Lolita

Lolita


Segunda Parte » Capítulo 3

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Ella había entrado en mi mundo, en la umbría y negra Humberlandia, con violenta curiosidad; la inspeccionaba con una mueca de divertido disgusto y ahora me parecía que estaba dispuesta a marcharse con un sentimiento muy parecido a la franca repulsión. Nunca vibraba bajo mi caricia y un estridente «¡qué crees que estás haciendo!» era cuanto obtenían mis esfuerzos. Al país maravilloso que yo le ofrecía, prefería la película más estúpida, el relato más empalagoso. No hay nada más atrozmente cruel que una niña adorada. ¿He dicho el nombre de ese bar lácteo que visité en una ocasión? Pues se llamaba nada menos que La reina frígida. Sonriendo con cierta tristeza, apodé a Lo Mi princesa frígida. Ella no comprendió esa melancólica broma.

No frunzas el ceño, lector; no quiero dar la impresión de que no hice lo posible por ser feliz. El lector debe comprender que dueño y esclavo de una nínfula, el viajero encantado está, por así decirlo, más allá de la felicidad. Pues no hay en la tierra otra felicidad comparada a la de amar a una nínfula. Es una felicidad hors concours, pertenece a otra clase, a otro plano de sensibilidad. A pesar de las alharacas y muecas que hacía, y a pesar de su vulgaridad, y del peligro, y de la horrible tragicidad de todo ello, yo me empecinaba en mi paraíso escogido: un paraíso cuyos cielos tenían el color de las llamas infernales, pero un paraíso con todo…

El hábil psiquiatra que estudia mi caso —sumido por el doctor Humbert, confío, en un estado de fascinación leporina— sin duda estará ansioso por saber que llevé a Lolita junto al mar para encontrar allí, por fin, la «gratificación» de un anhelo de mi vida toda, y perder la obsesión «subconsciente» de un amor infantil incompleto con la señorita Lee[5] de mis comienzos.

Y bien, camarada, permíteme decirte que no busqué ninguna playa, aunque también debo confesar que cuando llegamos al espejismo de su agua gris, mi compañera de viajes me había garantizado ya tantos deleites que la busca de un Reino junto al mar, una Riviera sublimada o lo que fuere, lejos de ser el impulso del subconsciente, se había convertido en la persecución racional de un estremecimiento puramente teórico. Los ángeles lo sabían, y dispusieron las cosas de acuerdo a ello. Una visita a una ensenada plausible en la costa atlántica fue completamente frustrada por un temporal. Un cielo de nubes espesas, olas fangosas, una sensación de niebla infinita, pero de algún modo muy concreta… ¿qué podía ser más alejado del terso encanto, de la ocasión azul como un zafiro y de la rosada templanza de mi amor de la Riviera? Un par de playas semitropicales en el Golfo, aunque harto brillantes, estaban plagadas de alimañas ponzoñosas y barridas por huracanes. Al fin, en una playa californiana, ante el fantasma del Pacífico, di con el aislamiento harto perverso de una ensenada desde la cual se oían los chillidos de un grupo de girl scouts que tomaban su primer baño en una parte aislada de la playa, detrás de unos árboles podridos; pero la niebla era como una sábana mojada, y la arena estaba pegajosa, y Lo estaba cubierta de esa arena y tenía carne de gallina, y yo la deseaba tanto como a un manatí. Quizá mis lectores afines den un respingo si les digo que aunque hubiéramos descubierto en alguna parte un pedazo de playa simpático, habría sido demasiado tarde, puesto que mi verdadera liberación había ocurrido antes, cuando Annabel Haze, alias Dolores Lee[6], alias Loleeta, se me mostró dorada y castaña, de rodillas, mirando hacia arriba, en aquella presuntuosa galería, en un ambiente marino ficticio, deshonesto pero muy satisfactorio, aunque solo había en los alrededores de la vecindad un lago de segundo orden.

