Lolita

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Primera Parte » Capítulo 27

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27

Todavía en Parkington. Al fin pude dormir una hora. Me despertó una sesión gratuita y horriblemente agotadora con un pequeño y velludo hermafrodita, absolutamente extraño para mí. Por entonces eran las seis de la mañana, y de pronto se me ocurrió que no estaría mal llegar al campamento antes de lo anunciado. Tenía desde Parkington unas cien millas todavía, y habría más aún hacia las colinas Hazy y Briceland. Si había dicho que iría en busca de Dolly por la tarde, solo había sido porque mi capricho insistía en que la misericordiosa noche cayera lo antes posible sobre mi impaciencia. Pero ahora preveía toda clase de equivocaciones y la posibilidad de que una demora le diera la oportunidad de hacer una inútil llamada a Ramsdale. Sin embargo, cuando a las nueve y treinta intenté emprender el viaje, me lo impidió una batería descargada y ya había pasado el mediodía cuando dejé Parkington.

Llegué a destino a las dos y media; estacioné el automóvil en un bosquecillo de pinos, donde un muchacho de camisa verde y pelo rojo arrojaba erraduras en melancólica soledad. Lacónicamente, me indicó una oficina en un cottage revocado. Casi moribundo, debí sobrellevar durante varios minutos la curiosa conmiseración de la directora del campamento, una mujer desaliñada y gastada, de pelo color herrumbre. ¿Deseaba el señor Haze, perdón, el señor Humbert hablar con los encargados del campamento? ¿O visitar las cabañas donde vivían las niñas, cada una dedicada a un personaje de Disney? ¿O visitar el pabellón? ¿O debía ir Charlie en busca de la niña? Las jovencitas acababan de arreglar el comedor para un baile. (Quizá la mujer diría después a alguien: El pobre tipo parecía su propio espectro).

Permítaseme evocar un momento esa escena en todos sus pormenores triviales y fatales: la bruja Holmes escribiendo un recibo, sacudiendo la cabeza, abriendo un cajón del escritorio, devolviendo el cambio en mi palma impaciente, desplegando después sobre ella un billete con un triunfante «… ¡y cinco!»; fotografías de niñas; una brillante polilla o mariposa, todavía viva, pinchada en la pared («estudio del natural»); el diploma enmarcado del dietista del campamento; mis manos trémulas; una ficha exhibida por la eficiente señorita Holmes con un informe del comportamiento de Dolly Haze en el mes de julio («buena conducta; excelente para el remo y la natación»); un eco de árboles y pájaros; mi corazón palpitante… Yo estaba de espaldas a la puerta: sentí que la sangre me subía a la cabeza cuando oí detrás de mí su respiración, su voz. Llegó arrastrando y golpeando su pesada valija. «¡Tú!», exclamó, y se quedó inmóvil, mirándome con ojos ladinos, alegres, abiertos los suaves labios en una sonrisa algo tonta, pero maravillosamente cariñosa.

Estaba más delgada y alta, y durante un segundo me pareció que su rostro era menos bonito que la huella mental acariciada por mí durante más de un mes: sus mejillas parecían hundidas y demasiadas pecas diluían sus rasgos inmaturos y rosados. Esa primera impresión (un intervalo humano muy estrecho entre dos latidos de tigre) llevaba en sí la nítida implicación de que todo cuanto debía hacer el viudo Humbert, todo cuanto quería hacer o haría, era dar a esa huerfanita descolorida, aunque tostada por el sol y aux yeux battus (y hasta en las sombras plomizas bajo los ojos había pecas) una educación firme, una adolescencia saludable y feliz, un hogar limpio, inobjetables amigas de su misma edad entre las cuales (si el destino se dignaba compensarme) podía encontrar, acaso, una bonita magdlein solo para Herr Doktor Humbert. Pero en un abrir y cerrar de ojos, mi angelical línea de conducta se esfumó y caí sobre mi presa (¡el tiempo se adelanta a nuestras fantasías!) y ella fue mi Lolita, de nuevo, en verdad, más Lolita mía que nunca. Dejé que mi mano se apoyara sobre su tibia cabeza castaña y tomé su equipaje. Era toda rosa y miel, vestida con su brillante vestido con un dibujo de manzanillas rojas, y sus brazos y piernas tenían un tono pardo, hondamente dorado, con rasguños de finas líneas de puntos de rubíes coagulados, y los bordes elásticos de sus calcetines estaban vueltos en el nivel recordado, y a causa de su andar infantil —o quizá porque yo la había memorizado como siempre, usando sus zapatos sin tacones—, los pesados zapatos deportivos parecían demasiado grandes y con tacones demasiado altos para ella. Adiós, campamento, alegre campamento. Adiós, comidas feas y malsanas, adiós, Charlie. En el auto caliente se sentó junto a mí, dio una súbita palmada en su rodilla encantadora y, después, trabajando violentamente con los dientes un pedazo de goma de mascar, bajó rápidamente la ventanilla de su lado y volvió a recostarse. Corrimos por la selva abigarrada y desnuda.

