustedes que solo un estallido de locura podría darme la simple energía para conducirme como un bruto (todo esto corregido, quizá). A veces ocurre, en sueños. Pero ¿saben ustedes qué pasa? Por ejemplo, tengo un fusil. Por ejemplo, apunto contra un enemigo suave, quietamente interesado. Oh, aprieto el gatillo, pero las balas caen blandamente al suelo, una tras otra, desde el tímido cañón. En esos sueños, mi única preocupación es ocultar el fiasco al enemigo, que se aburre por momentos.

Durante la comida, la vieja gata me dijo, con una ojeada de burla maternal dirigida a Lo (yo acababa de describir con locuacidad el delicioso bigote como cepillo de dientes que no estaba muy resuelto a dejarme crecer): «Es mejor que no lo haga, pues alguien se pondrá completamente chiflada». En un instante Lo empujó el plato de pescado hervido, derribando su leche, y salió del cuarto: «¿Le aburriría mucho —dijo Haze— ir a nadar mañana con nosotras al lago, si Lo se disculpa por su comportamiento?».

Después oí portazos y otros ruidos que provenían de cavernas estremecidas donde las dos rivales se habían trenzado.

Lo no se disculpó. Nada de lago. Quizá hubiese sido divertido.

Sábado. He dejado la puerta abierta durante varios días, mientras escribía en mi cuarto, pero solo hoy ha caído en la trampa. Entre idas y venidas, pataditas y bromas adicionales (que ocultaban su turbación al visitarme sin haber sido llamada), Lo entró y después de revolotear a mi alrededor se interesó por los laberintos de pesadilla que mi pluma trazaba sobre una hoja de papel. Ah, no: no eran los resultados del inspirado descanso de un calígrafo, entre dos párrafos; eran los horrendos jeroglíficos (que ella no podía descifrar) de mi fatal deseo. Cuando Lo inclinó sus rizos castaños sobre el escritorio ante el cual estaba sentado, Humbert el Ronco la rodeó con su brazo, en una miserable imitación de fraternidad; y mientras examinaba, con cierta miopía, el papel que sostenía, mi inocente visitante fue sentándose lentamente sobre mi rodilla. Su perfil adorable, sus labios entreabiertos, su pelo suave estaban a pocos centímetros de mi colmillo descubierto, y sentía la tibieza de sus piernas a través de la rudeza de sus ropas cotidianas. De pronto, supe que podía besarla. Supe que me dejaría hacerlo, y hasta que cerraría los ojos, como enseña Hollywood. Una vainilla doble con chocolate caliente… apenas algo más insólito que eso. No puedo explicar al lector —cuyas cejas, supongo habrán viajado ya hasta lo alto de su frente calva— cómo supe todo ello; quizá mi oído de mono había percibido inconscientemente algún leve cambio en el ritmo de su respiración —pues ahora Lo no miraba de veras mi galimatías y esperaba con curiosidad y compostura (oh, mi límpida nínfula) que el atractivo huésped hiciera lo que rabiaba por hacer—. Una niña moderna, una ávida lectora de revistas cinematográficas, una experta en primeros planos soñadores, no encontrará muy raro —me dije— que un amigo mayor, apuesto, de intensa virilidad… demasiado tarde. La casa toda vibró súbitamente con la voluble voz de Louise, que contaba a la señora Haze, recién llegada de la calle, cómo ella y Leslie Thomson habían encontrado algo muerto en el sótano, y Lolita no iba a perderse semejante cuento.

Domingo. Cambiante, malhumorada, alegre, torpe, graciosa, con la acre gracia de su niñez retozona, dolorosamente deseable de la cabeza a los pies (¡toda Nueva Inglaterra por la pluma de una escritora!), desde el moño hecho a toda prisa y las horquillas que sostienen el pelo hasta la pequeña cicatriz de su pierna (donde un patinador le dio un puntapié, en Pisky), un par de centímetros sobre la gruesa media blanca. Se ha ido con su madre a casa de los Hamilton, para una fiesta de cumpleaños o cosa así. Falda amplia de algodón. ¡Precioso cachorro!

