Lolita

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Primera Parte » Capítulo 30

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Debo andar con tiento. Debo hablar en un susurro. ¡Oh tú, veterano reportero de crímenes, oh tú, grave y anciano ujier, oh tú, en un tiempo popular gendarme, ahora en solitario confinamiento después de engalanar durante años esa esquina de la escuela, oh tú, mísero jubilado a quien lee un niño! Sería inconcebible, ¿no es cierto?, imaginaros locamente enamorado de mi Lolita. Si yo hubiera sido pintor y la administración de «El cazador encantado» hubiera perdido el juicio y me hubiera encargado la decoración de su comedor con frescos de mi propia cosecha, esto es lo que habría concebido. Permítaseme enumerar algunos fragmentos:

Habría pintado un lago. Habría pintado un árbol flamígero de flores. Habría pintado estudios del natural: un tigre persiguiendo a un ave del paraíso, una serpiente atragantada envolviendo el tronco desollado de un animalejo. Habría pintado un sultán, con expresión de doliente agonía (desmentida, por así decirlo, por su moldeante caricia), ayudando a una joven esclava calipigia a trepar por una columna de ónix. Habría pintado esos glóbulos luminosos de resplandor ovárico que viajan por los costados opalescentes de las cambiadoras de discos en los bares. Habría pintado toda clase de actividades del grupo intermedio en el campamento: remo, risas, rizos al sol, junto al lago. Habría pintado álamos, manzanos, un domingo suburbano. Habría pintado un ópalo de fuego disolviéndose en un estanque ondulado, un último latido, un último dejo de color, rojo penetrante, rosa punzante, un suspiro, una niña que se aleja.

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