Lolita

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Primera Parte » Capítulo 24

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Olmos y álamos volvían sus estremecidas espaldas contra una súbita ráfaga y una negra nube asomaba sobre la torre blanca de la iglesia de Ramsdale cuando miré en torno a mí por última vez. Dejaba en pos de aventuras desconocidas la triste casa donde había alquilado un cuarto solo dos meses antes. Los visillos —económicos y prácticos visillos de bambú— estaban bajos. En las entradas o en la casa, su rico tejido se presta al drama moderno. Una gota de lluvia cayó sobre mis nudillos. Volví a la casa en busca de algo, mientras John acomodaba mi equipaje en el automóvil. Entonces ocurrió algo gracioso. No sé si en estas trágicas notas he destacado bastante la peculiar atracción que la apostura del autor —seudocéltico, atractivamente simiesco, juvenilmente varonil— ejercía para mujeres de toda edad y ambiente. Desde luego, tales declaraciones hechas en primera persona pueden parecer ridículas. Pero de cuando en cuando debo recordar al lector mi aspecto, así como un novelista profesional que atribuye a un personaje suyo una cierta afectación o un perro, debe mostrar esa afectación o ese perro cada vez que el personaje aparece en el curso del libro. Pero en el caso actual es aún más importante. Mi núbil Lo sucumbía al encanto de Humbert como al de la música sincopada; la adulta Lotte me quería con una pasión madura, posesiva, que ahora deploro y respeto más de lo que me tomo el trabajo de decir. Jean Farlow, de treinta y un años y absolutamente neurótica, también parecía sentir una fuerte atracción por mí. Era agradable, con algo de talle indígena a causa del matiz siena de su piel. Sus labios eran como anchos pólipos carmesíes, y cuando emitía su risa inconfundible mostraba grandes dientes romos y encías pálidas.

Era muy alta, usaba pantalones con sandalias o polleras acampanadas con zapatos de bailarina, bebía cualquier alcohol fuerte en cualquier cantidad, había tenido dos abortos, escribía relatos sobre animales, pintaba, como sabe el lector, paisajes, alimentaba ya el cáncer que la mataría a los treinta y tres años y yo la encontraba sin la menor atracción. Júzguese, pues, mi alarma cuando pocos segundos antes de marcharme (estábamos en el pasillo), Jean, con sus dedos siempre trémulos, me tomó por las sienes y con lágrimas en sus brillantes ojos celestes intentó sin éxito pegarse a mis labios.

—Cuídate —dijo—. Besa a tu hija por mí.

Un trueno resonó en la casa toda y ella agregó:

—Quizá en alguna parte, algún día, en momentos menos tristes, volvamos a vernos…

(Jean, dondequiera que estés, en un espacio temporal negativo o en un tiempo espiritual positivo, perdóname todo esto, inclusive los paréntesis).

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