Lolita

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Segunda Parte » Capítulo 17

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El gros Gastón, con su estilo melindroso, era aficionado a hacer regalitos que salieran apenas de lo común. Una noche advirtió que la caja donde guardaba las piezas de ajedrez estaba rota, y al día siguiente me envió por uno de sus chicuelos una caja de cobre: tenía un complicado diseño oriental sobre la tapa y el cierre era seguro. Una mirada me bastó para comprobar que era una de esas cajas baratas, llamadas «luizettas» por algún motivo, que se compran en Argel y otras partes sin que sepa uno después qué hacer con ellas. Resultó demasiado chata para albergar mis voluminosas piezas, pero la conservé… destinándola a un fin totalmente distinto.

Para alterar ese designio del destino en que oscuramente me sentía atrapado, había resuelto —con visible fastidio de Lo— pasar otra noche en el albergue «Los Castaños». Desperté a las cuatro de la mañana, me cercioré de que Lo estaba aún profundamente dormida (boca arriba, como en una especie de embotada perplejidad por la vida curiosamente inane que todos le habíamos deparado) y comprobé que el precioso contenido de la «luizetta» estaba a salvo. Allí, envuelta cuidadosamente en un paño de lana blanca, había una pistola de bolsillo calibre 32, para ocho cartuchos, de longitud algo menor que la novena parte de la longitud de Lolita, culata de nogal, pintada de azul. La había heredado del difunto Harold Haze, juntamente con un catálogo de 1938 que decía alegremente: «Particularmente adaptada para el uso del hogar y el automóvil, así como contra individuo». Allí estaba, dispuesta a un súbito servicio contra el individuo o individuos, cargada y con el seguro echado, evitando así cualquier descarga accidental. Debemos recordar que una pistola es el símbolo freudiano del miembro central del padre.

Me alegraba de tenerla y más aún de haber aprendido a utilizarla dos años antes, en la selva de pinos que rodeaba mi lago, el de Charlotte. Farlow, con quien había atronado esos bosques remotos, era un tirador admirable y era capaz de alcanzar un picaflor con su 38, aunque debo decir que la prueba de su hazaña era harto precaria: apenas una pelusilla iridiscente. Un corpulento expolicía llamado Krestovski, que unos veinte años antes había matado a dos presidiarios prófugos, se unió a nosotros y abatió un minúsculo pájaro carpintero —completamente fuera de la estación, entre paréntesis—. Entre esos dos deportistas yo, desde luego, no era sino un bisoño y erraba siempre, aunque en otra ocasión en que salí solo herí una ardilla. «Acuéstate aquí», susurré a mi leve compañerita, y después lo celebré con un trago de gin.

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