Lolita

Lolita


Segunda Parte » Capítulo 18

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El lector debe olvidar ahora los castaños y los colts, y seguirnos más hacia el oeste. Los días que siguieron se caracterizaron por una serie de grandes tormentas, o acaso no fuera sino una tormenta única que corría por el país con imponentes saltos de rana y que no pudimos esquivar, así como al detective Trapp. Pues fue entonces, cuando se me presentó el problema del convertible rojo, que pasó a segundo plano el tema de los amantes de Lo.

¡Cosa extraña! Yo, celoso de cada varón con quien nos topábamos, interpreté torcidamente los designios del hado. Quizá me había embaucado el recato de Lo durante el invierno y, de todos modos, habría sido demasiado estúpido, inclusive para un maniático, suponer que otro Humbert seguía ávidamente a Humbert y a la nínfula de Humbert con fuegos de artificio dignos de Júpiter por las llanuras inmensas y horribles. Deduje, donc, que ese Yark rojo que nos seguía a discreta distancia milla tras milla, era conducido por un detective designado por algún entrometido para comprobar qué demonios hacía Humbert Humbert con esa hijastra suya menor de edad. Como suele ocurrirme en períodos de tormentas eléctricas y relámpagos coruscantes, tenía alucinaciones. Quizá fueran algo más que alucinaciones. No sé qué fue lo que ella o él o ambos a la vez echaron en mi alcohol, pero una noche oí que algo rozaba la puerta de nuestra cabaña, y la abrí de golpe, y advertí dos cosas… que yo estaba desnudo y que, con un blanco fulgor en la oscuridad lluviosa, había un hombre que sostenía ante su cara la máscara de Jutting Chin, un grotesco detective de historietas. Lanzó la risilla y se escurrió. Volví al cuarto y me dormí enseguida. Aún hoy no estoy seguro de si esa visita fue provocada por un sueño narcotizado: he estudiado concienzudamente el sentido del humor de Trapp, y esa pudo ser una muestra cabal. Ah, qué individuo vulgar y despiadado. Alguien, supe, estaba haciendo dinero con esas máscaras de monstruos populares. ¿Es verdad que a la mañana siguiente vi a dos chiquillos hurgando en el tacho de basura y probándose una máscara de Jutting Chin? No lo sé. Todo pudo ser una pura coincidencia… debida a las condiciones atmosféricas.

Soy un asesino de memoria sensacional, pero incompleta y heterodoxa, y no puedo decirles, damas y caballeros, el día exacto en que comprendí que el convertible rojo nos seguía a nosotros. Pero recuerdo la primera vez en que vi a su conductor. Yo guiaba lentamente, una tarde, a través de torrentes de lluvia, mirando a ese rojo fantasma que se deslizaba y se estremecía de deseo en mi espejo, cuando de pronto el diluvio aminoró la llovizna y al final cesó por completo. Un fuego de artificio barrió el camino con un zumbido y yo, pensando que necesitaba un par nuevo de anteojos negros, paré en una estación de servicio. Lo que estaba produciéndose era una enfermedad, un cáncer que no podía evitarse, de modo que ignoré sencillamente el hecho de que nuestro tranquilo perseguidor, en el convertible de su propiedad, se había detenido en un café o bar que ostentaba este letrero idiota: ALVER VERAS. Después de abastecer mi automóvil, entré en la oficina para comprarme unos anteojos y pagar la nafta. Al ir a firmar un cheque de viajero y mientras me preguntaba sobre mi paradero exacto, miré distraídamente por una ventana lateral y vi algo terrible. Un hombre de anchas espaldas, medio calvo, con chaqueta color avena y pantalones pardos oscuros, escuchaba a Lo que, asomada por la ventanilla del automóvil le hablaba muy rápidamente, agitando su mano con los dedos extendidos como hacía cuando estaba seria y enfática. Lo que me impresionó con fuerza arrolladura fue… cómo decirlo… la voluble familiaridad de su aire, como si ambos se hubieran conocido bien, durante semanas y semanas. Vi que él se rascaba la barbilla y asentía; después se volvió y se dirigió a su convertible. Era un hombre fornido y espeso, de mi edad, algo parecido a Gustave Trapp, un primo suizo de mi padre: la misma cara suavemente tostada, más llena que la mía, con bigotillo negro y boca degenerada, como un capullo. Lolita estudiaba un mapa turístico cuando regresé al automóvil.