Esas eran, pues, las sensaciones peculiares influidas, si no provocadas por los dogmas de la psiquiatría moderna. Por consiguiente, me aparté —retiré a mi Lolita— de playas que o bien eran demasiado lúgubres cuando estaban solitarias, o demasiado populosas cuando resplandecían. Sin embargo, movido acaso por recuerdos de infructuosas buscas de parques públicos en Europa, estaba muy interesado por las actividades al aire libre y deseoso de encontrar espacios convenientes en una naturaleza donde había padecido tan vergonzosas privaciones. También en esto sería burlado. La decepción que debo registrar en esta nueva ocasión mientras gradúo suavemente mi relato hacia la expresión del riesgo y el temor incesante que corrían a través de mi deleite, no han de reflejar en modo alguno los paisajes agrestes, líricos, épicos, trágicos, pero nunca arcádicos, de Norteamérica. Son hermosos, de una belleza desgarradora, con una calidad de abandono infinito, inefable, inocente, que ya no poseen mis barnizadas aldeas de juguete suizas ni los Alpes elogiados hasta el hartazgo. Innumerables amantes se han deslizado y se han besado en el pulido césped de las laderas europeas, en el musgo aterciopelado, junto a arroyos higiénicos y asequibles, sobre rústicos bancos debajo de robles con iniciales, y en tantas cabanes, en tantos bosques de hayas. Pero en las soledades de Norteamérica el amante al natural no encontrará fácil dedicarse al más antiguo de los crímenes y los pasatiempos. Plantas ponzoñosas queman las nalgas de su amada, infinitos insectos pican las suyas; ásperas muestras de la flora local aguijonean las rodillas del amante y las alimañas se ensañan con las de la amante, y todo alrededor se oye el persistente susurro de serpientes potenciales —que dis-je, dragones semiextinguidos— mientras semillas parecidas a cangrejos de flores feroces se adhieren como una horrible costra verde tanto a los calcetines negros como a los blancos cubiertos de fango.

Exagero un poco. Un mediodía de verano, justo al borde de la espesura, donde unas flores de color celestial acompañaban todo el curso de un rizado arroyo de la montaña, encontramos —Lolita y yo— un lugar románticamente aislado, a unos cien pies sobre el paso donde habíamos dejado el automóvil. La pendiente nunca parecía haber sido hollada. Un último pino jadeante se tomaba un merecido descanso en la roca a que había trepado. Una marmota nos silbó y desapareció. Bajo la manta que tendí para Lo crepitaron blandamente unas flores secas. Venus fue y vino. El risco dentado que coronaba el talud y una maraña de arbustos más allá de nosotros parecía protegernos tanto del sol como del hombre. Pero, ay, no advertí una imperceptible huella marginal que serpeaba entre los arbustos y las rocas, a pocos pasos de nosotros.

Fue entonces cuando estuvimos más cerca que nunca de ser descubiertos; y no es de asombrarse que esa experiencia mitigara para siempre mi sed de amores rurales.

Recuerdo que la operación estaba terminada, terminada por completo, y Lo lloraba en mis brazos —una saludable tempestad de sollozos después de uno de los accesos de malhumor que se habían hecho tan frecuentes en ella durante ese año, por lo demás admirable—. Yo acababa de retractarme de cierta promesa hecha en un momento de pasión ciega e impaciente, y ella se agitaba y lloraba y pellizcaba mi mano acariciadora, y ya reía feliz, y el horror atroz, increíble, insoportable y, supongo, eterno que ahora conozco solo era entonces un punto negro en el azul de mi bienaventuranza. Así estábamos ambos, cuando con uno de esos sobresaltos que han acabado por desquiciar mi pobre corazón, encontré la mirada en los ojos fijos, negros, de dos niños extraños y hermosos, un fáunulo y una nínfula, a quienes proclamaba parientes, si no gemelos, el mismo pelo oscuro y lacio y las mismas mejillas sin sangre. Estaban de cuclillas, observándonos, los dos con trajecitos azules, confundidos con las flores de la montaña. Tiré de la manta en un intento desesperado de ocultarnos, y en ese mismo instante, algo que parecía una inmensa pelota a pintas entre el sotobosque, a pocos pasos de nosotros, adquirió un movimiento rotativo y se transformó en la figura de una fornida dama que se incorporaba gradualmente y que con un movimiento rapaz agregó automáticamente a su ramillete un lirio silvestre, escrutándonos por encima del hombro, más allá de sus encantadores niños labrados en piedra azul.

