Lolita

Lolita


Segunda Parte » Capítulo 26

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Tenía el doble de la edad de Lolita y tres cuartos de la mía: una adulta muy esbelta, de pelo oscuro y piel pálida, que pesaba cuarenta y ocho kilos, con ojos de encantadora asimetría, perfil angular rápidamente esbozado y una atractiva ensellure en su espalda sutil. Creo que tenía una gota de sangre española o babilónica. La recogí en una depravada noche de mayo, entre Montreal y Nueva York, o más exactamente entre Toylestown y Blake, en un bar ardiente y umbroso bajo el signo de una mariposa nocturna, donde se encontraba amablemente borracha: insistió en que habíamos ido juntos a la escuela y puso su manecita trémula sobre mi manaza de gorila. Mis sentidos estaban ligeramente excitados, pero resolví someterla a una prueba: lo hice, y la adopté como compañera permanente. Era tan amable esa Rita, una chica tan buena, que por pura camaradería o compasión se habría entregado a cualquier falacia o criatura patética, a un viejo tronco caído o un puerco espín desconsolado.

Cuando la conocí acababa de divorciarse de su tercer marido y hacía menos tiempo aún que la había abandonado su séptimo cavalier servant: los demás, los transitorios, son demasiados para enumerarlos. Su hermano era —y ha de serlo todavía— un político eminente, de cara pastosa, tirantes y corbatas chillonas: político eminente, protector de su ciudad natal. Durante los últimos ocho años había pasado a su pequeña gran hermana varios cientos de dólares mensuales con la expresa condición de que no volviera a poner un pie en la pequeña gran ciudad de Grainball. Rita me dijo que por alguna maldita curiosidad, cada nuevo amigo suyo empezaba por llevarla hacia Grainball: era una atracción fatal, y antes de que advirtiera qué ocurría, se encontraba succionada por la órbita lunar de la ciudad, arrastrada por la corriente que la circundaba, «dando vuelta tras vuelta —según sus palabras— como una maldita polilla».

Tenía un elegante coupé y en él viajábamos hacia California, proporcionando un descanso a mi venerable vehículo. Su velocidad natural no bajaba de noventa. ¡Mi buena Rita! Durante dos vagarosos años erramos juntos, desde el verano de 1950 al de 1951. Era la Rita más suave, simple, amable, callada que pudiera imaginarse. Comparadas con ella, Valechka era un Schlegel, Charlotte un Hegel. No existe el menor motivo para que me demore hablando de ella al margen de esta memoria siniestra, pero permítaseme decir (salve Rita, dondequiera que estés… borracha o con dolor de cabeza, Rita salve) que era la compañera más sedante, más comprensiva que he conocido nunca, y que me salvó del manicomio. Le dije que andaba buscando a una chica y que trataría de agujerear a su matón. Rita aprobó solemnemente el plan, y durante una investigación que tomó a su cargo (sin saber una sola palabra de nada) en los alrededores de San Humbertino, se enredó con un granuja. Me costó no poco trabajo dar con ella y al fin la encontré, gastada y magullada, pero todavía con agallas. Un día me propuso que jugáramos a la ruleta rusa con mi sagrado revólver; le dije que era imposible, que no era un revólver, luchamos por él hasta que al fin se disparó, y del agujero que abrió en la pared del cuarto de baño saltó un chorro de agua caliente muy delgado y cómico. Recuerdo sus alaridos de risa.

La curva extrañamente púber de su espalda, su piel satinada, sus lentos besos de colombina me hacían abstenerme de todo daño. Las aptitudes artísticas no son caracteres sexuales secundarios, como han dicho algunos farsantes y curanderos; muy al contrario, el sexo no está sino supeditado al arte. Debo consignar una borrachera harto misteriosa que tuvo interesantes repercusiones.

