Lolita

Lolita


Primera Parte » Capítulo 15

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Al día siguiente, se marcharon a la ciudad para comprar cosas necesarias para el campamento: toda compra hacía maravillas con Lo. Durante la comida pareció de su habitual humor sarcástico. Enseguida de comer, subió a su cuarto para sumergirse en las historietas adquiridas para los días lluviosos del campamento (las leyó tantas veces que cuando llegó el jueves no las llevó consigo). También yo me retiré a mi cubil, y escribí cartas. Mi plan era marcharme a la playa y después, cuando empezaran las clases, reanudar mi existencia en casa de la señora Haze. Porque ya sabía que me era imposible vivir sin la niña. El miércoles salieron nuevamente de compras; me pidió que atendiera el teléfono si la directora del campamento llamaba durante su ausencia. Llamó, y un mes después, o poco más, ambos tuvimos ocasión de recordar nuestra agradable charla. Ese miércoles, Lo comió en su cuarto. Había llorado durante una de las consabidas riñas con su madre y, como ya había ocurrido en ocasiones anteriores, no quería que yo viera sus ojos hinchados: tenía una piel delicada que después de un llanto prolongado se inflamaba y enrojecía, volviéndose morbosamente seductora. Lamenté mucho su error acerca de mi estética privada, pues ese toque de carmesí boticelliano, ese rosa intenso alrededor de los labios, esas pestañas húmedas y pegoteadas me encantaban. Y desde luego, esos accesos de pudor me privaban de muchas oportunidades de plausible consuelo. Pero esa vez había algo más de lo que yo pensaba. Mientras estábamos sentados en la oscuridad de la galería (una ráfaga violenta había apagado las velas), Haze me reveló con una risa lóbrega, que había dicho a Lo que su amado Humbert aprobaba enteramente la idea del campamento. «Ahora —agregó— ha puesto el grito en el cielo, so pretexto de que usted y yo queremos librarnos de ella. El verdadero motivo es otro: le he dicho que mañana cambiaremos por otros más ordinarios algunos camisones demasiado lujosos que me hizo comprarle. ¿Comprende usted? Ella se ve como una estrella; yo la veo como una chica sana, fuerte y decididamente común. Supongo que esa es la raíz de nuestras dificultades».

El miércoles me las arreglé para ver un instante a solas a Lo: estaba en el descanso de la escalera, con una camisa vieja y pantalones cortos blancos, manchados de verde, revolviendo cosas en un baúl. Dije algo que pretendía ser afable y gracioso, pero se limitó a resoplar sin mirarme. El desesperado, agonizante Humbert la palmeó tímidamente en el coxis, y ella lo golpeó con todas sus fuerzas con uno de los botines del difunto Mr. Haze. «Traidor», dijo mientras yo me precipitaba escaleras abajo frotándome el brazo entre ostentosos lamentos. Lolita no consintió en comer con Hum y mamá: se lavó la cabeza y se acostó con sus ridículos libros. Y el jueves, la tranquila señora Haze la llevó al campamento.

Autores más grandes que yo escribieron: «Imagine el lector», etc. Pensándolo bien, puedo dar a esas imaginaciones un puntapié en el trasero. Sabía que me había enamorado de Lolita para siempre; pero también sabía que ella no sería siempre Lolita. El uno de enero tendría trece años. Dos años más, y habría dejado de ser una nínfula para convertirse en una «jovencita» y después en una «muchacha», ese colmo de horrores. El término «para siempre» solo se aplicaba a mi pasión, a la Lolita eterna reflejada en mi sangre. La otra Lolita cuyas crestas ilíacas aún no llameaban, la Lolita que ahora yo podía tocar y oler y oír y ver, la Lolita de la voz estridente y el abundante pelo castaño —mechones y remolinos a los lados, rizos detrás—, la Lolita de nuca tensa y cálida y vocabulario vulgar —«fantástico», «super», «podrido», «fenómeno»—, esa Lolita, mi Lolita, se perdería para siempre para el pobre Catulo. ¿Cómo podía permitirme, pues, no verla durante dos meses de insomnios estivales? ¡Dos meses robados a los dos años de su vida de nínfula! Me disfrazaría de niña sombría y anticuada —la tosca mademoiselle Humbert— y pondría mi tienda en las cercanías del campamento, esperando que las rubicundas nínfulas clamaran: «Adoptemos a esa niña de voz ronca» y llevaran a la triste Berte au Gran Pied de tímida sonrisa a su rústica tierra, Berte dormiría con Dolores Haze…

Sueños ociosos y estériles. Dos meses de belleza, dos meses de ternura se perderían para siempre y no podría hacer nada, nada, mais rien.

Pero ese jueves reveló una gota de preciosa miel en su pulpa. Haze debía llevar a Lo al campamento casi de madrugada. Cuando me llegaron los diversos ruidos de la partida, salté de la cama y me asomé a la ventana. Bajo los álamos, el automóvil ya estaba con el motor en marcha. De pie en la acera, Louise se protegía los ojos con la mano como si la pequeña viajera ya se alejara bajo el fuerte sol matinal. Pero el ademán resultó prematuro. «¡Apúrate!», gritó Haze.

Mi Lolita, que había cerrado la puerta del automóvil y bajaba el vidrio de la ventanilla y saludaba a Louise y los álamos, (a ninguno de los cuales volvería a ver nunca más), interrumpió el movimiento fatal: miró hacia arriba y… corrió hacia la casa. Haze la llamó furiosa. Un instante después, oí cómo mi amor corría escaleras arriba. Mi corazón se ensanchó con tal fuerza que casi estalló en mi pecho. Me sujeté los pantalones del pijama, abrí la puerta y simultáneamente Lolita apareció jadeante con su vestido dominguero, y cayó en mis brazos, y la boca inocente de mi adorada palpitante se fundió bajo la feroz presión de unas oscuras mandíbulas masculinas. Enseguida la oí —viva, inviolada— bajar las escaleras. El movimiento fatal se reanudó. La pierna dorada se introdujo en el automóvil, la puerta se cerró —volvió a cerrarse— y Haze, la conductora sentada al violento volante, se llevó a mi vida mascullando con sus labios color rojo-goma palabras enfurecidas e inaudibles. Mientras tanto, sin que ni ellas ni Louise la vieran, la señorita Vecina, inválida, agitaba la mano débil pero rítmicamente en su galería con enredaderas.

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