Lolita

Lolita


Sobre un libro llamado «Lolita»

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Sobre un libro llamado Lolita

Después de personificar al suave John Ray, el personaje de Lolita que escribe el Prólogo, todo comentario directamente surgido de mí quizá parezca —a mí mismo, en realidad— una personificación de Vladimir Nabokov, que habla sobre su propio libro. Sin embargo, deben discutirse algunos puntos, y el recuerdo autobiográfico puede incitar a fundir imitación y modelo.

Los profesores de literatura tienden a plantear problemas tales como «¿Cuál es el propósito del autor?» o, peor aún, «¿Qué trata de decir este tipo?». Ahora bien, ocurre que yo pertenezco a esa clase de autores que al empezar a escribir un libro no tiene otro propósito que librarse de él y cuando le piden que explique su origen y desarrollo, debe valerse de términos tan antiguos como interreacción o inspiración y combinación… todo lo cual, lo admito, suena como un mago que explica un ardid llevando a cabo otro.

El primer débil latido de Lolita, vibró en mí a fines de 1939 o principios de 1940, en París, en épocas en que padecía un severo ataque de neuralgia intercostal. Si no recuerdo mal, el estremecimiento inicial de la inspiración fue provocado de algún modo por un relato periodístico acerca de un chimpancé, en el Jardin des Plantes, que, después de meses de incitaciones por parte de un científico, hizo el primer dibujo que haya esbozado nunca un animal. Ese dibujo mostraba los barrotes de la jaula de la pobre criatura. El impulso de que ahora doy cuenta no tiene relación textual con el subsiguiente flujo de ideas, el cual resultó, sin embargo, en un prototipo de la novela actual, un cuento breve, de unas treinta páginas. Lo escribí en ruso, la lengua en que he escrito novelas desde 1924 (las mejores no están traducidas y todas están prohibidas, por razones políticas, en Rusia). El hombre era de Europa Central, la nínfula anónima era francesa y los lugares eran París y Florencia. Hice que el hombre se casara con la madre enferma de la niña. La madre moría pronto, y tras un frustrado intento de aprovecharse de la huérfana en un cuarto de hotel, Arthur (ese era su nombre) se arrojaba bajo las ruedas de un camión. Una noche, en tiempos de guerra, leí el relato a un grupo de amigos —Mark Aldanov, dos revolucionarios sociales y un doctor—; pero la cosa no me gustó y la destruí algo después de trasladarme a Norteamérica, en 1940.

Hacia 1949, en Ithaca, al norte de Nueva York, el latido —que nunca había cesado del todo— empezó a importunarme otra vez. Combinación e inspiración se unieron con renovada energía y me indujeron a un nuevo tratamiento del tema, esta vez en inglés, lengua de Hachel Home, de mi primera institutriz en San Petersburgo, hacia 1903. La nínfula, ahora con una gota de sangre irlandesa, era en lo esencial la misma chiquilla y también subsistió la idea del casamiento con su madre. Pero en todo otro sentido la historia era nueva y había adquirido en secreto las garras y las alas de una novela.

El libro se desarrollaba lentamente, con muchas interrupciones y digresiones. Me había llevado unos cuarenta años inventar Rusia y la Europa Occidental, y ahora debía inventar Norteamérica; obtener los ingredientes locales que me permitirían agregar una pizca de «realidad» (palabra que no significa nada sin comillas) corriente al fermento de la fantasía individual, que a los cincuenta años de un proceso mucho más difícil que en Europa, durante mi juventud, cuando la retención y receptividad estaban en su apogeo. Otros libros intervinieron. Una o dos veces estuve a punto de quemar el manuscrito incompleto y hasta llevé a Juanita Dark tan lejos como la sombra del incinerador inclinado sobre la tierra inocente, cuando me detuvo la idea de que el espectro del libro destruido rondaría mis legajos para el resto de mi vida.

