Lolita

Lolita


Segunda Parte » Capítulo 35

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Dejé el alojamiento «Insomnio» a la mañana siguiente, alrededor de las ocho, y pasé algún tiempo en Parkington. Me obsesionaban presagios de que frustraría la ejecución. Pensé que acaso los cartuchos se habían inutilizado durante una semana de inactividad, quité la cámara y puse otra nueva.

Di tal baño de aceite a mi compinche que ya no pude librarme de su pringue. Lo vendé con un lienzo, como un miembro mutilado, y envolví en otro lienzo unas cuantas balas de repuesto.

Una tormenta de truenos me acompañó durante casi todo el trayecto hacia el camino Grimm, pero cuando llegué a Pavor Manor, el sol se veía de nuevo, ardiendo como un hombre, y los pájaros chillaban en los árboles empapados y humeantes. La casa decrépita y recargada parecía envuelta en una especie de bruma, reflejando, por así decirlo, mi estado de ánimo, pues no pude sino advertir —cuando mis pies se posaron en el suelo elástico e inseguro— que había exagerado el estímulo alcohólico.

Un silencio irónico respondió a mi llamada. En el garaje, sin embargo, se veía su automóvil, por el momento un convertible negro. Probé con el llamador. Una vez más, nadie. Con un gruñido petulante, empujé la puerta y… qué bonito: se abrió como en los cuentos de hadas medievales. Después de cerrarla suavemente tras de mí, atravesé un vestíbulo espacioso y horrible; atisbé en un cuarto adyacente; advertí unos cuantos vasos sucios que crecían en la alfombra; resolví que el amo debía dormir aún en su dormitorio.

De modo que me arrastré escaleras arriba. Mi mano derecha tenía asido a mi embozado compinche, en mi bolsillo. Con la mano izquierda me tomaba del pasamanos pegajoso. Inspeccioné tres dormitorios; en uno de ellos evidentemente, había dormido alguien la noche anterior. Había una biblioteca llena de flores. Había un cuarto vacío con grandes y profundos espejos y una piel de oso polar sobre el suelo resbaladizo. Se me ocurrió una idea providencial. Por si el amo regresaba de su caminata por los bosques o emergía de algún cubil secreto, sería más seguro que el tirador inseguro —al que aguardaba una larga faena— impidiera a su contrincante la posibilidad de encerrarse en su cuarto. Así, durante cinco minutos por lo menos, anduve por la casa —lúcidamente insano, frenéticamente calmo, como un cazador encantado y alerta— echando llave en cuanta cerradura veía y guardándome la llave en mi bolsillo con la mano libre. La casa, muy vieja, tenía más posibilidades de intimidad que nuestras casas modernas, donde el cuarto de baño —único lugar con cerradura— debe usarse para las furtivas necesidades de una paternidad proyectada.

Hablando de cuartos de baño, estaba a punto de visitar el tercero cuando el amo salió de él, dejando tras sí una breve cascada. El ángulo de un pasillo no me ocultaba del todo. Tenía la cara gris y los ojos abotagados, y estaba todo lo desgreñado que era posible con su semicalvicie, pero lo reconocí perfectamente cuando me rozó con su bata púrpura, muy semejante a la mía. No me vio, o me descartó como a una alucinación habitual e inocua. Mostrándome sus pantorrillas velludas, bajó la escalera como quien anda en sueños. Guardé en mi bolsillo la última llave y lo seguí al vestíbulo. Había entreabierto la boca y la puerta delantera para atisbar por una hendidura luminosa, pensando sin duda que había oído llamar y alejarse a un visitante.

