Lolita

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Primera Parte » Capítulo 28

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¡Señores del jurado! ¡Sobrellevadme! ¡Permitidme tomar solo un instante de vuestro precioso tiempo! De modo que había llegado le grand moment. Había dejado a mi Lolita sentada al borde de la cama abismal, levantando letárgicamente un pie, tanteando con los cordones de los zapatos, mostrando al hacerlo el lado interior de los muslos hasta el borde de los calzones —siempre había sido singularmente descuidada o desvergonzada o ambas cosas, al mostrar las piernas—. Esa, pues, fue la hermética visión de Lo que encerré, después de comprobar que la puerta no tenía cerrojo por dentro. La llave, con su ficha numerada de madera, se convirtió desde ese instante en el poderoso sésamo de un futuro formidable y arrebatado. Era mía, era parte de mi puño caliente y velludo. Pocos minutos después —unos veinte, una media hora, sicher ist sicher, como solía decir mi tío Gustave— entraría en el 342 para encontrar a mi nínfula, a mi belleza, a mi prometida, aprisionada en su sueño de cristal. ¡Señores del jurado! Si mi felicidad hubiera podido hablar, habría llenado el recatado hotel con un rugido ensordecedor. Y hoy mi único pesar es que no deposité tranquilamente la llave «342» en el escritorio para marcharme de la ciudad, del país, del continente, del hemisferio… del globo mismo, esa misma noche.

Permítaseme explicarme. Yo no me sentía indebidamente perturbado por sus insinuaciones autoacusadoras. Estaba bien resuelto a proseguir mi táctica de preservar su pureza actuando solo en el secreto de la noche, solo en una niña desnuda y completamente anestesiada. Contención y reverencia eran aún mi lema, aunque esa «pureza» —al fin completamente descartada por la ciencia moderna— hubiera sido ligeramente turbada por alguna experiencia juvenil erótica, sin duda homosexual, en ese maldito campamento. Desde luego, según mi modo de ser anticuado europeo, yo, Jean-Jacques Humbert, había dado por sentado, al conocerla, que era una niña tan inviolada como lo era la noción estereotipada de «niña normal», desde el lamentable fin del Mundo Antiguo a. de C. y sus prácticas fascinantes. En nuestra era de las luces no estamos rodeados por pequeñas bellezas esclavas que pueden recogerse al azar, entre los negocios y el baño, como solía hacerse en días de los romanos. Y no usamos, como los orientales en tiempos más espléndidos, a menudas anfitrionas de popa a proa entre el cordero y el sorbete de rosas. Lo esencial es que el antiguo vínculo entre el mundo adulto y el mundo infantil ha sido escindido en nuestros días por nuevas costumbres y nuevas leyes. A pesar de que había espigado en el ámbito psiquiátrico y social, en realidad yo sabía muy poco sobre los niños. Después de todo, Lolita solo tenía doce años, y aun haciendo concesiones al momento y el lugar, aun teniendo en cuenta el rudo comportamiento de las colegialas norteamericanas, yo seguía creyendo que cuanto ocurría entre esas mocosas impetuosas ocurría en edad más avanzada, en un ambiente diferente. Por lo tanto (para retomar el hilo de mi narración), el moralista que hay en mí eludió el problema ateniéndose a las nociones convencionales de lo que debe ser una niña de doce años. El médico de niños que hay en mí (un farsante, como lo son casi todos… pero esto no importa ahora) eructó un picadillo neofreudiano y conjuré una Dolly soñadora y exacerbada, en el período «latente» de su niñez. Por fin, el sensual que hay en mí (un gran monstruo insano) no puso objeciones a cierta depravación sobre su presa. Pero en alguna parte, tras el vehemente deleite, sombras perplejas deliberaron… ¡y lo que lamento es no haberlas atendido! Debí comprender que Lolita ya había revelado ser muy distinta de la inocente Annabel y que el mal nínfeo que respiraba por cada poro de esa niña predestinada para mi secreto goce haría imposible el secreto, y letal el goce. Debí comprender (por indicios que me llegaban de alguna parte de Lolita, o de un ángel exhausto, a sus espaldas) que solo obtendría horror y dolor del rapto esperado. ¡Oh, alados señores del jurado!

Y Lolita era mía, la llave estaba en mi mano, mi mano estaba en mi bolsillo, Lolita era mía. Durante las evocaciones y esquemas a que había consagrado tantos insomnios, había ido eliminando poco a poco todo rasgo superfluo, y apilando capa tras capa de traslúcida visión había conformado la imagen última. Desnuda —solo con un calcetín y su brazalete—, tendida en la cama donde mi filtro la había abatido… así la concebí. Su mano todavía asía una cinta de terciopelo; su cuerpo color de miel, con la imagen blanca en negativo de un traje de baño rudimentario impresa sobre la piel tostada, me presentaba sus pálidos pezones; en la luz rosada, un minúsculo penacho púbico brillaba sobre su redondo montículo. La llave fría, enganchada en su cálido aditamento de madera, estaba muy bien colocada en mi bolsillo y mi mano la asía firmemente.