—¿Cómo está mamá? —preguntó cortésmente.

Dije que los doctores no sabían aún cuál era la enfermedad. De todos modos, algo abdominal. ¿Abdominable? No, abdominal. Debíamos demorarnos un poco en los alrededores. El hospital estaba en el campo, cerca de la alegre ciudad de Lepingville, donde había vivido un gran poeta a principios del siglo XIX y donde asistiríamos a todos los espectáculos. Encontró formidable la idea y preguntó si llegaríamos a Lepingville antes de las veintiuna.

—Estaremos en Briceland a la hora de comer —dije— y mañana visitaremos Lepingville. ¿Qué tal esa excursión? ¿Lo pasaste bien en el campamento?

—Hummmm.

—¿Te apena marcharte?

—Hummmm.

—No gruñas, Lo. Dime algo.

—¿Qué, papá? (emitió la palabra con irónica deliberación).

—Lo que se te ocurra.

—¿Te parece bien que te llame así? (sus ojos escrutaron el camino).

—Muy bien.

—Es un ensayo… ¿Cuándo te enamoraste de mamá?

—Algún día, Lo, comprenderás muchas emociones y situaciones; por ejemplo, la armonía, la belleza de la relación espiritual.

—¡Bah! —dijo la cínica nínfula.

Hubo un silencio de poca holgura en el diálogo, colmado por el paisaje.

—Mira, Lo, todas esas vacas en la colina.

—Creo que vomitaré si vuelvo a ver una vaca.

—¿Sabes, Lo? Te eché terriblemente de menos.

—Yo no. Para que sepas, he sido asquerosamente traidora contigo. Pero no importa un comino, porque de todos modos tú dejaste de preocuparte por mí. Eh, señor, usted conduce mucho más ligero que mamita.

Aminoré la ciega velocidad hasta una marcha miope.

—¿Por qué supones que he dejado de preocuparme por ti, Lo?

—Bueno… ¿acaso me has besado hasta ahora?

Muriendo, gimiendo interiormente, vi al frente una curva razonablemente amplia, y me metí y anduve a los tumbos entre la maleza. Recuerda que es solo una niña, recuerda que es solo…

Apenas se detuvo el automóvil, Lolita se precipitó literalmente en mis brazos. Sin atreverme a abandonarme, sin atreverme a admitir que ese (dulce humedad y fuego trémulo) era el principio de la vida inefable a la cual, hábilmente auxiliado por el destino, por fin había dado realidad, toqué sus labios con tenues sorbos, nada falaces. Pero ella, con un estremecimiento impaciente, apretó su boca contra la mía con tal fuerza que sentí sus grandes dientes delanteros. Sabía, desde luego, que no era sino un juego inocente de su parte, un retozo que imitaba el simulacro de un amor inventado, y puesto que, como dirían los psicópatas y también los violadores, los límites y reglas de esos juegos infantiles son imprecisos, o al menos demasiado infantilmente sutiles para que el partícipe de mayor edad los perciba, yo sentía un terror fatal de ir demasiado lejos y hacerla retroceder espantada y asqueada. Y sobre todo, sentía una ansiedad agónica de introducirla en la hermética reclusión de «El cazador encantado», y nos faltaban todavía ochenta millas de marcha. Una dichosa intuición disolvió nuestro abrazo… un segundo antes de que un automóvil patrullero se pusiera a la par del nuestro.

Rubicundo y cejudo, el conductor me clavó los ojos:

—¿No han visto un sedán azul, parecido al suyo, antes del cruce?

—No.