Lunes. Mañana lluviosa. Ces matins gris si doux… Mi pijama blanco tiene dibujos lilas en la espalda. Parezco una de esas infladas arañas pálidas que se ven en los jardines viejos. Sentadas en medio de una tela luminosa y sacudiendo levemente tal o cual hebra. Mi red está tendida sobre la casa toda, mientras aguzo el oído desde mi silla, como un brujo astuto. ¿Estará Lo en su cuarto? Tiro suavemente del hilo de seda. No está. Oigo el staccato del cilindro de papel higiénico que gira; y mi filamento no ha registrado pisadas desde el cuarto de baño hasta su cuarto. ¿Seguirá cepillándose los dientes? (El único acto sanitario que Lo cumple con verdadero celo). No. La puerta del cuarto de baño acaba de abrirse, de modo que habrá que buscar en alguna otra parte de la casa la hermosa presa de tibios colores. Tendamos una hebra por la escalera. Así compruebo que no está en la cocina, abriendo la heladera o chillando a su detestada mamá (la cual ha de gozar en su tercera conversación telefónica de la mañana, arrulladora, amortiguadamente alegre). Bueno, busquemos a tientas y esperemos. Me deslizo con el pensamiento hasta el saloncito y encuentro callada la radio (y mamá sigue hablando suavemente con la señora Chatfield o la señora Hamilton, sonriendo, ahuecando la mano libre sobre el teléfono, negando implícitamente que niegue esos divertidos rumores, susurrando con la intimidad que nunca tiene esa mujer resuelta cuando habla cara a cara). ¡De modo que mi nínfula no está en ninguna parte de la casa! ¡Se ha ido! Lo que imaginé como una onda prismática resulta apenas una telaraña gris; la casa está vacía, muerta. Y entonces llega la risilla dulce y suave de Lo a través de mi puerta entreabierta. «No le digas a mamá que me he comido todo tu jamón». Salto afuera. Ya se ha ido. Lolita, ¿dónde estás? La bandeja de mi desayuno, amorosamente preparado por mi huéspeda, me mira desabridamente, esperando que lo coma. ¡Lolita, Lolita!

Martes. Las nubes volvieron a impedir el pícnic en ese lago inalcanzable. ¿Es una maquinación del destino? Ayer me probé ante el espejo un par nuevo de pantalones de baño.

Miércoles. Por la tarde, Haze (zapatos razonables, traje sastre) dijo que iría a la ciudad a comprar un regalo para el amigo de una amiga, y me pidió que la acompañara, ya que tenía yo tan buen gusto para tejidos y perfumes. «Elija su preferido», ronroneó. ¿Qué podía hacer Humbert, especialista en perfumes? Me había arrinconado entre su automóvil y la entrada. «Apúrese», me dijo, mientras yo doblaba laboriosamente mi ancho cuerpo para subir al auto (sin dejar de pensar con desesperación en una escapatoria). Haze había puesto en marcha el motor y refunfuñaba delicadamente contra un camión que daba marcha atrás, después de llevar a la vieja e inválida señorita Vecina una nueva silla de ruedas, cuando llegó la voz aguda de mi Lolita desde la ventana del salón: «¡Eh, ustedes! ¿Adónde van? ¡Yo voy también! ¡Esperen!». «¡Ignórela!», gruñó Haze (ahogando el motor). Tanto peor para mi gentil conductora: Lo ya abría la puerta de mi lado. «Esto es intolerable», empezó Haze; pero Lo ya se había metido dentro, estremeciéndose de placer. «Eh, tú, mueve el trasero», dijo Lo. «¡Lo!», gritó Haze (mirándome de soslayo y, esperando que yo expulsara a la niña descarada). «Y conduce con cuidado», dijo Lo (no por primera vez), mientras se echaba atrás, mientras yo me echaba atrás, mientras el automóvil arrancaba. «Es intolerable», dijo Haze pasando a segunda violentamente, «que una niña sea tan mal educada. Y tan insistente. Cuando nadie la llama. Y necesita un baño».

Mis nudillos rozaban los blue jeans de la niña. Iba descalza; en las uñas de los pies quedaban restos de esmalte color cereza y había un pedazo de tela adhesiva sobre el dedo gordo.

Dios, ¡qué no habría dado yo por besar aquí y allá esos pies de huesos finos, dedos largos y agilidad de mono! De pronto su mano se deslizó en la mía y sin que nuestra acompañante lo viera apreté, palmoteé, sacudí esa garra tibia durante todo el viaje hasta la tienda. Las aletas de la nariz marlenesca de nuestra conductora brillaban (ya consumida o aventada su ración de polvo), mientras ella sostenía un elegante monólogo con el tránsito local, y sonreía de perfil, y hacía mohines de perfil, y batía las pintadas pestañas de perfil, y yo rogaba que nunca llegáramos a esa tienda. Pero llegamos.

