Lolita

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Segunda Parte » Capítulo 4

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Cuando a través de decoraciones de luz y sombra nos dirigimos hacia el número 14 de la calle Thayer, un serio muchachito nos recibió con las llaves y una nota de Gastón, que había alquilado la casa para nosotros. Mi Lo, sin dirigir al nuevo ambiente una sola mirada, prendió distraídamente la radio hacia la cual la llevó su instinto y se echó en un sofá de la sala con unas cuantas revistas viejas de que se proveyó, con el mismo aire preciso y ciego, metiendo la mano en la anatomía inferior de una mesilla.

En verdad, poco me importaba el lugar donde debía residir, con tal de poder encerrar a mi Lolita en alguna parte; pero supongo que durante mi correspondencia con el vago Gastón, había llegado a representarme una casa de ladrillo y hiedra. La casa, en realidad, tenía un desalentador parecido con el hogar de Charlotte (apenas a 400 millas de allí): la misma fealdad en su madera gris, en su techo en declive, en sus toldillos. Los cuartos, aunque más pequeños y amueblados con más presunción, eran harto similares. Pero mi estudio resultó ser por cierto mucho más amplio, con unos dos mil libros sobre química dispuestos desde el cielo raso hasta el piso, que mi arrendatario (de vacaciones por entonces) utilizaba para sus clases en el Beardsley College.

Yo había esperado que la escuela de Beardsley para niñas —una escuela diurna muy cara, con almuerzos incluidos y un espléndido gimnasio—, al cultivar esos cuerpos jóvenes suministraría cierta educación formal a sus mentes. Gastón Godin, que muy pocas veces estaba en lo cierto al juzgar el medio norteamericano, me había advertido que la institución podía ser de esas que enseñan a las niñas —como observó con su predilección de extranjero por ese tipo de hallazgos— «no a deletrear muy bien, pero sí a oler muy bien»[7]. No creo que lograra siquiera eso.

Durante la primera entrevista, su directora, la señorita Pratt, aprobó los «hermosos ojos azules» de mi hija (¡azules!… ¡Lolita!…) y mi propia amistad con ese «genio francés» (¡genio!… ¡Gastón!…). Después, entregando a Dolly a cierta señorita Cormorant, frunció el ceño en una especie de recuillement, y dijo:

—Nuestro interés principal, señor Humbird[8], no es que nuestras estudiantes sean ratas de biblioteca o puedan localizar todas las capitales de Europa, que nadie conoce, de todos modos, o sepan de memoria las fechas de batallas olvidadas. Lo que nos interesa es la afinidad de la niña con su grupo social. Por eso enfatizamos cuatro puntos: arte dramático, danza, conversación y vida social. Determinados hechos nos lo imponen. Su deliciosa Dolly ingresará pronto en un grupo —el de las niñas de su edad— en que las relaciones (salidas, vestidos, maneras) significarán para ella tanto como… los negocios, las relaciones comerciales, los éxitos financieros para usted. O tanto como (una sonrisa) la felicidad de mis niñas para mí. Dorothy Humbird ya está incluida en todo un sistema de vida social que consiste querámoslo o no, en sándwiches de salchicha, bares lácteos, cervezas, pasteles, películas, baile moderno, salidas nocturnas a playas y toda clase de reuniones. Desde luego, en Beardsley desaprobamos algunas de esas actividades y encauzamos otras en direcciones más constructivas. Pero tratamos de volver la espalda a la niebla y miramos de frente al sol. Para decirlo en pocas palabras, al adoptar determinadas técnicas de enseñanza, más nos importa la comunicación que la composición. Lo cual significa, con el debido respeto a Shakespeare y otros, que deseamos que nuestras niñas se comuniquen libremente con el mundo viviente que las rodea, y no que se sumerjan en libros viejos y mohosos. Acaso todavía no hacemos sino tantear, pero tanteamos con inteligencia, como un ginecólogo que palpa un tumor. Pensamos, doctor Humburg, en términos de organismo y de organización. Hemos acabado con la masa de tópicos improcedentes que se presentaban tradicionalmente a las niñas sin dejar lugar, en días pretéritos, a los conocimientos y habilidades y a las actitudes que les serán imprescindibles en sus vidas y… como podría agregar el cínico, en las vidas de sus maridos, señor Humberson. Digámoslo así: la posición de una estrella es importante, pero la ubicación más práctica para una heladera en la cocina puede ser aún más importante para la esposa novel. Dice usted que todo cuanto espera que una niña obtenga de la escuela es una educación firme. Pero ¿qué significa educación? En otros tiempos, ese era esencialmente un fenómeno verbal; quiero decir que un niño podía aprenderse de memoria una buena enciclopedia y saber tanto como puede ofrecer una buena escuela, y aún más. Doctor Hummer, ¿comprende usted que para el niño actual preadolescente, fijar fecha en la historia medieval tiene un valor menos vital que fijar fecha para una cita (un guiño), para repetir un juego de palabras que la psicoanalista de Beardsley se permitió el otro día? Vivimos no solo en un mundo de pensamiento, sino también en un mundo de cosas. Las palabras sin experiencia carecen de sentido. ¿Qué pueden importarle a Dolly Hammerson, Grecia y Oriente, con sus harenes y esclavos?

Ese programa me dejó perplejo, pero hablé con dos damas inteligentes relacionadas con la escuela y afirmaron que las niñas leían mucho en ella y que la tendencia a la «comunicación» era punto menos que un galimatías destinado a dar a la anticuada Beardsley un rasgo moderno, financieramente remunerativo, aunque en verdad seguía tan almidonada como antes.

Otra razón que me llevó a esa escuela puede ser absurda para algunos lectores, pero era muy importante para mí, porque así soy yo. Cruzando la calle, exactamente al frente de nuestra casa, vi un terreno baldío lleno de maleza, con algunos matorrales coloridos, una pila de ladrillos, unos cuantos tablones y la espuma de las míseras flores silvestres amarillas y malvas. A través de este terreno podía verse una parte de la escuela que corría paralela a nuestra calle Thayer e inmediatamente detrás, el terreno para juegos de la escuela. Además de la tranquilidad psicológica que esa disposición me suministraba, permitiéndome tener cerca de mí a Dolly, anticipé enseguida el placer que tendría al distinguir desde mi estudio-dormitorio, con ayuda de poderosos prismáticos, el inevitable porcentaje de nínfulas entre las demás niñas, durante los recreos de Dolly. Por desgracia, el primer día de clase llegaron obreros y construyeron un cerco al terreno. Y en tiempo milagroso surgió maliciosamente tras ese cerco una construcción de madera oscura que estorbó por completo mi mágico espectáculo; y no bien erigieron bastante cantidad de material para estropearlo todo, esos absurdos constructores pararon su trabajo y nunca reaparecieron.

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