Ahora que mi conciencia es una confusión absolutamente diferente, sé que soy un hombre valiente, pero en esos días lo ignoraba, y recuerdo que mi propia sangre fría me sorprendió. Con la orden apenas murmurada que damos a un sudoroso animal adiestrado que yace distraídamente (qué loca esperanza, qué odio hace latir el flanco del joven animal, qué negro dardo atraviesa el corazón del domador), hice levantar a Lo y ambos caminamos decorosamente para correr después indecorosamente hacia el automóvil. Tras él estaba estacionada una camioneta rural y un apuesto asirio de barbilla azul de puro negra, un monsieur très bien con camisa de seda y pantalones magenta, sin duda el marido de la corpulenta botánica, fotografiaba gravemente el letrero indicador de la altura del paso. Estaba a más de 10 000 pies, y yo estaba sin aliento. Con un chasquido y una patinada, arrancamos. Lo aún luchaba con sus ropas y me maldecía en un lenguaje que nunca había imaginado al alcance de los niños, y menos aún en sus labios. Hubo otros incidentes desagradables. El del cinematógrafo, por ejemplo. En esa época, Lo aún tenía una verdadera pasión por el cine (habría de declinar en tibia condescendencia durante el segundo año de su escuela secundaria). Vimos, voluptuosamente, sin discriminación, ciento cincuenta o doscientas películas durante ese solo año, y en los períodos en que íbamos con más frecuencia al cinematógrafo llegamos a ver una película hasta media docena de veces, ya que acompañaba a otras en una misma semana y nos perseguía de ciudad en ciudad. Sus películas favoritas eran, en este orden: las musicales, las del hampa y las de vaqueros. En las primeras, cantores y bailarines de verdad hacían carreras irreales en un ámbito de existencia a prueba de aflicciones, del cual estaban desterrados la muerte y la verdad y en el cual, por fin, el padre de una corista, hombre de blanca cabellera, ojos húmedos y técnicamente inmortal, acababa aplaudiendo su apoteosis —aunque al principio se había mostrado reacio— en un Broadway fabuloso. El hampa era un mundo aparte: en él, heroicos periodistas eran torturados, las apuestas telefónicas alcanzaban billones y en una tensa atmósfera de pésima puntería los villanos eran perseguidos a través de albañales y depósitos por policías patológicamente temerarios (yo había de procurarles menos ejercicio). Por fin teníamos los paisajes arbolados, los bravos jinetes de ojos azules y rostros floridos, la bonita maestrita que llegaba a Roaring Gulch, el caballo con sus relinchos, el tropel espectacular, la pistola arrojada a través del plateado vidrio de la ventana, la montaña de polvorientos muebles anticuados que se desmoronaba, la estupenda lucha a puñetazos, la mesa usada como arma, el oportuno salto mortal, la mano atravesada que aún reptaba hacia el cuchillo caído, el gruñido, el chasquido del puño contra la mandíbula, el puntapié en el vientre, e inmediatamente después de un prodigio de dolor que habría hospitalizado a Hércules, y que ahora ya conozco yo mismo, solo una magulladura en la mejilla bronceada del héroe entusiasta que abrazaba a su esplendorosa novia fronteriza. Recuerdo una matinée en un teatrillo sin aire, atestado de niños y haciendo al cálido hálito del maíz tostado. La luna estaba amarilla sobre el cantor de pañuelo al cuello, y su dedo estaba sobre la cuerda desafinada y su pie sobre un tronco de pino. Y yo había rodeado inocentemente con mi brazo los hombros de Lo y había aproximado mi mandíbula a su sien, cuando dos harpías detrás de nosotros empezaron a murmurar las cosas más extrañas. Ignoro si entendí bien, pero lo que creí entender me hizo retirar mi mano acariciadora y, desde luego, el resto de la película fue ininteligible para mí.

