Lolita

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Segunda Parte » Capítulo 6

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Unas palabras sobre Gastón Godin. El motivo principal por el cual yo disfrutaba —o al menos toleraba con alivio— su compañía era el hechizo de absoluta seguridad con que su amplia persona envolvía mi secreto. No es que lo supiera; yo no tenía razones especiales para confiar en él y Godin era demasiado concentrado y abstraído en sí mismo para advertir o recelar nada que pudiera provocar una pregunta desembozada de su parte y una respuesta no menos desembozada de la mía. Hablaba bien de mí a los beardleyenses, era un buen heraldo mío. De haber descubierto mes goûts y la situación de Lolita, la cosa apenas le habría interesado en la medida en que aclaraba la simplicidad de mi actitud hacia él, cuya propia actitud estaba tan exenta de tiesura convencional como de alusiones obscenas. Pues, a pesar de su mente incolora y su memoria confusa, quizá tenía conciencia de que yo sabía de él más que los burgueses de Beardsley. Era un solterón fofo, melancólico, de cara carnosa, cuyo cuerpo iba afinándose —en forma trapezoidal— hacia un par de hombros estrechos, no exactamente al mismo nivel, y de cabeza cónica como una pera que tenía a un lado pelos lacios y al otro unas pocas cerdas pegoteadas. Pero la parte inferior de su cuerpo era enorme, y deambulaba con un curioso ritmo elefantino mediante un par de piernas fenomenalmente rechonchas. Siempre vestía de negro, hasta su corbata era una parodia. ¡Y, sin embargo, todos lo consideraban un tipo de máximo encanto, de encantadora extravagancia! Los vecinos lo miraban, sabía los nombres de todos los niños de la zona (vivía a pocas cuadras de mi casa) y algunos de ellos limpiaban su acera, quemaban las hojas de su jardín, llevaban leña para su cobertizo y hasta hacían simples faenas en su casa. Por su parte, él les regalaba con exquisitos bombones rellenos de licor de verdad —en la intimidad de un cuchitril arreglado a la oriental, en un sótano, con dagas y pistolas curiosas dispuestas en las paredes mohosas adornadas con tapices, entre las tuberías disfrazadas del agua caliente—. En la parte superior tenía un estudio (pintaba un poco, el viejo farsante). Había decorado la pared en declive (no se trataba en realidad sino de una bohardilla) con grandes fotografías del pensativo André Gide, Chaikovski, Norman Douglas, otros dos conocidos escritores ingleses, Nijinsky (todo muslos y hojas de higuera), Harold D. Doublename (un profesor de izquierda en una universidad del oeste, con ojos brumosos) y Marcel Proust. Todas esas pobres personas parecían a punto de caer sobre los visitantes desde su plano inclinado. También tenía un álbum con instantáneas de todos los muchachillos de la vecindad, y cuando yo lo hojeaba y hacía alguna observación al azar, Gastón apretaba los labios y decía con un anheloso susurro: «Oui, ils son gentils». Sus ojos castaños paseaban por sobre los diversos presentes sentimentales, el bric-à-brac artístico de su cuarto y sus propias telas triviales (los ojos convencionalmente primitivos, las guitarras caídas, los pezones azulados y los diseños geométricos del momento), y con un vago ademán hacia un recipiente de madera pintada o un vaso venoso, decía:

«Prenez donc une de ces poires. La bonne dame d’en face m’en offre plus que je n’en peux savourer». O: «Missis Taille Lore vient de me donner ces dahlias, belles fleurs que j’exècre». (Sombrío, melancólico, de vuelta ya de todo).

Por razones obvias, prefería mi casa a la de él para las partidas de ajedrez que celebrábamos dos o tres veces por semana. Parecía un ídolo apaleado cuando se sentaba con las regordetas manos en el regazo y escrutaba el tablero como si hubiera sido un cadáver. Meditaba unos diez minutos, resollando… para hacer una mala jugada. O bien el buen hombre, después de pensar aún más murmuraba: Au roi! con un resoplido de perro viejo seguido de una especie de gargarismo que agitaba sus carrillos. Al fin levantaba sus cejas circunflejas con un profundo suspiro cuando yo le indicaba que él mismo estaba en jaque.

A veces, sentados ambos en mi frío estudio, oíamos los pies descalzos de Lo que practicaba técnicas de danza en la sala, en la planta baja. Pero los sentidos de Gastón estaban cómodamente embotados, y permanecía ignorante de esos ritmos desnudos… y uno… y dos… y uno… y dos… el peso sobre una tensa pierna derecha, la otra extendida al costado y uno… y dos… Y solo cuando Lo empezaba a saltar, abriendo las piernas en mitad de su salto, y flexionaba una pierna, y extendía la otra, y volaba, y aterrizaba sobre sus pulgares, solo entonces mi pálido, ceñudo, pomposo adversario, sacudía la cabeza o los carrillos como confundiendo esos ruidos distantes con las terribles estocadas de mi formidable reina. A veces Lo entraba en el cuarto mientras nosotros estudiábamos el tablero, y cada vez era un placer ver a Gastón con sus ojos de elefante aún fijos en sus piezas, ponerse ceremoniosamente de pie para darle la mano, soltar sus suaves dedos y, sin mirarla siquiera una vez, descender de nuevo a su silla para caer en la trampa que yo le había preparado. Poco antes de Navidad, un día en que reapareció al cabo de medio mes, me preguntó: «Et toutes vos fillettes, elles vont bien?», de lo cual deduje que había multiplicado a mi única Lo por el número de categorías de vestimenta que sus ojos preocupados y bajos habían registrado durante una serie de apariciones: blue jeans, una falda, pantalones cortos, una bata acolchada.

Me disgusta demorarme tanto acerca de ese pobre tipo (cosa triste: un año después de un viaje a Europa del que no volvió, se vio mezclado en una sale histoire, nada menos que en Nápoles). Apenas habría aludido a él, de no haber estado su existencia en Beardsley curiosamente relacionada conmigo. Lo necesitaba para mi defensa. Era yo quien necesitaba a ese tipo desprovisto de todo talento, ese profesor mediocre, ese estudioso sin valor, ese viejo gordo invertido y displicente, desdeñoso del modo de vida norteamericano, triunfalmente ignorante del idioma inglés, aclamado por los viejos y acariciado por los jóvenes, que lo pasaba muy bien y embaucaba a todo el mundo.

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