—No lo hemos visto —dijo Lo, inclinándose prontamente por encima de mí, su mano inocente apoyada en mis piernas—. Pero ¿está seguro de que era azul? Porque…

El policía (¿qué sombra nuestra perseguía?) envió su mejor sonrisa a la tunante y dio una vuelta en forma de U.

Seguimos la marcha.

—¡Cabeza de zapallo! —observó Lo—. Debió prenderte a ti.

—¿Por qué, Dios mío?

—Bueno, en este lugar la velocidad máxima es de cincuenta y… No, pedazo de tonto, no aminores. Ya se ha ido.

—Nos queda por hacer un buen trecho —dije— y quiero llegar antes de que anochezca. De modo que pórtate bien.

—Niña mala, mala —dijo Lo nuevamente—. Delincuente juvenil, pero franca y comprensiva. Esa luz era roja. Nunca he visto conducir peor.

Atravesamos en silencio una ciudad silenciosa.

—Oye… mamá se volvería completamente loca si descubriera que somos amantes.

—Dios santo, Lo, no hables así.

—Pero somos amantes, ¿no es cierto?

—No, que yo sepa. Creo que volverá a llover. ¿No quieres contarme tus travesuras en el campamento?

—Hablas como un libro, papá.

—¿Qué diabluras has hecho? Insisto en que me cuentes.

—¿Te escandalizas fácilmente?

—No. Vamos…

—Metámonos en algún lugar escondido y te contaré.

—Lo, debo pedirte seriamente que no te hagas la tonta.

¿Y bien?

—Bueno… tomé parte de todas las actividades que me proponían.

Ensuite?

—Ansuit, me enseñaron a vivir alegremente y plenamente en la soledad, y a desarrollar una personalidad cabal, a ser una monada, en resumen.

—Sí, vi algo de eso en el folleto.

—Adorábamos nuestros cantos en torno al fuego que ardía en la gran chimenea de piedra, o bajo las estrellas de m…, donde cada niña fundía su espíritu regocijado con la voz del grupo.

—Tu memoria es excelente, Lo, pero debo pedirte que no sueltes palabrotas. ¿Qué más?

—He hecho mío el lema de la girl scout —dijo Lo melodiosamente—. Colmo mi vida con hermosas acciones, tales como… bueno, de eso no me acuerdo. Mi deber es… ser útil. Soy amiga de los animales machos. Obedezco las órdenes. Soy alegre. Otro automóvil patrullero. Soy frugal y mis pensamientos, palabras y actos son absolutamente asquerosos.

—Espero que eso sea todo, niña ingeniosa…

—Sí. Eso es todo. No… espera un minuto. Cocinábamos en un horno de campaña.

—Eso parece muy interesante.

—Lavábamos sillones de platos. «Sillones» quiere decir en el colegio «muchos-muchos-muchos-muchos»… Oh, sí, último en orden, pero no en importancia, como dice mamá… déjame pensar… ¿qué era? Ah, sí: nos tomaban radiografías. Caray, qué divertido.

C’est bien tout?

C’est. Salvo una cosita, algo que no puedo contarte sin ruborizarme de pies a cabeza.

—¿Me lo contarás después?

—Si nos sentamos en la oscuridad y me dejas hablar en voz baja, te lo contaré. ¿Duermes en tu cuarto de siempre o en dulce montón con mamá?

—En mi cuarto de siempre. Tu madre sufrirá una operación muy seria, Lo.

—¿Quieres parar en esa confitería? —dijo Lo.

Sentada en un banco alto, con una faja de sol a través de su brazo desnudo y atezado, Lolita atacó un complicado helado coronado con jarabe sintético. Lo edificó y se lo sirvió un muchachón granujiento, con una corbata grasienta, que miró a mi frágil niña en su leve vestido de algodón con deliberación carnal. Mi impaciencia por llegar a Briceland y «El cazador encantado» era más fuerte de lo que podía soportar. Por fortuna, Lo despachó el helado con su habitual presteza.

—¿Cuánto dinero tienes? —pregunté.

—Ni un céntimo —dijo ella tristemente, levantando las cejas y mostrándome el vacío interior de su bolso.

—Arreglaremos ese asunto a su debido tiempo —dije sutilmente—. ¿Vamos?

—Oye, ¿habrá aquí cuarto de baño?

—No vayas ahora —dije con firmeza—. Será un lugar inmundo. Vámonos.

En general, era una niña obediente. La besé en el cuello cuando volvimos al automóvil.

