Lolita

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Segunda Parte » Capítulo 12

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Poco antes de Navidad, Dolly atrapó un serio resfriado y fue examinada por una amiga de la señorita Lester, la doctora Ilse Tristramson, un ser encantador y sin curiosidades que tocó muy suavemente a mi paloma. Diagnosticó bronquitis, palmeó a Lo en la espalda (toda su lozanía encendida por la fiebre) y le hizo guardar cama por una semana o más. Al principio tuvo mucha fiebre. No bien se curó, di una reunión con muchachos.

Quizá había bebido con cierto exceso para entregarme a la ordalía. Quizá hice papel de tonto. Las niñas habían decorado un pequeño abeto —costumbre alemana, salvo que bombas coloreadas habían reemplazado las velas de cera—. Se eligieron discos, pasados en el fonógrafo de mi propietaria. Doll, muy chic, llevaba un vestido gris de cuerpo ajustado y falda amplia. Yo me retiré a mi estudio y cada diez o veinte minutos bajaba como un idiota, solo por unos segundos, para tomar ostensiblemente mi pipa de la chimenea o buscar el diario. Con cada nueva visita esas simples acciones se hacían más difíciles y me recordaban los días tremendamente distantes en que juntaba fuerzas para entrar como por azar en un cuarto de la casa de Ramsdale donde se sonaba la pequeña Carmen.

La reunión no fue un éxito. De las niñas invitadas, una faltó y uno de los jóvenes llevó a su primo Roy, de modo que sobraron dos muchachos, y los primos sabían todos los pasos, y los demás tipos apenas sabían bailar, y casi toda la reunión consistió en revolver la cocina y discutir incesantemente sobre juegos de naipes a elegir, y algo después dos niñas y cuatro muchachos se sentaron en el suelo y empezaron un juego con palabras que Opal no consiguió entender, mientras Mona y Roy, un mozo muy atractivo, bebían ginger ale en la cocina, sentados en la mesa y meciendo las piernas, trabados en acalorada discusión sobre la Predestinación y la Ley del Término Medio. Cuando todos se marcharon, mi Lo dijo uf, cerró los ojos y se echó en un sillón con sus cuatro miembros extendidos para expresar su profundo disgusto y cansancio, y juró que nunca había visto un conjunto de tipos más asquerosos. Esa observación le valió una raqueta de tenis nueva.

Enero fue húmedo y tibio, y febrero engañó a las plantas: nadie en la ciudad había visto nunca semejante tiempo. Hubo más regalos. Para su cumpleaños le compré una bicicleta, esa encantadora máquina semejante a una gacela que ya he descrito, y añadí una Historia de la pintura norteamericana moderna. Lo en su bicicleta, quiero decir su manera de andar en ella, me proporcionó un placer supremo; pero mi intento de refinar su gusto pictórico resultó un fracaso. Lo quiso saber si el tipo que dormía la siesta en la parva de Doris Lee era el padre de la chiquilla seudovoluptuosa que figuraba en primer plano, y no pudo entender por qué decía yo que Grant Wood y Peter Hundo eran excelentes y Reginald March o Frederick Waugh espantosos.

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