Después, siempre indiferente al fantasma de impermeable que se había detenido en mitad de la escalera, el amo se dirigió hacia un cómodo boudoir atravesando el vestíbulo y yo —con absoluta tranquilidad, sabiendo que no se me escaparía—, me alejé de él cruzando la sala para ir a desenvolver cuidadosamente a mi sucio compinche en la cocina provista de un bar. Tuve la precaución de no dejar manchas de aceite sobre el cromado: creo que compré un producto malo, negro y terriblemente pegajoso. Con mi habitual minuciosidad, trasladé a mi compinche a un lugar limpio de mi persona y me dirigí hacia el pequeño boudoir. Mis pasos, como he dicho, eran elásticos —demasiado, quizá, para asegurarme el éxito. Pero mi corazón latía con fiero gozo, y pisé un vaso sobre la alfombra.

El amo me vio en la sala oriental.

—¡Eh! ¿Quién es usted? —me preguntó con voz fuerte y vulgar, metidas las manos en los bolsillos de la bata—. ¿Es usted Brewster, por casualidad?

Era evidente que estaba mareado y completamente a mi merced, si podía emplearse esa expresión. Me felicité.

—Eso es… —respondí suavemente—. Je suis monsieur Brustière. Charlemos un momento antes de empezar.

Pareció complicado. El bigotillo color hollín se le crispó. Me quité el impermeable. Tenía puesto un traje oscuro, una camisa negra. No llevaba corbata. Nos sentamos en sendos sillones.

—¿Sabe? —me dijo, rascándose con fuerza la mejilla gris, carnuda y arenosa, y mostrando sus dientes menudos y perlados en una mueca torva—. Usted no se parece a Jack Brewster. Quiero decir que el parecido no es muy evidente… Alguien me dijo que él tenía un hermano en la misma compañía telefónica.

Haberlo atrapado, después de todos esos años de arrepentimiento y furor… Mirar los pelos negros en el dorso de sus manos regordetas… Errar con cien ojos sobre sus sedas purpúreas y el pecho hirsuto, previendo los agujeros… Saber que ese canalla semianimado, infrahumano, era el que había sodomizado a mi amada… ¡Oh, amada mía, esa era una bendición suprema!

—No, lo siento, pero no soy ninguno de los Brewster.

Sacudió la cabeza, aún más complacido que antes.

—Adivine de nuevo, muchacho.

—Ah, conque no ha venido usted a fastidiarme acerca de esas llamadas de larga distancia… —dijo el muchacho.

—Lo hace usted de cuando en cuando. ¿No es cierto?

—¿Cómo?

Dije que había dicho que había pensado que él había dicho que nunca había…

—La gente —dijo—, la gente en general… No lo acuso a usted, Brewster, pero ¿sabe usted?, es absurdo cómo la gente invade esta maldita casa sin tomarse siquiera el trabajo de llamar. Usan vaterre, usan la cocina, usan el teléfono, Phil llama a Filadelfia, Pat llama a la Patagonia… Me niego a pagar.

Tiene usted un acento curioso, capitán.

—Quilty —dije—. ¿Se acuerda usted de una niña llamada Dolores, Haze, Dolly Haze? ¿Llamó Dolly a Dolores, en Colorado?

—Claro… debió hacer esa llamada, sin duda… A cualquier lugar. Paraíso, Washington, Cañón del Infierno… ¿A quién le importa?

—A mí, Quilty. ¿Sabe usted? Soy su padre.

—¡Ridículo! Qué va usted a ser… —dijo—. Usted es algún agente literario extranjero. Un francés tradujo una vez mi Carne altiva por la Fierté de la Chair. Absurdo.

—Era mi hija, Quilty.

En el estado en que se encontraba nada podía amilanarlo. Pero sus alardes no eran del todo convincentes. Una especie de cauteloso recelo animó sus ojos con un remedo de vida. Pero enseguida volvieron a nublarse.

—Las niñas me gustan mucho —dijo—, y sus padres se encuentran entre mis mejores amigos.

Volvió la cabeza, buscando algo. Se palpó los bolsillos. Intentó incorporarse del sillón.

—¡Quieto! —dije, quizá en voz más alta de lo que me había propuesto.