—¿Qué te preguntó ese hombre, Lo?

—¿Qué hombre? Ah, ese… No sé… Me preguntó si tenía un mapa. Anda perdido, supongo.

Seguimos un trecho y dije:

—Escúchame, Lo. No sé si me mientes o no, no sé si estás loca o no, y no me importa por el momento. Pero ese individuo nos ha seguido el día entero, y su automóvil estaba en el alojamiento ayer, y creo que es un policía. Sabes perfectamente bien qué ocurrirá y a dónde irás a dar si la policía descubre ciertas cosas. Ahora dime exactamente qué te dijo y qué le dijiste tú.

Lo rio.

—Si es de veras un policía —dijo en tono chillón, pero no sin lógica—, lo peor que podemos hacer es demostrarle que tenemos miedo. Ignóralo, papá.

—¿Te preguntó adónde íbamos?

—Oh, ya lo sabe.

Se burlaba.

—De todos modos, ahora le conozco la cara —dije, riéndome—. No es bonito. Se parece muchísimo a un pariente mío llamado Trapp.

—Quizá sea Trapp. En tu lugar… Oh mira, todos los nueves se transforman en el millar siguiente. Cuando yo era muy chica —siguió inesperadamente— creí que se detendrían y volverían a ser todos nueves si mi madre consentía en dar la vuelta en el coche.

Era la primera vez, creo, que hablaba espontáneamente de su niñez prehumbertiana. Quizá el teatro le hubiera enseñado ese ardid. Seguimos viaje en silencio, sin perseguidores.

Pero al día siguiente, como un dolor durante una enfermedad fatal que vuelve cuando la droga y la esperanza se agotan, la fulgurante bestia roja estaba de nuevo a nuestras espaldas. Ese día el tránsito era escaso en la carretera; nadie pasaba a nadie. Y nadie intentó deslizarse entre nuestro humilde automóvil azul y su imperiosa sombra roja… como si un hechizo pesara sobre el espacio intermedio, una zona de júbilo y magia perversos, una zona cuya precisión y estabilidad misma tenían una virtud cristalina que era casi artística. El conductor que iba a mi zaga, con sus hombreras prominentes y su bigotillo a lo Trapp, parecía un maniquí para exhibir prendas de vestir y su convertible parecía moverse solo porque una invisible cuerda de seda silenciosa lo ligaba a nuestro mísero vehículo. La nuestra era varias veces más pobre que esa máquina espléndida y barnizada, de modo que no intenté ganarle en velocidad. O lente currite noctis equi! ¡Oh corred suavemente pesadillas! Subimos largas pendientes y bajamos de nuevo, y observamos los límites de velocidad, y perdonamos la vida de niños distraídos, reprodujimos el negro entrevero de curvas sobre sus escudos amarillos, y en todo instante el encantado espacio intermedio permaneció intacto, matemático, como un espejismo, equivalente vial de una alfombra mágica. Y mientras tanto, yo tenía conciencia de un arrebato privado, a mi derecha: sus ojos alegres, sus mejillas en llamas.

Un agente de tránsito, hundido en la pesadilla de calles entrecruzadas —a las 4 p. m. en una ciudad fabril— fue la mano del destino que interrumpió el hechizo. Me dio paso y después, con la misma mano cercenó mi sombra. Entre ambos se había agrupado un montón de automóviles, y yo corrí, y viré hábilmente hacia una calleja. Un gorrión atareado con una colosal migaja de pan fue atacado por otro y perdió su migaja. Después de unas cuantas paradas y varios giros deliberados, cuando regresamos a la carretera nuestra sombra había desaparecido.

Lo rio socarronamente y dijo:

—Si es lo que piensas, fue una tontería escaparle.

—Ahora tengo otras sospechas —dije.

—Deberías… comprobarlas… no alejándote… de él… papá querido —dijo Lo, siguiendo los meandros de su propio sarcasmo—. Uf, qué malo estás —agregó con su voz habitual.