No tengo otra cosa que consignar, salvo: primo, que la Haze mayor hizo que la Haze menor se sentara detrás durante el regreso; segundo, que la dama resolvió comprar la elección de Humbert para la parte de atrás de sus bien formadas orejas.

Jueves. Pasamos entre granizos y ventarrones el principio tropical del mes. En un volumen de la Enciclopedia infantil encontré un mapa de los Estados Unidos que un lápiz infantil había empezado a calcar en una hoja de papel de seda, y en cuyo reverso, contra el contorno incompleto de Florida y el Golfo, había una lista mimeográfica de nombres pertenecientes, sin duda, a la clase de Lo en la escuela de Ramsdale. Es un poema que ya sé de memoria.

Angel, Grace

Austin, Floyd

Beale, Jack

Beale, Mary

Buck, Daniel

Buyron, Marguerite

Campbell, Alice

Carmine, Rose

Chatfield, Phyllis

Clarke, Gordon

Cowan, John

Cowan, Marion

Duncan, Walter

Falter, Ted

Fantazia, Irving

Falshmann, Irving

Fox, George

Glave, Donald

Goodale, Donald

Green, Lucinda

Hamilton, Mary Rose

Haze, Dolores

Honeck, Rosaline

Knight, Kenneth

McCoo, Virginia

McCrystal, Vivian

McFate, Aubrey

Miranda, Viola

Rosato, Emil

Schelenker, Lena

Scott, Donald

Sheridan, Agnes

Sherva, Oleg

Smith, Hazle

Talbot, Edgar

Waing, Lull

Williams, Ralph

Windmuller, Louise

¡Un poema, un poema, en verdad! Qué extraño y dulce fue descubrir ese «Haze, Dolores» (¡ella!) en su especial glorieta de nombres, con su guardia de rosas, una princesa encantada entre sus dos damas de honor. Trato de analizar el estremecimiento de deleite que corre por mi espinazo al leer ese nombre entre los demás. ¿Qué es lo que me excita casi hasta las lágrimas (ardientes, opalescentes, espesas lágrimas de poeta y amante)? ¿Qué es? ¿El sutil anonimato de ese nombre con su velo formal («Dolores») y esa trasposición abstracta de nombre y apellido, que es semejante a un par nuevo de pálidos guantes o una máscara? ¿Es «máscara» la palabra clave? ¿Es porque siempre hay deleite en el misterio semitraslúcido, la lumbre a través de la cual la carne y los ojos —que solo yo he sido escogido para conocer— sonríen al dejarme solo? ¿O es porque puedo imaginar tan bien el resto de la clase abigarrada, en torno a mi dolorosa y brumosa amada: Grace y sus granos maduros; Ginny y su pierna con aparato ortopédico; Gordon, el ansioso; Duncan, el payaso hediondo; Agnes, de uñas comidas; Viola, con sus espinillas en la piel y el busto vigoroso; la bonita Rosaline; la morena Mary Rose; la adorable Stella; Ralph, que fanfarronea y roba; Irving, a quien tengo lástima? Y allí está ella, perdida entre todos, royendo un lápiz, detestada por los maestros, con los ojos de todos los muchachos fijos en su pelo y en su cuello, mi Lolita.

Viernes. Anhelo algún desastre terrible. Un terremoto. Una explosión espectacular: su madre eliminada de manera horrible, pero instantáneamente y para siempre, junto con todo ser viviente en millas a la redonda. Lolita salta a mis brazos. Su sorpresa, mis explicaciones, demostraciones, ululatos. ¡Vanas e insensatas fantasías! Un Humbert osado habría jugado con ella de una manera más repugnante (ayer, por ejemplo, cuando entró de nuevo en mi cuarto para mostrarme sus dibujos escolares); podría haberla sobornado… y acabar con la cosa. Un tipo más simple y práctico se habría atenido sobriamente a varios sucedáneos…, pero si ustedes saben adonde ir, yo no sé. A pesar de mi aire viril, soy horriblemente tímido. Mi alma romántica se vuelve trémula y viscosa ante la sola idea de recurrir a alguna inmundicia. A esos obscenos monstruos marinos. Mais allez-y, allez-y! Annabel sosteniéndose sobre un pie para ponerse pantalones cortos, yo mareado de rabia, sirviéndole de pantalla.