—No hagas eso —dijo mirándome con genuina sorpresa—. No me babees, puerco.

Se restregó el lugar donde acababa de besarla contra su hombro levantado.

—Perdona —le dije—. Es que te quiero mucho, sabes…

Marchamos bajo un cielo lúgubre, remontando un camino sinuoso, y después empezamos a descender nuevamente.

(¡Oh, Lolita, nunca llegaremos allí!).

El polvo empezaba a saturar a la bonita y pequeña Briceland, con su falsa arquitectura colonial, las tiendas de curiosidades y sus árboles importados cuando atravesamos las calles débilmente iluminadas en busca de «El cazador encantado». El aire, a pesar de la firme llovizna que adornaba con sus cuentas de cristal, era verde y tibio; ante la taquilla de un cine chorreaban luces como alhajas y se había formado una cola de personas, casi todos niños y ancianos.

—¡Oh, quiero ver esa película! Vengamos después de comer. ¡Oh, tráeme!

—Tal vez —cantó Humbert, sabiendo perfectamente bien, ¡astuto diablo hinchado!, que a las nueve, cuando empezara la película, ella estaría seguramente muerta en sus brazos.

—¡Cuidado! —gritó Lo, sacudiéndose cuando un maldito camión se detuvo en una esquina frente a nosotros, con un latido de sus luces traseras.

Sentía que si no dábamos con el hotel pronto, inmediatamente, milagrosamente, en la cuadra siguiente, perdería todo dominio sobre la cafetera de Charlotte, con sus ineficaces limpiaparabrisas y sus frenos caprichosos. Pero los transeúntes a quienes pedía informes eran también visitantes o preguntaban frunciendo el ceño: «¿El cazador qué?»…, como si yo hubiera estado loco. O bien iniciaban explicaciones tan complicadas, con ademanes geométricos, generalidades geográficas y datos estrictamente locales (… después siga hacia el sur, hasta encontrar la casa…) que no podía sino extraviarme en el laberinto de su bienintencionada jerigonza. Lo, cuyas entrañas deliciosamente prismáticas ya habían digerido el helado, empezó a pensar en una comilona y a cargarme con ello. En cuanto a mí, aunque me había acostumbrado mucho tiempo antes a una especie de destino secundario (el ineficiente secretario de McFate, por así decirlo) que estorbaba torpemente el generoso y magnífico plan de su patrón, dar vueltas y vueltas por las avenidas de Briceland era, quizá, la prueba más exasperante que había enfrentado hasta entonces. Meses después pude reírme del candor juvenil que me había hecho empecinarme con ese hotel determinado, con su curioso nombre; pues a lo largo de nuestro camino infinitos hoteles proclamaban su disponibilidad con luces de neón, prontos a alojar a vendedores, convictos escapados, impotentes, grupos familiares, así como a las más corrompidas y vigorosas parejas. Ah, dichosos conductores deslizándose a través de noches estivales, qué retozos, qué impecables caminos si súbitamente esas posadas perdieran su pigmentación y se volvieran transparentes como cajas de cristal.

El milagro que ansiaba ocurrió, después de todo. Un hombre y una muchacha, más o menos amontonados en un oscuro automóvil, bajo árboles profusos, nos dijeron que estábamos en el corazón mismo del Parque, pero que solo debíamos virar a la izquierda, en la próxima luz de tránsito, y lo encontraríamos. No vimos ninguna luz de tránsito (en verdad, el Parque era tan negro como los pecados que ocultaba), pero poco después de caer bajo el suave encanto de una curva agradablemente graduada, los viajeros advirtieron un brillo diamantino a través de la bruma, después apareció un resplandor de agua… y allí estaba, maravillosamente, inexorablemente, bajo los árboles espectrales, al cabo de un sendero cubierto de granza, el pálido palacio encantado.

A primera vista, una fila de automóviles estacionados, como cerdos en un establo, parecían impedir el acceso; pero después, como por arte de magia, un formidable convertible, centelleante, de color rubí, empezó a moverse —enérgicamente conducido por un chófer de hombros anchos— y nos deslizamos llenos de gratitud en la brecha que dejó. Enseguida lamenté mi prisa, pues advertí que mi predecesor había sacado partido de un cobertizo que a modo de garaje se veía cerca, y con espacio suficiente para otro automóvil. Pero estaba demasiado impaciente para seguir su ejemplo.