Pasamos una noche lúgubre en un mal alojamiento bajo un sonoro diluvio mientras una especie de truenos prehistóricamente sonoros rodaban sobre nuestras cabezas.

—No soy una dama y no me gustan los relámpagos —dijo Lo, cuyo miedo a las tormentas eléctricas me proporcionaba un patético alivio.

Desayunamos en la ciudad de Soda, pobl. 1001.

—A juzgar por la última cifra —dije—, Caragorda ya está aquí.

—Tus chistes, querido papá, son cada vez peores —dijo Lo.

Por entonces estábamos en la campiña y hubo un par de días de encantadora paz (yo había sido un tonto, todo andaba bien, esa incomodidad no era más que un flato sin salida). Al fin, las mesetas cedieron lugar a montañas verdaderas y llegamos a tiempo a Wace.

Un desastre. Lolita había leído mal una fecha en el libro de viajes y las ceremonias de la Cueva Mágica ya habían terminado. Debo admitir que lo tomó con calma y cuando descubrimos que había en Wace un teatro estival en plena temporada fuimos a él una noche límpida, a mediados de junio. No podría contar el argumento de la obra que vimos. Un asunto trivial, sin duda, con rebuscados efectos de luz y una actriz mediocre. El único detalle que me agradó fue una guirnalda de siete pequeñas gracias, más o menos inmóviles, hermosamente pintadas, de miembros desnudos: siete niñas envueltas en gasas de colores, alistadas en la localidad (a juzgar por la conmoción partidaria que se producía aquí y allá, entre el público) que representaban un arco iris viviente tendido a través del último acto e interceptado por una serie de velos multiplicados. Recuerdo haber pensado que esa idea de emplear niñas en colores la habían recogido los autores, Clare Quilty y Vivian Darkbloom, de un pasaje de James Joyce, y que dos de los colores eran encantadores hasta la exasperación; el Anaranjado se movía todo el tiempo y el Esmeralda, una vez que sus ojos se habituaron a la negrura de la platea donde nos sentábamos incómodamente, sonrió de pronto a su madre o a su protector.

Cuando acabó la función y el aplauso manual —sonido que mis nervios no pueden resistir— empezó a resonar en torno a mí, empecé a empujar a Lo hacia la salida, movido por mi natural impaciencia amorosa de volverla a nuestra cabina azul-neón, en la noche estrellada y maravillada: siempre digo que la naturaleza se maravilla de los espectáculos que ve. Pero Dolly-Lo se rezagó, en una rosada bruma, entrecerrando sus ojos extasiados y tan debilitados sus demás sentidos por la primacía de su vista, que sus manos blandas apenas se juntaban en el acto mecánico de aplaudir. Ya había visto actitudes semejantes en los niños, pero Dios mío, esa era una niña especial, que observaba con expresión miope la escena ya remota mientras yo alcanzaba a ver algo de los autores comunes: el smoking de un hombre y los hombros desnudos de una mujer parecida a un gavilán, de pelo negro y altísima.

—Has vuelto a lastimarme el puño, bruto —dijo Lo con una vocecilla al deslizarse en el automóvil.

—Lo siento en el alma, querida, mi adorada ultravioleta —dije, procurando en vano tomarla por el codo—. Vivian es toda una mujer —agregué para cambiar de tema (para cambiar la dirección del destino, Dios, Dios mío)—. Estoy seguro de que ayer la vimos en aquel restaurante de Soda.

—A veces —dijo Lo— eres un idiota rematado. Primero, Vivian es el hombre; la mujer es Clare. Segundo, tiene cuarenta años, está casada y tiene sangre negra…

—Pensé que Quilty era un antiguo amor tuyo —dije bromeando—, de los días en que me querías, en la vieja Ramsdale.

—¡Qué! —dijo Lo, frunciendo el ceño—. ¿Aquel dentista gordo? Has debido confundirme con otra chiquilla.

Y yo dije para mis adentros con qué rapidez lo olvidan todo esas chiquillas, mientras nosotros, los viejos amantes, atesoramos cada partícula de su ninfulidad.

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