—No necesita gritarme —se quejó de un modo curiosamente femenino—. Solo quería un cigarrillo. Me muero por un cigarrillo.

—Morirá de todos modos.

—Oh, basta… empieza a aburrirme. ¿Qué quiere usted? ¿Es francés, diga? ¿Quién demonios es usted? Vamos al bar y tomemos un…

Vio la pequeña arma negra que tenía en la palma de mi mano como ofreciéndosela.

—¡Epa! —dijo arrastrando las vocales (ahora imitaba la farfulla indecente de las películas)—. Qué bonito revólver tiene ahí… ¿Cuánto quiere por él?

Le golpeé la mano extendida y se las arregló para derribar una caja sobre una mesilla que tenía a su lado. La caja vomitó un puñado de cigarrillos.

—¡Aquí están! —dijo jubilosamente—. ¿Recuerda usted la frase de Kipling: Une femme est une femina, un Caporal est une cigarette? Ahora necesitamos fósforos.

—Quilty —dije—. Quiero que me atienda. Morirá dentro de un instante. Lo que siga, por cuanto sabemos, será un estado eterno de locura atormentadora. Ya fumó ayer su último cigarrillo. Concéntrese. Trate de comprender lo que va a ocurrirle.

Empezó a romper el cigarrillo y a mascar pedazos de él.

—Estoy deseoso de comprender —dijo—. Usted es un australiano o un refugiado alemán. ¿Tengo que ser yo, precisamente? Esta es la casa de un pagano, ¿sabe? Será mejor que se largue de aquí. Y deje de mostrar ese revólver. En el cuarto de música tengo un Stern-Luger.

Apunté a su pie en la pantufla y apreté el gatillo. Hizo click. Se miró el pie, miró la pistola, miró de nuevo el pie. Hice otro penoso esfuerzo, y con un sonido ridículo, débil y juvenil, salió. La bala agujereó la espesa alfombra rosada y yo tuve la impresión paralizadora de que otra vez volvería a salir.

—¿Ve usted lo que ha hecho? —dijo Quilty—. Debería tener más cuidado. Deme eso, por Dios.

Se incorporó para tomar el revólver. Lo empujé a su sillón. Mi alegría exuberante se desvanecía. Ya era tiempo de que acabara con él, pero Quilty tenía que saber por qué. Su condición se me contagiaba y sostenía el arma con blandura y torpeza.

—Concéntrese en Dolly Haze, la niña que raptó…

—¡Yo no la rapté! —gritó—. La salvé de un pervertido. Muéstreme su insignia, en vez de disparar a mis pies, pedazo de gorila. ¿Dónde está la insignia? Yo no soy responsable de las violaciones de otros. ¡Absurdo! Ese viajecito, se lo aseguro, fue una tontería, pero de todos modos se volvió con usted… ¿no es cierto? Vamos, tomemos un trago.

Le pregunté si quería ser ejecutado de pie o sentado.

—Hummm… déjeme pensar —dijo—. No es una pregunta fácil de responder. Entre paréntesis, cometí un error que lamento sinceramente. ¿Sabe usted? Con Dolly no me divertía nada. Soy prácticamente impotente, para decir la melancólica verdad. Y le proporcioné unas vacaciones espléndidas. Conoció a unas cuantas personas notables. ¿Conoce usted a…?

Con impulso tremendo cayó sobre mí. La pistola fue a dar bajo una cómoda. Por fortuna era más impetuoso que fuerte y no me costó demasiado esfuerzo volverlo al sillón. Jadeó un poco y cruzó los brazos sobre el pecho.

—Bueno, ya lo hizo —dijo—. Vous voilà dans de beaux draps, mon vieux.

Su francés mejoraba.

Miré a mi alrededor. Quizá si… Quizá pudiera… sobre las manos y rodillas… ¿Me arriesgaría?

Alors, que fait-an? —me preguntó, observándome con fijeza.

Me incliné. No se movió. Me incliné más aún.