—¡Demonios! Parece fenómeno —observó mi vulgar amada mirando de reojo la decoración del frente, mientras se lanzaba a la llovizna audible y con mano infantil soltaba de un tirón su pollera metida en su hendidura de durazno (para citar a Robert Browning)—. Bajo las luces eléctricas, falsas hojas agrandadas de castaño envolvían columnas blancas. Un negro giboso y de cabeza cana, con uniforme raído, tomó nuestro equipaje y lo llevó lentamente al vestíbulo. Estaba lleno de ancianas y clérigos. Lolita se puso en cuclillas para acariciar a un perro de aguas de cara pálida, manchas azuladas y orejas negras que se desmayó bajo su mano —y quién no se habría desmayado, amor mío— sobre la alfombra floreada, mientras yo me abría un pasadizo hacia el escritorio a través de la multitud. Allí, un viejo calvo y porcino —todos eran viejos en ese hotel— examinó mis rasgos con una sonrisa afable, después exhibió mi telegrama (mutilado), luchó con ciertas oscuras dudas, miró el reloj y por fin dijo que lo lamentaba mucho pero que había reservado el cuarto con camas gemelas hasta las seis y media, y ya no disponía de él. Una convención religiosa se había sumado a una exposición floral en Briceland y…

—El nombre —dije fríamente— no es Humberq ni Humburg, sino Herbert, quiero decir Humbert, y cualquier cuarto me es lo mismo. Bastará poner un catre para mi hija. Tiene diez años, y está muy cansada.

El viejo rosado miró afectuosamente a Lo, todavía en cuclillas, escuchando de perfil, con los labios entreabiertos, lo que la dueña del perro, una anciana envuelta en velos violáceos, le decía desde las profundidades de un sillón tapizado en cretona.

Las dudas —sean cuales fueren— del viejo obsceno quedaron disipadas ante la visión de ese pimpollo. Dijo que quizá tuviera —en realidad lo tenía— un cuarto con una cama doble. En cuanto al catre…

—Señor Potts, ¿tenemos catres disponibles?

Potts, también rosado y calvo, con pelos blancos que asomaban de sus orejas y otros agujeros, dijo que vería qué podía hacerse. Fue y habló, mientras yo tomaba mi estilográfica. ¡Impaciente Humbert!

—Nuestras camas dobles son triples, en realidad —dijo afablemente Potts mientras nos conducía—. En una noche de mucho público durmieron juntas tres señoras y una niña. Creo que una de las señoras era un hombre disfrazado. Sin embargo… ¿no hay un catre disponible en el 49, señor Swine?

—Creo que lo pidieron los Swoon —dijo Swine, el payaso viejo que me había recibido.

—Nos arreglaremos de algún modo —dije—. Mi mujer quizá llegue después, pero aun así… creo que nos arreglaremos.

Los dos cerdos rosados se incluyeron entre mis mejores amigos. Con la letra clara y lenta del crimen escribí: «Doctor Edgard H. Humbert e hija, calle Lawn, 342, Ramsdale». Una llave (¡342!) me fue mostrada a medias (mágico objeto a punto de ser escamoteado) y entregada al Tío Tom. Lo dejó al perro como habría de dejarme a mí algún día, se enderezó sobre sus piernas; una gota de lluvia cayó sobre la tumba de Charlotte; una negra joven y atractiva abrió la puerta del ascensor y la niña sentenciada entró seguida por su padre, que se aclaraba la garganta, y por el crustáceo Tom.

Parodia de pasillo de hotel. Parodia de silencio y muerte.

—Oh, es el número de nuestra casa —dijo Lo, alegremente.

Había una cama doble, un espejo, una cama doble en el espejo, una puerta de ropero con espejo, una puerta de cuarto de baño ídem, una ventana azul oscuro, una cama reflejada en ella, la misma en el espejo del ropero, dos sillas, una mesa con tapa de cristal, dos mesas de noche, una cama doble: una gran cama de madera, para ser exacto, con un cubrecama de felpilla, y dos lámparas de noche de pantallas rosas y rizadas, a derecha e izquierda.

Estuve a punto de dejar un billete de cinco dólares en esa alma sepia, pero pensé que la generosidad sería mal interpretada, y puse un cuarto. Agregué otro. Se retiró. Clic. Enfin seuls.

—¿Dormiremos en un solo cuarto? —dijo Lo.

