Lolita

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Segunda Parte » Capítulo 24

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Cuando llegué a Beardsley, en el transcurso de la terrible recapitulación que ya he discutido con bastante extensión, habíase formado en mi mente una imagen completa. Y a través del siempre azaroso proceso de eliminación había reducido esa imagen a la única fuente concreta que podía suministrar la celebración morbosa y la memoria embotada.

Salvo el reverendo Rigor Mortis (como lo llamaban las niñas) y el anciano caballero que enseñaba alemán y latín (materias optativas), no había profesores varones en Beardsley School. Pero en dos ocasiones especiales, un profesor de historia del arte de Beardsley College había visitado la escuela para mostrar a las alumnas en una linterna mágica fotografías de castillos franceses y de cuadros del siglo XX. Yo habría deseado asistir a esas proyecciones y conferencias, pero Dolly, como de costumbre, me pidió que no lo hiciera. Recuerdo asimismo que Gastón se había referido a ese conferenciante como un garçón brillante, pero eso era todo; la memoria se negaba a suministrar el nombre del aficionado a los castillos.

El día fijado para la ejecución, atravesé la cellisca y los jardines del Beardsley College hacia la secretaría. Allí me informaron que el nombre del tipo era Riggs (suena como el de un ministro), que era soltero, y que al cabo de diez minutos saldría del «Museo», donde se encontraba dando clase. En el pasaje que llevaba al auditorio me senté sobre un mísero banco de mármol donado por Cecilia Dalrymple Ramble. Mientras esperaba allí, en prostática incomodidad, borracho, sin haber dormido, con el revólver en mi puño en el bolsillo del impermeable, se me ocurrió de pronto que estaba loco y a punto de cometer una estupidez. No había una sola oportunidad en un millón de que Albert Riggs, profesor asociado, ocultara a mi Lolita en su casa de Beardsley, calle Pritchard número 24. No podía ser el villano. Era absolutamente ridículo. No hacía más que perder allí mi tiempo y mi cordura. Él y ella estarían en California, no en esa ciudad.

Al fin advertí una vaga conmoción detrás de unas estatuas blancas; una puerta —no la que había observado hasta entonces— se abrió de repente y una cabeza bastante calva y dos ojos castaños y brillantes avanzaron entre una bandada de muchachas.

Me era totalmente desconocido, pero insistió en que nos habían presentado durante una reunión al aire libre en Beardsley School. ¿Cómo estaba mi deliciosa jugadora de tenis? Tenía que dar otra clase. Me vería después.

Otro intento de identificación se resolvió con menos presteza: por medio de un anuncio en una de las revistas de Lo me atreví a ponerme en contacto con un detective privado, exboxeador, y solo para darle cierta idea del método empleado por el demonio lo puse al corriente de la clase de nombres y direcciones reunidas.

Pidió un buen adelanto y durante dos años —¡dos años, lector!— ese imbécil estuvo cotejando esos datos absurdos. Ya había cortado toda relación monetaria con él cuando un día se me apareció con un dato triunfal: un indio de ochenta años llamado Bill Brown, vivía cerca de Dolores, en Colorado.

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