Lolita

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Segunda Parte » Capítulo 9

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Las amigas de Lo, que yo había tratado de conocer, se revelaron en general muy decepcionantes. Entre ellas estaban Opal Something, y Linda Hall, y Avis Champman, y Eva Rosen, y Mona Dahl (salvo uno, todos esos nombres son aproximativos, desde luego). Opal era una criatura tímida, informe, llena de granos, con anteojos, que adoraba a Dolly y no se dejaba dominar por ella. Con Linda Hall, campeona de tenis de la escuela, Dolly jugaba partidos por lo menos dos veces por semana: sospecho que Linda era una verdadera nínfula, pero por algún motivo que ignoro no fue nunca a nuestra casa (quizá le prohibieron visitarnos); por eso solo la recuerdo como un resplandor de sol en una cancha de tenis cubierta. Entre las demás, ninguna podía aspirar al título de ninfa, salvo Eva Rosen. Avis era una niña rechoncha de piernas velludas, mientras que Mona, con una atracción vulgarmente sensual y solo un año mayor que mi amante en desarrollo, había dejado de ser mucho antes una nínfula, si es que en verdad lo había sido. Eva Rosen, una personilla desplazada de Francia, era, por su parte, un excelente ejemplo de una niña desprovista de belleza llamativa, pero que revelaba al aficionado perspicaz algunos de los elementos básicos del encanto nínfulo, tales como una figura perfecta de púber, ojos de lento mirar y pómulos salientes. Su brillante pelo cobrizo tenía la suavidad del de Lolita, y los rasgos de su delicado rostro lechoso, con labios rosados y pestañas casi platinadas no tenían aire de zorro como los de sus semejantes, la cofradía de las pelirrojas intraraciales. Tampoco usaba el uniforme verde de su clan; la recuerdo con ropas casi siempre negras o de un rojo oscuro: un pullover negro muy elegante, por ejemplo, zapatos negros con tacones altos, y esmalte granate en las uñas. Yo hablaba francés con ella (gran disgusto por parte de Lo). Las tonalidades de la niña eran aún admirablemente puras, pero para los términos escolares y deportivos recurría al norteamericano común. Más adelante, un ligero acento de Brooklyn se insinuó en su lenguaje, cosa harto divertida en una parisiense que asistía a una escuela elegante de Nueva Inglaterra con falsas presunciones británicas. Por desgracia, a pesar de que «el tío francés» de esa chica era «millonario», Lo se apartó de ella por algún motivo antes de que yo pudiera disfrutar con mi habitual modestia de su presencia fragante en la casa abierta de Humbert. El lector ya sabe qué importante es para mí reunir a un grupo de niñas-pajes —nínfulas «premio consuelo»— en torno a mi Lolita. Durante algún tiempo procuré interesar mis sentidos en Mona Dahl, a la cual veíamos con frecuencia, sobre todo al fin de la primavera, cuando Lo y ella se entusiasmaron con el arte dramático. Muchas veces me pregunté qué secretos atroces habría comunicado la traidora Dolores Haze a Mona, sobre todo cuando me espetó —después de una serie de preguntas urgentes y bien remuneradas— varios detalles realmente increíbles sobre una aventura que Mona había tenido en la playa con un marino. Era característico de Lo que escogiera como amiga más íntima a esa joven hembra elegante, fría, lasciva, experimentada, a la cual en cierta ocasión había oído yo decir alegremente (interpretación errónea, juraba Lo), en el pasillo, a Lolita —que había observado que su sweater era de lana virgen—: «Es lo único que tienes virgen, querida…». Tenía una voz curiosamente ronca, pelo opaco con ondulación artificial, aros, ojos salientes color ámbar y labios lascivos. Lo decía que los profesores le habían reprochado que se cargara de tantas alhajas falsas. Le temblaban las manos. Yo sabía que tenía en su espalda aseñorada un tremendo lunar color chocolate, que inspeccioné la noche en que ella y Lo se vistieron con trajes vaporosos, de color pastel y escote bajo, para el baile de la Academia Butler.

Quizá me adelante demasiado, pero no puedo evitar que mi memoria corra sobre el teclado de ese año escolar. Cuando intentaba sonsacarle qué clase de muchachos conocía Lo, la señorita Dahl se mostraba elegantemente evasiva. Lo, que se había ido a jugar un partido de tenis al club campestre de su amiga Linda, telefoneaba para avisarme que llegaría media hora más tarde. ¿Querría yo entretener a Mona, con la cual debía practicar una escena de La fierecilla domada? Utilizando todas las modulaciones, todos los embelesos de voz y ademanes de que era capaz, y mirándome —¿podía equivocarme?— quizá con un dejo de cristalina ironía, la hermosa Mona contestó: «Bueno, señor… La verdad es que a Dolly no le interesan demasiado los muchachitos. La verdad es que somos rivales. Ella y yo andamos locas por el Reverendo Rigger». (Era una broma. Ya he mencionado a ese gigante lúgubre con mandíbulas de caballo; casi me mató de aburrimiento con sus impresiones de Suiza durante un té para padres que no puedo situar exactamente en el tiempo).

¿Cómo había resultado el baile? Oh, un bodrio. ¿Un qué? Un desastre. Horrible, en una palabra. ¿Había bailado mucho Lo? Oh, no tanto, solo cuanto había podido aguantar. ¿Qué pensaba ella, la lánguida Mona, acerca de Lo? ¿Señor?… ¿Pensaba ella que Lo andaba bien en la escuela? Caramba, era una chica fenomenal. ¿Pero su conducta, en general, era…? Oh, era una chica formidable. Sí, pero… «Es una muñeca», concluyó Mona. Suspiró violentamente, tomó un libro que había al alcance de su mano y con un cambio de expresión, frunciendo el ceño, preguntó: «Dígame algo acerca de Ball Zack, señor. ¿Es de veras muy bueno?». Se acercó tanto a mi silla, que a través de cremas y lociones, percibí el olor insípido de su propia piel. Un pensamiento súbito y extraño pasó por mi mente: ¿estaría Lo oficiando de alcahueta? En ese caso, no había dado con la reemplazante adecuada. Evitando la fría mirada de Mona, hablé de literatura durante un minuto. Entonces llegó Lo y fijó sus pálidos ojos azules en nosotros. Dejé a las dos amigas entregadas a sus propias arterías. Uno de los panales de un ventanuco lleno de telarañas que había en el recodo de la escalera tenía un vidrio rojo, y su posición asimétrica —una jugada de alfil desde la punta— siempre me perturbaba extrañamente.

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