Otro sobresalto que recuerdo está relacionado con un pueblecito que atravesamos una noche, durante el viaje de regreso. Una vez se me había ocurrido decirle que la escuela a que asistiría en Beardsley era más bien elegante, no coeducacional, y sin disparates modernos, tras lo cual Lo empezó a endilgarme una de esas furiosas arengas suyas donde ruegos, insultos, autoafirmaciones, alusiones, malas palabras y desesperación pueril se mezclaban en un exasperante remedo de lógica que exigía un remedo de explicación de mi parte. Aturdido por sus palabrotas (… Sería una cretina si tomara en serio tu opinión… Inmundo… No te hagas el mandón… Te desprecio…, etc.), corría velozmente a través de la ciudad dormida, siguiendo mi ritmo de la carretera, cuando dos patrulleros enfocaron mi automóvil con sus buscahuellas y me ordenaron que me apeara. Chisté a Lo, que seguía automáticamente sus imprecaciones. Los hombres nos escrutaron a los dos con malévola curiosidad. Lolita, de súbito toda hoyuelos, les sonrió dulcemente como nunca sonreía a mi orquídea masculinidad. Pues en cierto sentido, Lo temía la ley aún más que yo y cuando los amables oficiales nos perdonaron y subimos al automóvil servilmente, sus párpados se cerraron y fluctuaron, en un remedo de absoluta postración.

Debo hacer aquí una curiosa confesión. El lector reirá, pero debo decir que en verdad nunca pude saber con exactitud cuál era mi situación legal. Y aún no la conozco. Oh, me he enterado de algunos pormenores. Alabama prohíbe que el tutor cambie el domicilio del menor sin orden del tribunal; Minnesota, ante la que me quito el sombrero, prescribe que cuando un pariente se hace cargo de la custodia permanente de cualquier menor de catorce años, la autoridad de un tribunal es improcedente. Pregunta: ¿el padrastro de una encantadora niña sollozante —un padrastro con solo un mes de parentesco, un viudo neurótico de años maduros y medios moderados pero independientes, con los parapetos de Europa, un divorcio y unos cuantos manicomios en su haber— puede considerarse un verdadero pariente y, así, un tutor natural? De lo contrario, ¿debía, podía yo, razonablemente, atreverme a notificar a algún departamento de Bienestar Público y elevar una petición (pero cómo se eleva una petición) para que un agente del tribunal investigara al manso y evasivo Humbert y a la peligrosa Dolores Haze? Los muchos libros sobre matrimonio, violación, adopciones, etc., que consulté culpablemente en las bibliotecas públicas de ciudades grandes y pequeñas nada me dijeron, aparte de insinuarme oscuramente que el Estado es el tutor máximo de todos los menores. Pilvin y Zapel, si recuerdo bien sus nombres, en un impresionante volumen sobre el aspecto legal del matrimonio, ignoran completamente a los padrastros con niñas huérfanas en sus manos y rodillas. Mi mejor amigo, un trabajo monográfico (Chicago, 1936) que me fue alcanzado con grandes esfuerzos desde un remoto estante polvoriento por una inocente solterona, dice: «No existe el principio de que cada menor deba tener un tutor, los tribunales son pasivos en este caso y solo intervienen cuando la situación del menor se hace abiertamente peligrosa». Deduje que el tutor era nombrado por expreso pedido y deseo suyo. Pero podían pasar meses antes de que se le diera audiencia y de que creciera su par de alas grises, y mientras tanto la menor demoníaca quedaría librada a su propio capricho. Y ese, después de todo, era el caso de Dolores Haze. Al fin llegaría la audiencia: unas cuantas preguntas desde el asiento, unas pocas y fehacientes respuestas del abogado, una sonrisa, una inclinación, una ligera llovizna fuera, y la cosa quedaba arreglada. Pero yo no me atrevía. Apártate, sé un ratón, acurrúcate en tu agujero… Los tribunales solo adoptan una extravagante actividad cuando hay de por medio una cuestión monetaria: dos tutores codiciosos, una huérfana robada, una tercera camarilla, aún más codiciosa. Pero aquí todo estaba perfectamente en orden, se había hecho un inventario y la frugal propiedad de su madre aguardaba intacta la mayoría de edad de Dolores Haze. La mejor táctica parecía abstenerse de toda gestión. Pero ¿y si algún entremetido, alguna Sociedad Humanitaria se inmiscuía al verme demasiado quieto?