Erré por varios cuartos públicos, gloria abajo, tristeza arriba; pues el aspecto del placer es siempre triste: el placer nunca está seguro —aunque la víctima aterciopelada esté encerrada en un calabozo— de que algún demonio rival o un dios influyente no estorbe el triunfo preparado. En términos corrientes, necesitaba un trago; pero no había bar en ese lugar venerable, lleno de filisteos sudorosos.

Viré hacia el baño para caballeros. Allí, una persona de negro clerical —una «reunión animada», comme on dit—, rechazando la ayuda de Viena, me preguntó si me había gustado la conferencia del doctor Boyd, y se mostró perplejo cuando yo (el rey Sigmund II) le dije que Boyd era infantil. Después de lo cual arrojé diestramente la toalla de papel con que me había secado mis manos sensibles en el receptáculo destinado a recibir y zarpé hacia el vestíbulo. Apoyé cómodamente mis codos sobre el escritorio y pregunté al señor Potts si estaba seguro de que mi mujer no había telefoneado. ¿Y en cuanto al catre? Respondió que no había telefoneado (estaba muerta, desde luego) y que instalarían el catre al día siguiente, si resolvíamos quedarnos. Desde un lugar atestado de gente y llamado Sala de los Cazadores, llegaron muchas voces que discutían sobre la horticultura o la eternidad. Otro cuarto, llamado Sala de las Frambuesas, profusamente iluminado, con mesitas brillantes y una más grande con «refrescos», aún estaba vacío, salvo la presencia de una criada (ese tipo de mujer gastada, con sonrisa cristalina y el modo de hablar de Charlotte); flotó hasta mí para preguntarme si yo era el señor Braddock, pues en ese caso la señorita Beard me buscaba. «Qué nombre para una mujer»[4], dije y me fui.

Mi sangre irisada entraba y salía de mi corazón. Aguardaría hasta las nueve y media. Volví al vestíbulo y comprobé un cambio: unas cuantas personas de vestidos floreados y trajes negros habían formado grupillos aquí y allá, y el travieso azar me brindó la visión de una niña encantadora, de la edad de Lolita, con un vestido semejante al de ella, pero enteramente blanco, y con un lazo blanco en el pelo negro. No era bonita, pero era una nínfula, y sus pálidas piernas marfileñas, su cuello lila formaron durante un momento memorable una deliciosa antifonía (en términos de música espinal) con mi deseo de Lolita, tostada y rosada, encendida y sucia. La pálida niña advirtió mi mirada (que era realmente casual y afable). Ridículamente afectada, perdió por completo el dominio de sí, volteó los ojos, se acarició la mejilla con el reverso de la mano, se tiró del borde de la falda y acabó volviéndome sus gráciles omóplatos para emprender una charla ficticia con su madre bovina.

Salí de un ruidoso vestíbulo y permanecí fuera, sobre los blancos escalones, mirando los centenares de insectos que revoloteaban en torno a las luces, en la negra noche mojada, llena de murmullos y ruidos. Todo lo que haría, lo que me atrevía a hacer sería una fruslería.

De pronto tuve conciencia de que en la oscuridad, a mi lado, había una persona sentada en una silla, en la galería. No podía verla, pero oí que se movía al echarse adelante, después una discreta regurgitación, y al fin la nota de una plácida vuelta a la posición anterior. Estaba a punto de abandonar aquel lugar, cuando una voz masculina se dirigió a mí.

—¿De dónde diablos la ha sacado?

—¿Cómo?

—Dije que el tiempo está mejorando.

—Así parece.

—¿Quién es la chiquilla?

—Mi hija.

—Miente, no es su hija.

—¿Cómo?

—Dije que tuvimos mucho calor en julio. ¿Qué es de su madre?

—Ha muerto.

—Lo siento. A propósito, ¿no quieren ustedes almorzar conmigo mañana? Esta multitud espantosa ya se habrá retirado.

—Y nosotros también. Adiós.

—Lo siento. Estoy bastante borracho. Buenas noches. Esa chiquilla necesita dormir mucho. El sueño es una rosa, dicen los persas. ¿Fuma?

—No ahora.

Encendió un fósforo. Pero acaso porque estaba borracho o porque el viento lo estaba, la llama iluminó a otra persona, un hombre muy viejo, uno de esos huéspedes permanentes de los hoteles anticuados, en su mecedora blanca. Nadie dijo nada, y la oscuridad volvió a su lugar inicial. Después oí que el viejo residente tosía y se libraba de alguna mucosidad sepulcral.

Salí de la galería. Había pasado por lo menos media hora. Hubiera debido pedir un trago. La tensión empezaba a atormentarme. Si una cuerda de violín puede sentir dolor, yo era esa cuerda. Pero habría sido inconveniente demostrar precipitación. Mientras me abría paso a través de una constelación de personas fijas en un rincón del vestíbulo, hubo un resplandor deslumbrante y el radiante doctor Braddock, dos matronas ornamentadas con orquídeas, la niña de blanco y acaso los dientes descubiertos de Humbert Humbert que se deslizaba entre la pequeña desposada y el clérigo encantado quedaron inmortalizados, en la medida en que puede considerarse inmortal el papel y la impresión de un periódico pueblerino. Un grupo gorjeante se había reunido en torno al ascensor. Volví a elegir las escaleras. El 342 estaba cerca de la salida de emergencia. Todavía era posible… pero la llave estaba ya en la cerradura, y enseguida me encontré en el cuarto.

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