Lolita

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Primera Parte » Capítulo 25

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Podría suponerse que allanadas todas las dificultades y ante una perspectiva de placeres delirantes e ilimitados, me arrellanaría mentalmente suspirando de delicioso alivio. Eh bien, pas du tout! En vez de entibiarme a los rayos de la sonriente Oportunidad, me sentí obsesionado por toda clase de dudas y temores puramente éticos. Por ejemplo: ¿no sorprendería que me hubiera mostrado tan firme para impedir la presencia de Lo en los acontecimientos alegres y tristes de su familia inmediata? Se recordará que no había asistido a nuestro casamiento. Otra cosa: admitiendo que el largo brazo velludo de la Coincidencia se había extendido para eliminar a una mujer inocente, ¿podría no ignorar la Coincidencia lo que había hecho su otro brazo y enviar a Lo un pésame prematuro? En verdad, solo el Ramsdale Journal había publicado el accidente —no el Parkington Recorder ni el Climax Herald, pues el campamento estaba en otro estado y las muertes locales carecían de intereses federales—. Pero no podía dejar de imaginar que de algún modo Dolly Haze ya había sido informada y que en el instante mismo en que iba a buscarla, amigos desconocidos por mí la llevaban a Ramsdale. Aún más inquietante que todas esas conjeturas y preocupaciones era el hecho de que Humbert Humbert, un reciente ciudadano norteamericano de oscuro origen europeo, no hubiera tomado medidas para ser el custodio legal de la hija (doce años y siete meses de edad) de su mujer muerta. ¿Me atrevería alguna vez a dar ese paso? No podía retener un estremecimiento cuando imaginaba mi desnudez rodeada de misteriosos estatutos bajo el brillo implacable de la ley.

Mi proyecto era una maravilla de arte primitivo. Volaría al campamento, diría a Lolita que su madre estaba a punto de sufrir una grave operación en un hospital inventado y me trasladaría con mi soñolienta nínfula de hotel en hotel, mientras su madre mejoraba y mejoraba hasta morir. Pero mientras me acercaba al campamento crecía mi ansiedad. No podía soportar la idea de no encontrar en él a Lolita o de encontrar a una nueva asustada Lolita que pidiera a gritos algún amigo familiar (no los Farlow, gracias a Dios, pues apenas los conocía), pero quizá alguna otra persona ignorada por mí. Al fin resolví hacer la llamada a larga distancia que había simulado tan bien pocos días antes. Llovía mucho cuando entré en un fangoso suburbio de Parkington, justo frente al cruce, uno de cuyos ramales contorneaba la ciudad y llevaba al camino que cruzaba las colinas hasta el lago Climax y al campamento.

Detuve el motor y durante un tranquilo instante permanecí sentado en el automóvil, meditando sobre la llamada telefónica, observando la lluvia, la acera inundada, una boca de agua: algo horrible, en verdad, pintada de color rojo y plata, que extendía los muñones de sus brazos para que los barnizara la lluvia, que goteaba por sus cadenas argénteas como sangre estilizada. No es de asombrarse que esté prohibido estacionar junto a esos tullidos de pesadillas. Fui hasta una estación de servicio. Me esperaba una sorpresa cuando los níqueles bajaron satisfactoriamente y una voz pudo responder a la mía.

Holmes, la directora del campamento, me informó que Dolly se había marchado el lunes (ya era miércoles) a una excursión por las colinas de su grupo, y que se la esperaba para ese mismo día. Si quería ir yo al día siguiente… Sin entrar en detalles, dije que su madre estaba en el hospital, que la situación era grave, que no debía informarse a la niña de tal gravedad y que debería estar lista para partir conmigo en la tarde del día siguiente. Las dos voces se despidieron con una explosión de ternura y buena voluntad, y por algún antojadizo desperfecto mecánico, mis monedas volvieron a mí con un tintineo que casi me hizo reír, a pesar de la decepción de mi deleite postergado. Me pregunto si esa súbita descarga, la devolución espasmódica, no estaba relacionada de algún modo, en la mente del destino, con mi invento de esa excursión antes de saber que era real.

¿Qué pasó luego? Me dirigí hacia el centro de Parkington y pasé toda la tarde (había aclarado, la ciudad parecía de plata y vidrio) comprando cosas hermosas para Lo. ¡Dios santo, qué absurdas adquisiciones hizo la predilección que Humbert tenía en esos días por las telas vivas, las puntillas, los pliegues suaves, las faldas generosamente acampanadas! Oh, Lolita, tú eres mi niña, así como Virginia fue la de Poe y Beatriz la de Dante. ¿Y a qué niña no le gusta girar en una falda circular? «¿Busca algo especial?», me preguntaban voces melosas. «¿Trajes de baño? Los tenemos de todos los tonos: rosa-sueño, malva-bellota, rojo-tulipán, negro-carbón. ¿Un traje de gimnasia? ¿Una falda-pantalón?». No. Lola y yo odiábamos las faldas-pantalón. Una de mis guías en esas cuestiones fue una anotación antropométrica hecha por la madre de Lo en su duodécimo cumpleaños —el lector recordará ese libro sobre niños—. Yo tenía la sensación de que Charlotte, movida por oscuros motivos de envidia y desamor, había agregado una pulgada aquí y allá. Pero como la nínfula habría crecido, sin duda, en los últimos siete meses, podía aceptar con seguridad casi todas esas medidas de enero: caderas, de cresta a cresta, apenas 73 centímetros, quizá menos; circunferencia del muslo, 43; cintura, 58; pecho, 68; cuello, 28; altura, 1 m 48; peso, 38 kilos; cociente de inteligencia, 121; apéndice vermiforme presente, gracias a Dios.