Sus rasgos adquirieron un peculiar dinamismo: no era enfado ni aversión (aunque estaban al borde mismo de ello), sino mero dinamismo como siempre que quería hacer una pregunta de violenta trascendencia.

—Les he pedido que pongan un catre. Dormiré en él, si quieres.

—Estás loco.

—¿Por qué, querida?

—Porque cuando mi querida mamá lo descubra, querido, se divorciará de ti y me estrangulará a mí.

Solo dinamismo. Sin tomar la cosa demasiado en serio.

—Óyeme —dije sentándome, mientras ella permanecía a pocos pasos, mirándose con satisfacción, no desagradablemente sorprendida de su propio aspecto, colmando con su resplandor rosáceo el sorprendido y complacido espejo del ropero.

—Oye, Lo. Aclaremos esto de una vez por todas. Prácticamente, soy tu padre. Siento gran ternura por ti. En ausencia de tu madre, soy responsable de tu bienestar. No somos ricos, y mientras viajemos, estaremos obligados a… Tendremos que andar juntos bastante tiempo. Dos personas que comparten un cuarto inician inevitablemente una especie de… cómo diré… una especie de…

—La palabra es incesto —dijo Lo, y se metió en el ropero, volvió a salir con una risilla joven y dorada, abrió la puerta contigua y después de mirar dentro cuidadosamente, con ojos humosos, para no cometer otro error, se retiró al cuarto de baño.

Abrí la ventana, me quité la camisa empapada de sudor, me la cambié, me cercioré de que tenía el frasco de píldoras en el bolsillo de mi chaqueta, abrí el…

Lo reapareció. Traté de abrazarla: como al azar, un poco de retenida ternura antes de comer.

—Oye, dejemos los besuqueos por ahora y vayamos a comer algo.

Fue entonces cuando presenté mi sorpresa.

¡Oh, qué niña delicada! Se dirigió hacia la valija abierta como deslizándose desde lejos, en una especie de marcha muy lenta, fijando los ojos en el distante cofre del tesoro, sobre el soporte de equipaje (¿había algo anormal en esos grandes ojos grises o estaban ambos sumidos en la misma bruma encantada?). Se acercó levantando bastante los pies de talones más bien altos, e inclinando sus hermosas rodillas de muchacho mientras atravesaba el dilatado espacio con la lentitud de quien camina bajo el agua o en un sueño. Después levantó por los breteles un vestido de color cobre, encantador y costoso, extendiéndolo muy lentamente entre sus manos silenciosas, como un cazador de pájaros apasionado que contuviera su aliento sobre el pájaro increíble que extiende por los extremos de sus alas flamígeras. Después (mientras yo seguía observándola) tomó la lenta serpiente de un brillante cinturón y se lo probó.

Después se precipitó a mis brazos impacientes, radiante, abandonada, para acariciarme con sus ojos tiernos, misteriosos, impuros, indiferentes, umbríos… como la más barata de las bellezas baratas. Pues eso es lo que imitan las nínfulas, mientras nosotros nos quejamos y morimos.

—¿Qué becía de las desuquestos? —murmuré en su pelo, perdido el dominio de las palabras.

—Si quieres saberlo —dijo—, no lo haces bien.

—¿Cómo, entonces?

—Cuando llegue el momento —dijo la esponjilla.

Seva ascender, pulsata, brulansz kitzelans, dementissima. Ascensor resonas, pausa, resonans, populus in corridoro. Hanc nisi mors mihi adimet nemo! Juncen puellula, jo pensavo fondissime, nobserva nibbil quidquam; pero desde luego, en otro momento pude haber cometido algún desatino. Por fortuna, Lo volvió al cofre del tesoro.

Desde el cuarto de baño —donde me llevó un buen tiempo volver al ritmo normal por un propósito exasperante— oí de pie, tamborileando, reteniendo el aliento, los «oh» y «ah» de Lolita y su candoroso deleite.

Había usado el jabón solo porque era un jabón de muestra.

—Bueno, vamos, querida, si tienes tanta hambre como yo.

Y así fuimos hacia el ascensor; la hija meciendo su viejo bolso blanco, el padre caminando al frente (nota bene: nunca detrás, ella no es una dama). Mientras aguardábamos (ahora uno junto al otro) que nos bajaran, ella echó atrás la cabeza, bostezó con disimulo y sacudió sus rizos.