Todos los veranos mi mujer y yo salíamos a cazar mariposas. Los ejemplares están depositados en instituciones científicas, como el Museum of Comparative Zoology, de Harvard, o la colección de la Cornell University. Las indicaciones de lugar pinchadas bajo esas mariposas serán un regalo para el estudioso del siglo XXI aficionado a la biografía recóndita. En algunos cuarteles generales nuestros, tales como Telluride, Colorado; Alftor, Wyoming; Portal, Arizona y Ashland, Oregón, reanudaba enérgicamente Lolita durante las noches o en días nublados. Terminé de copiar a mano la novela en la primavera de 1954, y empecé de inmediato a buscarle editor.

Al principio, por consejo de un viejo amigo muy temeroso, fui lo bastante dócil para estipular que el libro apareciera en forma anónima. No creo que me arrepienta nunca de haberme resuelto, poco después, a firmar Lolita. Los cuatro editores norteamericanos W., X., Y., Z., a quienes ofrecí el original y que a su vez consultaron a sus lectores, se alarmaron por Lolita hasta un punto ni siquiera imaginado por mi viejo y temeroso amigo F. P.

Aunque es cierto que en la antigua Europa, y hasta muy avanzado el siglo XVIII (en Francia hay ejemplos obvios), la lujuria deliberada no era incompatible con los visos de comedia, o de sátira vigorosa, o hasta con el numen de un poeta exquisito de humor travieso, también es cierto que en la época actual el término «pornografía» sugiere mediocridad, lucro, ciertas normas estrictas de narración. La obscenidad debe ir acompañada de la trivialidad, porque cualquier índole de placer estético ha de reemplazarse por la simple estimulación sexual, que exige la palabra tradicional para una acción directa sobre el paciente. El pornógrafo tiene que seguir esas viejas normas rígidas para que su paciente sienta la misma seguridad de satisfacción que, por ejemplo, los aficionados a los relatos policiales —relatos en que, si no se anda uno con cuidado, el verdadero asesino puede ser con gran disgusto del aficionado, la originalidad artística (por ejemplo: ¿quién desearía un relato policial sin un solo diálogo?)—. Así, en las novelas pornográficas, la acción debe limitarse a la copulación de clichés. Estilo, estructura, imágenes, nunca han de distraer al lector de su tibia lujuria. La novela debe consistir en una alternancia de escenas sexuales. Los pasajes intermedios se reducirán a suturas de sentido, puentes lógicos del diseño más simple, breves exposiciones y explicaciones que el lector probablemente omitirá, pero cuya existencia debe reconocer para no sentirse defraudado (mentalidad que emana del hábito de los cuentos de hadas «verdaderos» en la niñez). Además, las escenas sexuales del libro han de ir in crescendo, con nuevas variantes, nuevas combinaciones, nuevos sexos, y (obra de Sade, se acude al jardinero) por lo tanto, el fin del libro debe estar más repleto de lascivia que los capítulos iniciales.

Algunas técnicas al comienzo de Lolita (el diario de Humbert, por ejemplo) hicieron pensar a mis primeros lectores, que este sería un libro obsceno. Esperaban esa serie en aumento de escenas eróticas; cuando se detuvieron, también se detuvieron los lectores, se aburrieron y abandonaron el libro. Sospecho que este es uno de los motivos por los cuales ninguna de las cuatro compañías editoras leyó el original hasta el fin. No me importó que lo consideraran o no pornográfico. Su negativa a comprar el libro no se basaba en mi tratamiento del tema, sino en el tema mismo, pues hay por lo menos tres temas absolutamente prohibidos para casi todos los editores norteamericanos. Los otros dos son: un casamiento entre negro y blanca de éxito completo y glorioso que fructifique en montones de hijos y nietos, y el ateo total que lleva una vida sana y útil y muere durmiendo a los ciento seis años.