Además de esas medidas, yo podía desde luego, visualizar a Lolita con alucinante lucidez; y como persistía en mí una comezón en el sitio exacto, sobre mi esternón, adonde había llegado una o dos veces su sedosa cabellera, y sentía su tibio peso sobre mi regazo (de modo que siempre sentía en mí a Lolita, así como una mujer siente su embarazo[2]), no me sorprendió descubrir después que mi cálculo había sido más o menos correcto.

Por otra parte, había examinado detenidamente las páginas de un libro de ventas para el verano y revisaba con aire de gran conocedor los diversos y hermosos artículos, zapatos deportivos, escarpines de cabritilla flexible para niñas flexibles[3]. La pintada muchacha de negro que asistía a todas esas urgentes necesidades mías traducía la erudición y la precisa descripción paternal en eufemismos comerciales tales como «petite». Otra mujer, mucho mayor, vestida de blanco, de espeso maquillaje, parecía curiosamente impresionada por mi conocimiento de las modas infantiles; quizá tuviera yo una enana por amante. Así, cuando me mostraron una falda con dos «bonitos» bolsillos al frente, dirigí intencionadamente una candorosa pregunta masculina y fui retribuido con una demostración acerca de cómo se abría el cierre relámpago, en la parte trasera. Me divertí mucho con todas esas compras: minúsculas Lolitas fantasmales bailaban, caían, volaban como mariposas sobre el escaparate. Completé el encargo con un pijama de algodón de estilo carnicero. Humbert, el carnicero.

Hay algo de mitológico y de encantador en esas grandes tiendas, donde, según los anuncios, una empleada puede adquirir un guardarropa completo para su oficina y su hermanita puede soñar con el día en que su jersey de lana hará babear a los muchachones al fondo de la clase. Figuras de niños (tamaño natural) con narices respingadas y caras pardas, verdosas, pecosas, faunescas, flotaban a mi alrededor. Advertí que era el único comprador en ese lugar más bien feérico donde me movía como un pez, en un acuario glauco. Sentí que extraños pensamientos se formaban en la mente de las lánguidas damas que me escoltaban de escaparate en escaparate, desde la orilla rocosa a las algas marinas, y los cinturones y brazaletes que escogí parecían caer de manos de sirenas en el agua transparente. Compré una valija elegante, puse en ella el resto de las adquisiciones y partí hacia el hotel más cercano, satisfecho de mi jornada.

De algún modo, relacionándolo con esa tarde serena y poética, de minuciosas compras, recordé el hotel o posada con el seductor nombre «El cazador encantado», que Charlotte había mencionado poco antes de mi liberación. Con ayuda de una guía lo localicé en la apartada ciudad de Briceland, a una hora del campamento de Lo. Pude telefonear, pero temiendo que mi voz se alterara y se descompusiera en tímidos graznidos en inconexo inglés, resolví enviar un cable para reservar un cuarto con camas gemelas para la noche siguiente. ¡Qué cómico, desmañado y vacilante Príncipe Encantador era yo! ¡Cómo han de reírse algunos de mis lectores al enterarse de mis dificultades con la redacción del telegrama! ¿Qué debía poner: Humbert e hija? ¿Humbert y su hijita? ¿Homberg y su hija inmatura? ¿Homberg y su niña? El cómico error —la «g» al final— que resultó al fin, pudo ser un eco telepático de esas vacilaciones mías.

Y después, en el terciopelo de una noche de verano, mis cavilaciones acerca del filtro que llevaba conmigo… ¡Oh, mísero Hamburg! ¿No era un Cazador muy Encantado cuando deliberaba consigo mismo acerca de su estuche de mágicos pertrechos? ¿Recurriría a una de esas cápsulas color amatista para rechazar el monstruo del insomnio?

Había cuarenta cápsulas…, cuarenta noches con una frágil y pequeña durmiente en mi palpitante compañía; ¿podía robarme una de esas noches para dormir? No, sin duda; era demasiado preciosa cada una de esas minúsculas ciruelas, cada sistema planetario microscópico, con su viviente polvo de estrellas. Oh, permítaseme mostrarme empalagoso por una vez. Estoy tan cansado de ser cínico…

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