El amigo Farlow, que era un abogado de mala muerte y debió de ser capaz de proporcionarme algún buen consejo, estaba demasiado ocupado con el cáncer de Jean para hacer algo más de lo que había prometido, o sea cuidar de las magras posesiones de Charlotte mientras yo me recobraba gradualmente de la conmoción de su muerte. Yo le había hecho creer que Dolores era mi hija natural, y de ese modo esperaba que no se devanara los sesos pensando en la situación nuestra. Como el lector ya habrá deducido, soy muy mediocre hombre de negocios; pero ni la indolencia ni la ignorancia me habrían impedido buscar la ayuda profesional en otra parte. Lo que me detuvo fue la angustiosa sensación de que si me interponía de algún modo al destino y trataba de racionalizar su fantástico don, ese don me sería arrebatado como ese palacio en la cumbre de la montaña en el cuento oriental, que se desvanecía toda vez que un propietario en ciernes preguntaba a su guardia cómo era posible que una franja de cielo crepuscular pudiera verse claramente desde lejos entre la negra roca y el basamento.

Resolví que en Beardsley (sede de Beardsley College para mujeres) tendría acceso a obras de consulta que aún no había podido estudiar, como por ejemplo el tratado de Woerner Sobre la ley norteamericana de tutoría y algunas publicaciones de la Oficina de Publicaciones sobre Menores de los Estados Unidos. Resolví, asimismo, que cualquier cosa era mejor para Lo que la desmoralizadora vacuidad en que vivía. La lista dejaría perplejo a un educador profesional…, pero a pesar de todas mis persuasiones y escándalos, no podía hacerle leer otra cosa que historietas o relatos en revistas para mujeres norteamericanas. Cualquier tipo de literatura ligeramente superior «le olía a escuela», y aunque teóricamente estuviera dispuesta a disfrutar de las Noches árabes o de Mujercitas, estaba resuelta a no desperdiciar sus vacaciones con lecturas tan «superiores».

Ahora creo que fue un gran error regresar al este y llevarla a esa escuela privada de Beardsley en vez de vagabundear por la costa mexicana mientras ese vagabundeo hacía posible ocultarnos un par de años en el placer subtropical, hasta poder casarme sin peligro con mi pequeña criolla. Pues he de confesar que, según la condición de mis glándulas y ganglios, en el transcurso de un mismo día podía pasar de un polo al otro: desde la idea de que hacia 1950 debería librarme de una difícil adolescente sin restos de nínfula, hasta la idea de que con paciencia y suerte podía soñar en una Lolita Segunda que hacia 1960 tendría ocho o nueve años, mientras yo estaría aún dans la forcé de l’âge. En verdad, el telescopio de mi mente era bastante poderoso como para distinguir en la lejanía del tiempo un vieillard encore vert, el extravagante, tierno doctor Humbert todavía vigoroso.