—Mi estimado señor —dijo—, déjese usted de jugar con la vida y la muerte. Soy un autor teatral. He escrito comedias, tragedias, fantasías. He filmado películas privadas con Justine y otras sexaventuras francesas del siglo XVIII. Soy autor de cincuenta y dos guiones de éxito. Por alguna parte debe de haber un atizador, déjeme buscarlo y así podré pescar su revólver.

El muy astuto había vuelto a incorporarse mientras hablaba y fingía buscar algo. Tanteé debajo de la cómoda, procurando al mismo tiempo no perderlo de vista. De pronto, advertí que él había advertido que yo parecía no haber advertido que mi compinche asomaba por debajo del otro ángulo de la cómoda. Nos trabamos en lucha de nuevo. Rodamos por el suelo, cada uno en los brazos del otro, como dos inmensos niños indefensos. Estaba desnudo y hedía como su bata y me sentí sofocado cuando rodó sobre mí. Rodé sobre él. Rodamos sobre mí. Rodaron sobre él. Rodaron sobre nosotros.

Supongo que este libro será leído cuando se publique, hacia los primeros años del siglo XXI (1935 más ochenta o noventa, amor mío). Llegados a este punto, los lectores más maduros recordarán sin duda la escena infaltable de las películas del oeste vistas en su juventud. Pero en nuestra riña faltaban esos puñetazos que derribarían a un buey y no volaban muebles. No éramos sino dos grandes muñecos rellenos de algodón. Era una riña muda, blanda, informe de dos literatos, uno de los cuales estaba profundamente alterado por una droga, mientras el otro se sentía en desventaja por una enfermedad cardíaca y el exceso de gin. Cuando al fin me apoderé de mi preciosa arma, ambos jadeábamos como ningún cow-boy lo hizo nunca después de luchar.

Resolví examinar la pistola —nuestro sudor podía haber estropeado algo— y recobrar el aliento antes de iniciar la parte principal del programa. Para llenar la pausa, le propuse que leyera su sentencia, en la forma más poética que yo le había dado. El término «justicia poética» podía usarse eficazmente en esa ocasión. Le tendí una pulcra hoja de papel escrita a máquina.

—Sí, espléndida idea —dijo—. Déjeme buscar mis anteojos para leer.

Intentó incorporarse.

—No.

—Sí.

—Empecemos. Veo que está en verso.

Porque sacaste ventaja de un pecador

porque sacaste ventaja

porque sacaste

porque sacaste ventaja de mi desventaja…

—Qué bien está. Formidable…

… cuando desnudo cual Adán

enfrentaba un tribunal federal y todas sus punzantes estrellas…

—¡Oh, sublime!

… Porque sacaste ventaja de un pecado

cuando triste de mí cambiaba mis plumas

soñando

con matrimonio en una ladera

con un lecho de Lolitas pariendo…

—Esto no lo pesco.

Porque sacaste ventaja de mi íntima

esencial inocencia

porque frustraste

—Un poco tautológico, ¿no?… ¿Dónde estaba?

Porque frustraste mi redención

porque te la llevaste

en una edad en que las niñas

juegan con equipos erectores

—Nos ponemos puercos, ¿eh?…

Una blanda niña que aún usaba amapolas

y comía maíz tostado en el crepúsculo coloreado

donde indios atezados tienen segadores a sueldo

porque la robaste

a su digno protector con sienes de cera

y escupiste en sus ojos de pesados párpados

desgarraste su toga

y al alba hiciste que el cerdo

rodara sobre su nueva desventura

el sacro horror del amor y las violetas

el remordimiento la desesperación,

mientras tú

rompías en pedazos una muñeca

y arrojabas su cabeza

por todo lo que hiciste

y todo lo que no hice

morirás.

—Bueno, señor, este es un poema bueno de veras. El mejor que ha escrito, en mi opinión.

Dobló la hoja y me la devolvió.

