Lolita

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Primera Parte » Capítulo 21

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Mi costumbre de callar cuando me sentía disgustado o, más exactamente, el aura fría e irrespirable de mi disgustado silencio solía enloquecer de miedo a Valeria, que sollozaba y se lamentaba diciendo: Ce qui me rend folle, c’est que je ne sais à quoi tu penses quand tu est comme ça. Traté de callar con Charlotte: se puso a gorjear y cacarear tomándome de la barbilla. ¡Una mujer asombrosa! Opté por retirarme a mi antiguo cuarto, ahora «estudio» permanente, mascullando que después de todo tenía que escribir una obra especializada, y la animosa Charlotte siguió embelleciendo el hogar, parloteando por teléfono y escribiendo cartas. Desde mi ventana, a través del temblor de las hojas de los álamos, la veía cruzar la calle y enviar su carta a la hermana de la señorita Phalen.

La semana de chaparrones y días nublados que transcurrió después de nuestra última visita a las inmóviles arenas del lago, fue una de las más tétricas que puedo recordar. Después aparecieron dos o tres confusos rayos de esperanza… antes del sol definitivo.

Se me ocurrió que tenía una mente muy ágil para planear y que podía utilizarla. Si no me atrevía a mezclarme con los proyectos relativos a su hija (cada vez más cálida y tostada en los días luminosos de insalvable distancia), podía sin duda urgir algunos medios generales para afirmarme de una manera general, para después encauzarla hacia una ocasión particular.

Una noche, la propia Charlotte me dio la oportunidad que yo esperaba.

—Tengo una sorpresa para ti —dijo mirándome con ojos de amor sobre su cucharada de sopa—. En el otoño nos iremos a Inglaterra.

Tragué mi cucharada, me sequé los labios con papel rosado (¡ah, los frescos y ricos lienzos del Hotel Mirana!) y dije:

—También yo tengo una sorpresa para ti, querida: No iremos a Inglaterra.

—¿Por qué, qué pasa? —dijo ella mirando con más sorpresa de la que yo había previsto, mis manos (que doblaban y rasgaban y estrujaban y volvían a rasgar involuntariamente la inocente servilleta de papel).

Pero mi rostro sonriente la tranquilizó.

—La cosa es muy simple —respondí—. Hasta en los hogares más armoniosos, como el nuestro, no todas las decisiones las toma la mujer. Hay ciertas cosas que el marido debe resolver. Me imagino muy bien el estremecimiento que tú, una sana muchacha norteamericana, sentirás al cruzar el Atlántico en el mismo buque que Lady Bumble, o Sam Buble, el rey de la carne envasada, o una ramera de Hollywood. Y no dudo que tú y yo haríamos un hermoso anuncio para la agencia de viajes cuando nos fotografíen mirando (tú con los ojos bien abiertos, yo dominando mi envidiosa admiración) los centinelas de Palacio, o Scarlet Guards, o Beaver Eaters, o como se los llame. Como bien sabes, solo tengo tristes recuerdos del viejo mundo podrido… Los anuncios en colores de tus revistas no cambiarán la situación.

—Querido… —dijo Charlotte—. Yo no…

—Espera un minuto. Esto que discutimos es algo al margen. Ahora me refiero a algo más general. Cuando querías que pasara mis tardes tomando sol en el lago en vez de trabajar, cedí alegremente y me convertí en un atractivo muchacho bronceado, en vez de seguir comportándome como un estudioso y, bueno… como un educador. Cuando me llevas a Burdon con los encantadores Farlow, te sigo mansamente. No, espera. Cuando decoras tu casa, no intervengo en tus ideas. Cuando resuelves… cuando resuelves toda clase de asuntos, puedo estar en desacuerdo completo o parcial… pero no digo nada. Ignoro el detalle. No puedo ignorar lo general. Me encanta que seas mi dueña, pero cada juego tiene sus reglas. No estoy enfadado. No, no hagas eso. Pero soy una mitad de este hogar, y tengo una voz débil pero clara.

Charlotte se me había acercado, había caído de rodillas y sacudía la cabeza lentamente, pero con vehemencia, mientras aferraba mis pantalones. Dijo que nunca había pensado en eso. Dijo que yo era su dueño y su dios. Dijo que Louise se había marchado, que hiciéramos el amor enseguida. Dijo que yo debía perdonarla, o moriría…

Ese incidente me llenó de júbilo. Le dije que no era cuestión de pedir perdón, sino de cambiar su modo de ser. Y resolví sacar ventaja de ello para pasarme un buen tiempo, aislado y huraño, trabajando en mi libro… o al menos fingiendo trabajar.

