Lolita

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Primera Parte » Capítulo 12

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Esa resultó la última de unas veinte anotaciones mías. Se verá por ellas que el esquema de la inventiva del diablo era día tras día el mismo. Al principio me tentaba para después burlarme, dejándome con un dolor sordo en las raíces mismas de mi ser. Yo sabía exactamente qué debía hacer y cómo hacerlo sin enturbiar la castidad de una niña; después de todo, tenía cierta experiencia en mi vida de pederosis: había amado visualmente, en los parques, a nínfulas pecosas; había insinuado mi paso cauteloso y bestial por entre la parte atestada de un ómnibus repleto de colegialas con sus libros a cuestas. Pero durante casi tres semanas, mis patéticas maquinaciones se habían visto interrumpidas. El causante de tales interrupciones era, por lo común, la señora Haze (cuyo temor principal, como habrá observado el lector, no era tanto que yo gozara con Lo cuanto que Lo gozara conmigo). La pasión que sentía yo por esa nínfula —la primera nínfula en mi vida que por fin estaba al alcance de mis garras angustiadas, dolientes y tímidas— me habría llevado sin duda, de regreso al sanatorio, de no haber comprendido el Diablo que debía proporcionarme cierto alivio si quería jugar conmigo durante más tiempo.

El lector habrá reparado, asimismo, en el curioso Espejismo del Lago. Habría sido lógico por parte del señor Arthur McFate (como podríamos llamar a ese diablo mío) procurarme cierto solaz en la playa prometida, en la presunta selva. En realidad, la promesa que había hecho la señora Haze se revelaba fraudulenta: no me había dicho que Mary Rose Hamilton (una pequeña belleza morena, por su parte) nos acompañaría, y que las dos nínfulas se lo pasarían cuchicheando aparte y divirtiéndose aparte, mientras la señora Haze y su apuesto huésped conversarían quietamente, semidesnudos, lejos de ojos que espiaran. Al fin, los ojos espiaron y las lenguas se agitaron. ¡Qué rara es la vida! Nos precipitamos para apartar los destinos que procurábamos entrelazar. Antes de mi llegada, mi huéspeda proyectaba que una vieja solterona, la señorita Phalen, cuya madre había sido cocinera en la familia Haze, se fuera a vivir en la casa con Lolita y conmigo, mientras la señora Haze buscaba algún empleo conveniente en la ciudad más cercana. La señora Haze había visto las cosas muy claramente: el anteojudo y encorvado Herr Humbert llegaría con sus baúles de Europa Central para juntar polvo en su rincón sobre un montón de libracos: la chicuela abominable estaría firmemente vigilada por la señorita Phalen (que ya había cobijado a mi Lo bajo su ala de gallina: Lo recordaba ese verano de 1944 con un estremecimiento de indignación) y la propia señora Haze se emplearía como recepcionista en una ciudad elegante. Pero un suceso no del todo complicado se opuso a ese programa. La señorita Phalen se rompió una cadera en Savannah, Ga., el mismo día en que llegué a Ramsdale.

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