Le pregunté si tenía algo serio que decir antes de morir. El revólver estaba de nuevo listo para ser usado. Lo miró y exhaló un largo suspiro.

—Bueno, ahora escúcheme, Fulano —dijo—. Usted está borracho y yo soy un hombre enfermo. Dejemos las cosas para otro momento. Necesito tranquilidad. Tengo que cuidar mi impotencia. Por la tarde llegarán amigos que me necesitan para un juego. Esta farsa se está volviendo muy pesada. Somos hombres de mundo, en todo sentido… sexo, verso libre, puntería. Si me tiene usted inquina, estoy dispuesto a ofrecer reparaciones insólitas. Hasta una rencontre a la antigua, espada o pistola, en Río o en cualquier otra parte… no está excluido. Mi memoria y mi elocuencia no son hoy muy brillantes, pero en verdad, mi querido señor Humbert, usted no era el tutor ideal, y yo no obligué a su pequeña pupila a seguirme. Fue ella quien me pidió que la llevara a una casa donde sería más feliz. Esta casa no es tan moderna como el rancho que compartimos con encantadores amigos. Pero es amplia, fresca en verano y en invierno, cómoda, en una palabra… de modo que le sugiero que se mude aquí, puesto que proyecto retirarme para siempre a Inglaterra o Florencia. Es suya, gratis. Con la única condición de que deje de apuntarme con ese revólver de… (dijo una palabrota repulsiva). Entre paréntesis, no sé si le interesan a usted las rarezas… Si es así, puedo ofrecerle, también gratis, una compañerita, algo bastante excitante, una damita con tres pechos, raro y delicioso capricho de la naturaleza… Vamos, soyons raisonnables. Solo conseguirá herirme horriblemente y después se pudrirá en la cárcel mientras yo me recobraré en un ambiente tropical. Se lo prometo, Brewster, será muy feliz aquí, con un sótano magnífico y todos los derechos de autor de mi próxima obra… No tengo demasiado en el banco ahora, pero me propongo pedir prestado… como dice el bardo, con ese frío en la cabeza, pedir prestado, pedir prestado, pedir prestado[23]. Hay otras ventajas. Tenemos aquí a una confiable sobornable criada, la señora Vibrissa —curioso nombre— que viene de la aldea dos veces por semana, hoy no, por desgracia, y tiene hijas, nietas; una o dos cosas que sé del jefe de policía lo hacen mi esclavo. Soy un autor teatral. Me han llamado el Maeterlinck norteamericano. ¿Maeterlinck? Schmetterling, digo yo. ¡Vamos! Todo esto es muy humillante. Estoy seguro de que no hago lo que debo. Nunca use herculanita con rum. Veamos, sea usted un buen tipo y deje esa pistola. Conocía un poco a su pobre mujer. Puede usar mi guardarropa. Ah, otra cosa… le gustará: tengo una colección erótica ejemplar: Bagration Island, por la exploradora y analista Melanie Weiss, una dama notable, un libro notable… deje ese revólver… con fotografías de ochocientos órganos masculinos que examinó y midió en 1932 en Bagration, en el mar Barda, gráficos muy ilustrados, relacionados con una historia de amor bajo los cielos placenteros… deje ese revólver… y además puedo conseguirle permiso para asistir a las ejecuciones, no todos saben que la silla está pintada de amarillo…