En los días de ese frenético viaje nuestro, no dudaba de que como padre de Lolita Primera era un ridículo fracaso. Hice cuanto estuvo a mi alcance. Leí y releí un libro con el título inocentemente bíblico de Conoce a tu propia hija, comprado en la misma tienda donde compré para Lo, en su trigésimo cumpleaños, un volumen en edición de lujo, con ilustraciones comercialmente «hermosas» de La sirenita, de Andersen. Pero aun en nuestros mejores momentos, cuando nos sentábamos a leer en días lluviosos (los ojos de Lo viajaban desde la ventana hasta su reloj pulsera, y de nuevo hacia la ventana) o celebrábamos una comida tierna y apacible en algún lugar atestado, o jugábamos una infantil partida de naipes, o salíamos de compras, o mirábamos silenciosos, con otros conductores y sus niños, algún automóvil destrozado y manchado de sangre, con un zapato de mujer joven en su interior (Lo decía mientras reanudábamos la marcha: «Ese era exactamente el mocasín que quise describirle al empleado en aquella tienda»); en esas especiales ocasiones me juzgaba a mí mismo un padre tan poco plausible como ella lo era en cuanto hija. ¿Acaso ese viaje culpable viciaba nuestras facultades de encarnar esos papeles? Un domicilio fijo, las actividades colegiales propias de una niña, ¿redundarían en provecho?

Al elegir Beardsley me guie por el hecho de que había allí una escuela para niñas relativamente seria, pero también por la presencia del colegio para mujeres. En mi deseo de verme casé, de apegarme de algún modo a una superficie corriente con que se fundieran mis extravagancias, pensé en un hombre que conocía en el departamento de francés del Beardsley College. Era lo bastante amable como para utilizar mi libro de texto y alguna vez intentó que diera en ese establecimiento una conferencia. No tenía yo la menor intención de hacerlo, pues como ya he observado en estas confesiones, pocos físicos odio tanto como el de las terneras pesadas, espesas, de pelvis baja y cutis deplorable que asisten a las escuelas secundarias (en las cuales quizá vea el ataúd de tosca carne femenina en que se entierran vivas mis nínfulas). Pero yo anhelaba un nivel, un fondo, un simulacro y, como pronto ha de verse, había también otro motivo, una razón bastante artera, por la cual la compañía del viejo Gastón Godin me sería particularmente segura.

Además, estaba de por medio la cuestión monetaria. Mis rentas menguaban, agotadas por nuestro viaje de placer. En verdad, yo me atenía a los acoplados más baratos, pero de cuando en cuando había un hotel de lujo, o un rancho presuntuoso y remilgado que mutilaba nuestro presupuesto. Sumas corrosivas se gastaban, asimismo, en excursiones y ropas de Lo, y el viejo automóvil de la Haze, aunque aún muy fuerte y leal, necesitaba muchas reparaciones pequeñas e importantes. En uno de nuestros mapas de excursiones que han logrado sobrevivir entre los papeles que las autoridades me han permitido utilizar para escribir mi declaración, encuentro algunas marcas que me ayudan a calcular lo siguiente: Durante ese extravagante año de 1947-1948, de agosto a agosto, alojamiento y comidas nos costaron unos 5500 dólares; la gasolina, el aceite y las reparaciones, 1234 y varios extras casi la misma suma. De modo que en unos 15 días de marcha real (cubrimos casi 27 000 millas) más unos 200 días de paradas intermedias, este modesto rentier, gastó alrededor de 8000 dólares, o más bien 10 000, porque sin duda he olvidado muchos expendios, poco práctico como soy.

Así viajamos hacia el este: yo, más devastado que fortalecido por la satisfacción de mi pasión; ella resplandeciente de salud, con su cresta bi-ilíaca aún tan breve como la de un muchacho, aunque su estatura había aumentado dos centímetros y su peso tres kilos. Habíamos estado en todas partes. No habíamos visto nada en realidad. Y hoy me sorprendo pensando que nuestro largo viaje no había hecho otra cosa que ensuciar con un sinuoso reguero de fango el encantador, confiado, soñador, enorme país que entonces, retrospectivamente, no era para nosotros sino una colección de mapas de puntas dobladas, libros turísticos estropeados, neumáticos gastados y sus sollozos en la noche —cada noche, cada noche— no bien me fingía dormido.

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