(La misma fecha, después, muy tarde). He prendido la luz para disipar un sueño. Tenía un antecedente indudable. Durante la comida, Haze anunció benévolamente que puesto que el pronóstico anunciaba un fin de semana con sol, iríamos el domingo al lago, después de la iglesia. Mientras yacía en mi cama, entre meditaciones, urdí un plan final para aprovechar el pícnic anunciado. Sabía que mamá Haze odiaba a mi amada porque era gentil conmigo. De modo que planeé el día junto al lago de manera que satisficiera a la madre. Le hablaría solo a ella, pero en un momento apropiado diría que había olvidado mi reloj pulsera y mis anteojos negros en algún lugar, y me hundiría con mi nínfula en el bosque. En ese instante, la realidad se desvanecía, y la busca de los anteojos se transformaba en una tranquila orgía… A las tres de la mañana tomé un soporífero y entonces un sueño que no era una secuela, sino una parodia, me reveló con una especie de significativa claridad, el lago que aún no había visitado: estaba cubierto por una lámina de hielo esmeralda, y un esquimal picado de viruela trataba en vano de romperlo con un hacha, aunque mimosas importadas y oleandros florecían en sus orillas cubiertas de granza. Estoy seguro de que la doctora Blanche Schwarzmann me habría pagado un montón de dinero por enriquecer con ese sueño sus archivos. Por desgracia, el resto era francamente ecléctico. La Haze mayor y la Haze menor corrían a caballo en torno al lago, y yo también corría, meciendo diestramente mi cuerpo, con las piernas arqueadas por la montura, aunque no había ningún caballo entre ellas: solo el aire elástico —una de esas pequeñas omisiones debidas a la distracción del agente que sueña.

Sábado. El corazón sigue saltando en el pecho. Aún me retuerzo y emito graves lamentos al recordar mi turbación. Vista dorsal. Vislumbre de piel sedosa entre camisa en T y pantalones de gimnasia blancos. Inclinada sobre el alféizar de una ventana, en el acto de arrancar hojas de un álamo y sosteniendo al mismo tiempo una charla torrencial con un chico vendedor de diarios, abajo (Kenneth Knight, supongo), que acababa de lanzar el Ramsdale Journal en la entrada con un envío muy preciso. Empecé a deslizarme hacia ella. Mis brazos y piernas eran superficies convexas entre las cuales —más que sobre las cuales— avanzaba lentamente, mediante algún modo neutro de locomoción: Humbert, la Araña Herida. Debí tardar horas en llegar hasta ella: creía verla por el extremo opuesto de un telescopio, y me movía como un paralítico, con miembros blandos y deformes, en una terrible concentración. Al fin estuve tras ella, cuando tuve la desgraciada idea de hacerle una broma —sacudiéndola por la nuca o algo semejante, para encubrir mi verdadero manège—, y ella chilló con un agudo y breve gemido: «¡Sal de ahí!» (qué grosera, la tunanta), y con una mueca horrible Humbert el Humilde se batió en fúnebre retirada, mientras ella seguía parloteando hacia la calle.

Pero oigamos lo que ocurrió después… Acabado el almuerzo, me recliné en una silla baja, para tratar de leer. De pronto, dos hábiles manitas me cubrieron los ojos: se había deslizado por detrás, como reiterando, en la secuencia de un ballet, mi maniobra matutina. Al tratar de interceptar el sol, sus dedos eran un carmesí luminoso, contenía apenas la risa y brincaba a uno y otro lado, mientras yo extendía los brazos a derecha e izquierda, hacia atrás, aunque sin cambiar de posición. Mi mano corrió sobre sus ágiles piernas, el libro partió de mi regazo como un trineo y la señora Haze apareció para decir indulgentemente: «Dele una tunda si interrumpe sus meditaciones de estudioso. Cómo me gusta este jardín (no había entonación exclamativa en su voz). No es divino el sol (tampoco había entonación interrogativa)». Y con un suspiro de fingida satisfacción, la odiosa señora se sentó en tierra y miró el cielo, echándose atrás y apoyándose sobre las manos abiertas. Entonces una vieja pelota gris de tenis rebotó sobre ella. La voz de Lo llegó arrogante desde la casa: «Pardon-nez, madre. No le apuntaba a usted». Desde luego que no, mi dulce amor.

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