La cama turca de mi antiguo cuarto se había convertido ahora en el sofá que siempre había sido en el fondo, y Charlotte me había advertido desde el principio de nuestra unión que el cuarto se volvería «la guarida de un escritor». Un par de días después del «asunto Inglaterra», estaba yo sentado en un sillón nuevo y muy cómodo con un vasto volumen en mi regazo, cuando Charlotte golpeó con el dedo anular y entró. Qué diferentes eran sus movimientos de los de mi Lolita cuando solía visitarme en sus blue jeans sucios, oliendo a huerto y a ninfolandia, chabacana y descarada, oscuramente depravada, con la parte inferior de la camisa desabrochada. Pero permítaseme decir algo. Tras el ímpetu de la Haze menor y el aplomo de la Haze mayor, corría un hilo de tímida vida que tenía el mismo gusto, que murmuraba del mismo modo. Un gran doctor francés me dijo una vez que en los parientes próximos la más leve regurgitación estomacal tiene la misma «voz».

Charlotte entró, pues. Sentía que no todo andaba bien entre nosotros. Yo había fingido dormirme la noche anterior (y la noche anterior a esa) en cuanto nos habíamos acostado, para levantarme al amanecer.

Tiernamente, me preguntó si no me «interrumpía».

—No, por el momento —dije volviendo el volumen C de la Enciclopedia de las niñas para examinar un grabado impreso en la retiración, como dicen los impresores.

Charlotte se dirigió hacia una mesilla de imitación caoba, con un cajón. Puso la mano sobre ella. La mesita era horrible, sin duda, pero no le había hecho nada.

—Siempre he querido preguntarte —dijo (en tono comercial, no coqueto)— para qué está cerrado esto. ¿La quieres en tu cuarto? Es un objeto tan feo…

—Deja eso en paz —dije (estaba en un Camping en Escandinavia).

—¿Tiene llave?

—Está escondida.

—Oh, Hum…

—Guardo cartas de amor.

Me echó una de esas miradas heridas que me irritaban tanto y después, sin saber si yo hablaba en serio ni cómo continuar la conversación, permaneció mirando el vidrio de la ventana —más que a través de él—, tamborileando con sus agudas uñas rosadas, mientras yo volvía lentamente varias páginas (Canadá, Campo, Canciones, Conducta).

Al fin (Canoas) rodó hasta mi sillón y se sentó pesadamente en el brazo, envuelto en tweed, inundándome con el perfume que usaba mi primera mujer.

—¿Desea su señoría aquí el verano? —preguntó, señalando un paisaje otoñal en un estado del este.

—¿Por qué? —dije con lentitud y nitidez.

Ella se encogió de hombros. Acaso Harold solía tomarse vacaciones en otoño. Estación apacible. Reflejo condicional por parte de Charlotte.

—Creo que sé dónde se encuentra eso —dijo sin dejar de señalar—. Recuerdo que hay un hotel, El cazador encantado. ¿Bonito, verdad? Y la comida es una delicia. Y nadie molesta a nadie.

Restregó su mejilla contra mi sien. Valeria pronto pasó por todo eso.

—¿Te gustaría comer algo especial para la comida, querido? John y Jean vendrán a visitarnos un poco más tarde.

Respondí con un gruñido. Me besó en el labio inferior y dijo inspiradamente que haría una torta (subsistía la tradición desde mis días de inquilino de que yo adoraba las tortas) y me devolvió mi ociosidad.

Dejé cuidadosamente el libro abierto donde Charlotte se había sentado (las hojas intentaron moverse, pero un lápiz las detuvo) y revisé el escondrijo de la llave: estaba bajo la vieja y cara navaja que usaba antes de que ella me comprara otra mejor y más barata. ¿Era ese el lugar perfecto, allí, bajo esa navaja, en la hendidura de su estuche de terciopelo? El estuche estaba en un baúl donde guardaba diversos papeles. ¿Podía encontrar un sitio mejor? Es curioso lo difícil que resulta esconder cosas, sobre todo cuando se tiene una mujer que pasa el tiempo bregando con los muebles.

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