Lolita

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Segunda Parte » Capítulo 7

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Tengo ahora ante mí la desagradable tarea de registrar una caída definida en la moral de Lolita. Aunque su participación en los ardores a que condescendía nunca había aumentado mucho, el puro lucro aún no se había revelado. Pero yo era débil, no era sensato, y mi nínfula colegiala me esclavizaba. A medida que menguaba el elemento humano, la pasión, la ternura, la tortura no hacía sino aumentar; y ella sacaba partido de ello.

Su dinero semanal, entregado con la condición de que cumpliera con sus obligaciones esenciales, era de veintiún céntimos al principio de la fase Beardsley… y subió a un dólar con cinco al final de ella. Ese era un arreglo más que generoso, si se considera que Lo recibía constantemente toda clase de regalillos y solo tenía que pedir cualquier dulce o película bajo la luna cuando se le antojaba (aunque, desde luego, yo no dejaba de pedir un beso ocasional y hasta una colección entera de caricias surtidas cuando sabía que ella codiciaba fervientemente una determinada diversión juvenil). Pero no era fácil tratar con ella. Obtenía sus tres céntimos —o tres níqueles diarios— con total indiferencia, y se reveló una cruel negociante cuando estaba en su poder rehusarme ciertos filtros extraños demoledores, tontamente paradisíacos, sin los cuales no podía yo vivir más que unos pocos días de gran conmoción y que, por la índole misma de la languidez amorosa, no me era posible obtener por la fuerza. Conocedora de la magia y el poder de su suave boca, se las arregló —¡en el lapso de un año escolar!— para elevar el precio de un abrazo especial a tres y hasta cuatro billetes. Ah, lector, no rías imaginándome en el trance de emitir céntimos y cuartos de alegre sonido y grandes dólares plateados, como una sonora, tintineante y enloquecida máquina vomitadora de riquezas. Al margen de esa epilepsia agitante, Lo solía arrebatar unas cuantas monedas en su pequeño puño, que yo registraba después, cuando no escapaba para ocultar su botín. Y así como vagabundeaba cotidianamente por la zona de la escuela y con pies comatosos visitaba bares o callejas brumosas, aguzando el oído para escuchar una distante risa infantil entre los latidos de mi corazón y la caída de las hojas, de cuando en cuando allanaba su cuarto y examinaba los papeles arrojados en el cesto con rosas pintadas y miraba bajo la almohada del lecho virginal que yo mismo acababa de tender. Una vez encontré ocho billetes de un dólar en uno de sus libros (el más adecuado: La isla del tesoro), y en otra ocasión un agujero tras La Madre de Whistler reveló contener tanto como veinticuatro dólares y algunas monedas —veinticuatro con sesenta, digamos—, que retiré tranquilamente. Después de lo cual, al día siguiente, Lo acusó ante mí a la honrada señora Holigan de ser una ladrona solapada. Al fin se puso a la altura de sus antecedentes encontrando un lugar mucho más seguro, que nunca descubrí; pero para entonces yo había rebajado drásticamente los precios haciéndole ganar de manera dura el permiso de participar en el programa teatral de la escuela. Porque lo que más temía yo no era que pudiera arruinarme, sino que acumulara dinero suficiente para huir. Creo que la pobre chiquilla impetuosa pensaba que con solo cincuenta dólares en el bolso podía llegar a Broadway o Hollywood… o a la sucia cocina de un restaurante (Se necesitan criadas) en un triste estado —hasta poco antes un yermo—, entre el furor del viento, de los automóviles, de los demás mozos.

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