Algunas reacciones fueron muy divertidas. El lector de una editorial sugirió que su compañía podía considerar la publicación si yo convertía a Lolita en un chiquillo de doce años al que seduciría Humbert, un granjero, en un pajar, en un ambiente agreste y árido, todo ello expuesto con frases breves, fuertes, «realistas» («se conduce como un loco. Todos nos conducimos como locos, supongo. Dios se conduce como un loco, supongo», etc.). Aunque cada uno debiera saber que detesto los símbolos y las alegorías (cosa que en parte se debe a mi vieja amistad con el vuduismo freudiano y en parte a mi odio hacia las generalizaciones fraguadas por sociólogos y míticos literarios), un lector —por lo demás inteligente— que hojeó la primera parte, describió a Lolita como «el viejo mundo que pervierte al nuevo mundo», mientras otro lector vio en ella a «la joven América pervirtiendo a la vieja Europa». El editor X, cuyos consejeros se aburrieron tanto con Humbert que nunca pasaron de la página 188, tuvo el candor de escribirme que la segunda parte era demasiado larga. El editor Y, por su lado, lamentó que no hubiera personas buenas en el libro. El editor Z dijo que si publicaba Lolita lo meterían en la cárcel.

En un país libre no debe esperarse que ningún escritor se inquiete por el límite exacto entre lo sensible y lo sensual. Eso es ridículo. Solo puedo admirar, pero no emular, la destreza de juicio de quienes colocan a los jóvenes mamíferos fotografiados en las revistas de tal modo que la línea de la espalda esté lo bastante baja para provocar la risa del director y lo bastante alta para no hacerle fruncir el ceño. Presumo que existirán lectores que encontrarán titilante la exhibición de palabras murales en esas novelas enormes y desesperadamente triviales escritas a máquina por los pulgares de densas mediocridades y consideradas «fuertes» o «duras» por la grey de los críticos. Hay espíritus apacibles que declararán sin sentido a Lolita porque no les enseña nada. No soy lector ni autor de novelas didácticas, y a pesar de la afirmación de John Ray, Lolita no tiene lastre moralizante. Para mí, una obra de ficción solo existe en la medida en que me proporciona lo que llamaré lisa y llanamente placer estético, es decir, la sensación de que es algo, en algún lugar, relacionado con otros estados de ser en que el arte (curiosidad, ternura, bondad, éxtasis) es la norma. Todo lo demás es hojarasca temática o lo que algunos llaman la Literatura de Ideas, que a menudo no es sino hojarasca temática solidificada en inmensos bloques de yeso cuidadosamente transmitidos de época en época, hasta que al fin aparece alguien con un martillo y hace una buena rajadura a Balzac, a Gorki, a Mann.

Otra tacha formulada a Lolita por algunos lectores, es la de ser antinorteamericana. Esto me duele considerablemente más que la idiota acusación de inmoralidad. Consideraciones de profundidad y perspectivas (un lugar suburbano, una pradera montañesa) me llevaron a fraguar cierto número de ambientes norteamericanos. Necesitaba un medio estimulante. Nada es más estimulante que la vulgaridad filistea. Pero con respecto a la vulgaridad filistea, no hay diferencia entre las maneras paleárticas y las maneras neoárticas. Cualquier proletario de Chicago puede ser tan burgués (en el sentido flaubertiano) como un duque. Escogí los moteles o alojamientos norteamericanos, en lugar de los hoteles suizos o las posadas inglesas, solo porque trato de ser un escritor norteamericano y aspiro a los mismos derechos de que gozan otros escritores norteamericanos. Por otro lado, mi personaje Humbert es un extranjero anarquista, y hay muchas cosas, además de las nínfulas, con respecto a las cuales no estoy de acuerdo con él. Y todos mis lectores rusos saben que mis viejos mundos —el ruso, el inglés, el germano, el francés— son tan fantásticos y personales como el nuevo.