Feu. Esa vez di contra algo duro. Di contra el respaldo de una mecedora negra —no muy diferente de la de Dolly Schiller—. La bala dio contra la superficie interna del respaldo y la mecedora empezó a moverse tan rápido y con tanta energía que si alguien hubiese entrado en el cuarto se habría quedado boquiabierto ante el doble milagro: la mecedora moviéndose sola de pánico y el sillón donde estaba mi purpúreo blanco desprovisto ahora de todo contenido viviente. Agitando los dedos en el aire y levantando rápidamente el trasero voló al cuarto de música y un segundo después ambos forcejeábamos y jadeábamos a ambos lados de su puerta, de cuya llave me había olvidado. Vencí por tercera vez y con otro violento movimiento, Clare el Imprevisible sentóse al piano y tocó varios acordes atrozmente vigorosos, fundamentalmente histéricos. Le temblaba el mentón, dejaba caer con todas sus fuerzas las manos extendidas y emitía unos resoplidos de locomotora que habían faltado durante nuestra pelea. Sin dejar de producir esas sonoridades increíbles, hizo un vano intento de abrir con los pies una especie de cofre que había cerca del piano. La próxima bala se hundió a un lado de su cuerpo, y entonces se alzó de su silla cada vez más alto, más alto, como el viejo gris, insano Nijinsky, como una pesadilla mía, hasta alcanzar una altura fenomenal y así me pareció, al menos, mientras rasgaba el aire, echaba atrás la cabeza en un alarido, apretándose con una mano la frente y con la otra una axila, como si le hubiera picado una avispa, y después volvió a sentarse sobre sus talones, y otra vez un hombre normal en su bata, se escabulló hacia el vestíbulo.

Me vi siguiéndolo a través del vestíbulo, con una especie de doble, triple salto de canguro, muy recto sobre mis piernas rectas mientras brincaba dos veces a su zaga, y después brincando entre él y la puerta del frente en una especie de tenso bote de ballet, con el propósito de adelantarme, ya que la puerta no estaba cerrada con llave.

Súbitamente digno, y como enfadado, empezó a subir la amplia escalera. Avancé unos pasos, pero no lo seguí; disparé tres o cuatro veces en rápida sucesión, hiriéndolo a cada descarga. Y cada vez que lo hacía, que le hacía esa cosa terrible, crispaba la cara de un modo absurdo, como un payaso, como si exagerara el dolor. Caía lentamente, ponía los ojos en blanco, entrecerrándolos, lanzaba un «¡ah!» femenino y se estremecía cada vez que lo alcanzaba una bala, como si yo hubiera estado haciéndole cosquillas, y cada vez que le metía una de esas balas mías, lentas, torpes, ciegas, susurraba con afectado acento británico —siempre crispándose, estremeciéndose, sonriéndose y a la vez hablando de un modo curiosamente distraído y hasta amable—:

—¡Ah, duele bastante, señor! ¡Ah, esto duele atrozmente, mi buen amigo!… Se lo ruego, desista. ¡Ah… muy doloroso, muy doloroso, en verdad!… ¡Dios! ¡Ah! Esto es abominable, usted no debería…

Su voz se arrastró cuando llegó al descanso, pero siguió caminando a pesar de toda la carga que le había metido en ese cuerpo abotagado.

Desesperado, aterrado, comprendí que lejos de matarlo, inyectaba chorros de energía en el pobre tipo, como si las balas hubieran sido cápsulas dentro de las cuales danzaba un elixir poderoso.

Volví a cargar la cosa con manos negras y rojas: había tocado algo que se había manchado con su sangre espesa. Después subí en su busca. Las llaves tintineaban en mis bolsillos como oro.

Se arrastraba de cuarto en cuarto, sangrando majestuosamente, tratando de encontrar una ventana abierta, sacudiendo la cabeza, todavía procurando convencerme de que no lo asesinara. Apunté a su cabeza y se retiró al dormitorio principal con un estallido de púrpura real donde había estado una de sus orejas.

—Váyase, váyase de aquí —dijo tosiendo y escupiendo.

En una pesadilla de asombro, vi que ese hombre cubierto de sangre pero todavía vivo, se metía en la cama y se envolvía en las frazadas caóticas. Disparé una vez más desde muy cerca, a través de las frazadas, y entonces yació sobre su espalda, y en sus labios se formó una gran burbuja roja con connotaciones juveniles, que aumentó hasta el tamaño de una pelota de juguete y estalló.