—¿A qué hora te hacían levantar en ese campamento?

—A las seis… —otro bostezo— y media —un nuevo bostezo con un estremecimiento de su cuerpo entero—. A las seis y media —repitió mientras la garganta volvía a henchírsele.

El comedor nos recibió con un olor a tocino frito y una sonrisa pálida. Era un lugar vasto y presuntuoso, con murales cursis que representaban cazadores encantados en posturas y estados de encantamiento diversos, en medio de una mescolanza de animales, dríadas y árboles descoloridos.

Unas cuantas ancianas, dos clérigos, un hombre con chaqueta deportiva terminaban de comer en silencio. El comedor se cerraba a las nueve, y las muchachas vestidas de verde encargadas de servirnos mostraron, por suerte, un apuro desesperado para librarse de nosotros.

—¿No es exactamente igual, igualito a Quilty? —dijo Lo en voz baja.

Su agudo codo tostado no señalaba, pero ardía visiblemente por señalar a un solitario comensal de mejillas espesas, en el rincón más alejado del cuarto.

—¿A nuestro gordo dentista de Ramsdale?

Lo contuvo el bocado de agua que acababa de sorber y dejó sobre la mesa su vaso oscilante.

—No, por supuesto —dijo con un atoramiento de risa—. Quiero decir igual al escritor del anuncio de «Droms».

¡Oh Fama! ¡Oh Fémina!

Cuando depositaron el postre (una inmensa cuña de pastel de cerezas para la jovencita y helado de vainilla —que fue agregado en su mayor parte al pastel— para su protector), tomé el frasquillo con las Píldoras Púrpura de Papá. Cuando evoco esos murales nauseabundos, ese momento extraño y monstruoso, solo puedo explicar mi comportamiento de entonces por el mecanismo de ese vacío de pesadilla en que evoluciona una mente alterada; pero en ese instante todo me pareció simple e inevitable. Miré alrededor, me cercioré de que el último comensal se había marchado, quité la tapa, y con la más absoluta deliberación eché el filtro en mi palma. Había ensayado cuidadosamente ante un espejo el ademán de llevarme la mano abierta a la boca y el gesto de tragar (fingidamente) una píldora. Como esperaba, Lo dio una zarpada al frasco con sus atiborradas cápsulas hermosamente coloreadas, cargadas con el Sueño de la Bella.

—¡Azul! —exclamó—. Azul violeta. ¿De qué son?

—De Cielos estivales —dije—, plumas e higos, y la uva de sangre de emperadores.

—No, en serio… por favor…

—Oh, solo vitaminas X. Dan la fuerza de un buey. ¿Quieres probar una?

Lolita extendió la mano, asintiendo vigorosamente. Yo esperaba que la droga obrara rápidamente. Así fue, por cierto. Lolita había tenido un día agotador; había remado por la mañana con Bárbara, cuya hermana era jefa costera. Así empezó a contarme la nínfula adorable y accesible, entre bostezos contenidos contra el paladar, de volumen creciente. Y había hecho muchas otras cosas, además. Cuando bogamos desde el comedor, Lolita olvidó, desde luego, la película que había pasado vagamente por su cabeza. En el ascensor se inclinó contra mí, sonriendo apenas —¿no quieres contarme?—, con los ojos de oscuras pestañas semicerrados. «Sueño, ¿eh?», dijo el tío Tom que subía al tranquilo caballero franco-irlandés y a su hija, así como a dos damas marchitas, expertas en rosas. Miraron con simpatía a mi amada frágil, tostada, vacilante y aturdida. Casi tuve que llevarla a nuestro cuarto. Se sentó en el borde de la cama, meciéndose ligeramente, hablando con voz arrastrada, con gravedad de paloma:

—Si te lo digo… si te lo digo… me prometes (dormida, tan dormida… cabeza colgando, los ojos en blanco…) que no te quejarás…

—Después, Lo. Ahora, a la cama. Te dejaré sola, y te meterás en la cama. Te doy diez minutos.

—Oh, he sido una niña tan repugnante… —siguió, sacudiendo el pelo, quitándose con dedos lentos una cinta de terciopelo de la cabeza—. Déjame contarte…

—Mañana, Lo. Ahora vete a la cama, vete a la cama… por Dios, vete a la cama. Me metí la llave en el bolsillo y bajé las escaleras.

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