Para que estas declaraciones no se tomen como un desahogo de rencores, me apresuraré a agregar que además de los corderos que leyeron el original de Lolita, o su edición de la Olympia Press, con un espíritu de «¿Por qué tuvo que escribir esto?», o «¿Por qué tengo que leer historias sobre maniáticos?», hubo algunas personas sensatas, sensibles y firmes que entendieron mucho mejor mi libro que cuanto puedo explicar aquí acerca de su mecanismo.

Todo escritor, serio me atreveré a decir, tiene conciencia constante y alentadora. Su luz piloto arde sin cesar en algún punto de su basamento y un simple toque en el termostato privado redunda de inmediato en una tranquila explosión de ternura familiar. Esta presencia, ese fulgor del libro en un alejamiento siempre accesible, es un sentimiento altamente sociable, y cuanto más se ha conformado el libro a su contorno y color previsto, tanto mayor es la suavidad con que refulge. Pero aun así, hay algunos puntos, digresiones, huecos favoritos que evocamos con más viveza y de los cuales disfrutamos con más ternura que el resto de nuestro libro. No he releído Lolita desde que corregí las pruebas en el invierno de 1954, pero lo reconozco como una presencia deleitosa ahora que fluctúa serenamente sobre la casa como un día de verano que, más allá de la bruma, sabemos resplandeciente. Y cuando pienso en Lolita, siempre escojo por especial inclinación, imágenes como las del señor Taxovich, o esa lista de alumnas de Ramsdale, o Lolita avanzando lentamente hacia los regalos de Humbert, o las fotografías que decoraban la buhardilla estilizada de Gastón Godin, o el peluquero de Kasbeam (que me costó un mes de trabajo), o Lolita jugando al tenis, o el hospital de Elphinstone, o la pálida, encinta, amada, irrecuperable Dolly Schiller, muriéndose en Gray Star (la ciudad capital del libro), o los sonidos tintineantes de la ciudad en el valle que ascendía por la montaña (en la cual atrapé la primera hembra conocida de Lycaeides sublivens Nabokov). Esos son los nervios de la novela. Esos son los puntos secretos, las coordenadas subconscientes mediante las cuales se urdió el libro, aunque comprendo muy bien que leerán distraídamente esas escenas o las pasarán por alto quienes empiecen este libro con la impresión de que se trata de algo en la línea de Recuerdos de una mujer del placer o Les Amours de Milord Grosvit. Es muy cierto que mi novela contiene varias alusiones a los imperativos fisiológicos de un pervertido. Pero después de todo, no somos niños, ni delincuentes juveniles, ni analfabetos, ni alumnos de escuelas públicas inglesas que tras una noche de juegos homosexuales deben soportar la paradoja de leer a los antiguos en versiones expurgadas.

Es pueril estudiar una obra de ficción solo para informarse acerca de un país o una clase social o el autor. Y, sin embargo, uno de mis amigos más íntimos, después de leer Lolita se mostró sinceramente preocupado (!) de que yo viviera «entre gentes tan deprimentes», cuando la única incomodidad que he experimentado de veras ha sido la de vivir en mi taller, entre miembros descartados y torsos incompletos.

Después de que Olympia Press publicó mi libro en París, un crítico norteamericano sugirió que Lolita era el relato de mis aventuras amorosas con la novela romántica. El reemplazo de «novela romántica» por «lengua inglesa» habría sido más correcto. Pero siento que mi voz se alza hasta un punto demasiado estridente. Ninguno de mis amigos norteamericanos leyó mis libros rusos y así cualquier apreciación de los ingleses estará fuera de foco. Mi tragedia privada, que no puede ni debe, en verdad, interesar a nadie, es que he debido abandonar mi idioma natural, mi libre, rica, infinitamente libre lengua rusa, por un inglés mediocre, desprovisto de todos esos aparatos —el espejo falaz, el telón de terciopelo negro, las asociaciones y transiciones implícitas— que el ilusionista nativo, agitando las colas de su frac, puede emplear mágicamente para trascender a su manera la herencia común.

VLADIMIR NABOKOV 12 de noviembre de 1956

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