Quizá perdí contacto con la realidad durante uno o dos minutos, pero no ha de creerse que representé esa escena de desvarío propio de los criminales corrientes. Por el contrario, quiero destacar el hecho de que era responsable de cada gota de su sangre burbujeante. Pero ocurrió una especie de instantáneo desplazamiento, como si me hubiera encontrado en el dormitorio conyugal, junto a Charlotte enferma en la cama. Quilty era un hombre muy enfermo. En mi mano tenía una de sus pantuflas, en vez de la pistola. Estaba sentado sobre la pistola. Después busqué una comodidad mayor en el sillón que había junto a la cama y consulté mi reloj pulsera. Había perdido más de una hora. Quilty estaba quieto, por fin. Lejos de sentirme aliviado, me abrumaba una carga aún más pesada que la otra de que esperaba librarme. No podía resolverme a tocarlo para cerciorarme de que estaba realmente muerto. Lo parecía: le faltaba un cuarto de cara y tenía encima dos moscas que empezaban a disfrutar de su increíble buena suerte. Mis manos apenas estaban en mejores condiciones que las de él. Me lavé como pude en el cuarto de baño contiguo. Ahora podía marcharme. Cuando salí al descanso de la escalera, me sorprendió descubrir que había restado importancia —como a un mero zumbido de mis oídos— a lo que era en verdad una mezcla de voces y de música radiotelefónica proveniente de la sala, escaleras abajo.

Encontré allí a unas cuantas personas que parecían haber llegado hacía un instante y se bebían alegremente el alcohol de Quilty. Había un hombre gordo en una poltrona. Dos jóvenes bellezas morenas y pálidas, hermanas, sin duda, grande una y pequeña otra (casi una niña), estaban sentadas con mucho recato en un canapé. Un tipo de cara llameante y ojos azules zafiro salía con dos vasos de la cocina-bar, donde dos o tres mujeres charlaban y cortaban pedazos de hielo. Me detuve en el vano de la puerta y dije:

—Acabo de matar a Clare Quilty.

—¡Lo felicito! —exclamó el tipo rubicundo mientras tendía uno de los vasos a la muchacha que parecía de más edad.

—Alguien debió hacerlo mucho tiempo antes —observó el gordo.

—¿Qué dice, Tony? —preguntó una rubia desleída desde el bar.

—Dice que ha matado a Cue —respondió el tipo rubicundo.

—Bueno, supongo que cualquiera de nosotros lo habría hecho algún día —dijo otro hombre no identificado incorporándose en un rincón donde había examinado, en cuclillas, algunos discos.

—De todos modos —dijo Tom—, convendría que bajara. No podemos esperar demasiado si queremos llegar a tiempo para esa partida.

—Que alguien dé un trago a este hombre —dijo el gordo.

—¿Quieres una cerveza? —preguntó una mujer con pantalones, mostrándome un vaso desde lejos.

Solo callaban las dos muchachas sentadas en el canapé, ambas de negro, la más joven jugueteando con algo brillante que tenía alrededor del cuello; ambas permanecían mudas, tan jóvenes, tan obscenas. Cuando la música se detuvo un instante, se oyó un ruido que llegaba desde la escalera. Tony y yo salimos al vestíbulo. Era nada menos que Quilty: se las había arreglado para arrastrarse hasta el descanso de la escalera. Lo vimos sacudirse para desmoronarse al fin —esta vez para siempre— en un montón purpúreo.

—Apúrate, Cue —dijo Tony riendo—. Creo que todavía está…

Volvió a la sala mientras la música sofocaba el resto de sus palabras.

Ese era el fin de la ingeniosa obra que Quilty había puesto en escena para mí, me dije. Con el corazón henchido, salí de la casa y caminé hacia mi automóvil en el resplandor moteado del sol. A cada uno de sus lados había otros dos automóviles estacionados y tuve ciertas dificultades para deslizarme entre ellos.

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