Yo había abandonado la busca: el demonio estaba en Tartaria o ardía en mi cerebelo (con llamas avivadas por mi fantasía y mi dolor), pero era evidente que no tenía a su campeona de tenis en la costa del Pacífico. Una noche, durante nuestro viaje de regreso al este en un hotel horrible de esos donde se reúnen las convenciones y vagabundean hombres gordos y rosados con distintivos, llenos de apellidos, de borrachos, de conversaciones sobre negocios, Rita y yo nos despertamos para encontrar un tercer hombre en nuestro cuarto: era un joven rubio, casi albino, de pestañas blancas y grandes orejas transparentes, a quien ni Rita ni yo recordábamos haber visto en nuestras tristes vidas. Sudoroso, con una espesa camiseta pringada y viejos zapatos de soldado, roncaba en nuestra cama doble junto a mi casta Rita. Le faltaba un diente delante y tenía en la frente pústulas ambarinas. Ritoschka envolvió en su impermeable —lo primero que encontró a mano— su sinuosa desnudez; yo me puse un par de calzoncillos. Se habían usado cinco vasos, lo cual suministraba una dificultosa abundancia de pistas. En el suelo, un sweater y un par de pantalones raídos color canela. Sacudimos a su poseedor hasta volverlo plenamente consciente. Tenía una amnesia total. Con un acento que Rita reconoció como puramente brooklyniano, insinuó ceñudamente que alguien había hurtado su poca valiosa identidad. Lo metimos en sus ropas y lo dejamos en el hospital más cercano; mientras tanto, pudimos advertir que después de olvidados vagabundeos, estábamos en Grainball. Medio año después, Rita escribió al doctor para pedirle noticias. Jack Hubertson, como lo habíamos apodado con escaso ingenio, seguía aislado de su pasado personal. ¡Oh, Mnemósine, la más dulce y malévola de las musas!

No habría mencionado este incidente de no haber iniciado una serie de ideas que fructificaron con la publicación (en la Cantrip Review) de mi ensayo Mimir and Memory, en el cual entre otros pormenores que parecieron originales e importantes a los benévolos lectores de esa espléndida publicación, sugería una teoría de tiempo perpetuo, basada en la circulación de la sangre y conceptualmente basada (para llenar la cáscara) en la hipótesis de que la mente no es consciente solo de la materia sino de su propio ser, creando así un circuito continuo entre dos polos: el futuro almacenable y el pasado almacenado. Como resultado de esa aventura —y como culminación de mis travaux previos— fui llamado a Nueva York, donde Rita y yo vivíamos en un pisillo con vista a radiantes niñas que tomaban baños de sol en una glorieta de Central Park, por el Cantrip College, a cuatro millas, para dictar un curso de un año. Vivimos en el colegio, en apartamientos especiales para poetas y filósofos, desde septiembre de 1951 hasta junio de 1952, mientras Rita, a la cual preferí no exhibir, vegetaba —me temo que no muy decorosamente— en un hotel junto a la carretera, donde la visitaba dos veces por semana. Al fin se esfumó, de manera mucho más humana que su predecesora: un mes después la encontré en la cárcel local, estaba très digne, le habían extirpado el apéndice y se las compuso para convencerme de que las hermosas pieles azuladas que la acusaban de haber robado al señor Roland MacCrum habían sido un regalo espontáneo, si bien algo alcohólico, del propio Roland. Conseguí sacarla sin recurrir a su susceptible hermano, y poco después regresamos a Central Park West, vía Briceland, donde nos habíamos detenido durante algunas horas del año anterior.

Se había apoderado de mí una curiosa ansiedad de revivir mi estadía allí con Lolita. Entraba en una etapa de existencia en la cual abandonaba toda esperanza de alcanzar a su raptor y a ella misma. Ahora intentaba volver a lugares conocidos, a fin de salvar lo que aún podía salvarse en el sentido de souvenir, souvenir, que me veux-tu? El otoño vibraba en el aire. Un pedido de cama doble que el profesor Hamburg envió por correo obtuvo por respuesta una expresión de regret. El lugar estaba colmado. Solo tenían un cuarto en el sótano, sin baño, con cuatro camas que, pensaban, yo no necesitaría. La nota estaba encabezada así:

EL CAZADOR ENCANTADO

Iglesias en las cercanías / No se admiten perros

Se expenden todas las bebidas legales

Me pregunté si la última afirmación sería cierta. ¿Todas? ¿Tendrían, por ejemplo, granadina? También me pregunté si un cazador, encantado o no, no necesitara más un pointer que un banco en la iglesia, y con un espasmo doloroso recordé una escena digna de un gran artista: petite nymphe accroupie. Pero aquel sedoso cocker spaniel quizá había sido bautizado. No… sentí que no podía soportar la angustia de volver a ver aquel vestíbulo. Había posibilidades mucho mejores de tiempo recuperable en la suave, otoñal, profusamente coloreada Briceland. Dejé a Rita en un bar y me dirigí a la biblioteca de la ciudad.

Una vieja solterona se mostró encantada de ayudarme a localizar el mes de agosto de 1947 en el volumen encuadernado de la Briceland Gazette, y después, en un rincón alejado, empecé a volver las páginas enormes y frágiles de un tomo color negro-ataúd, casi tan grande como Lolita.

¡Lector! Bruder! ¡Qué Hamburg tan tonto era ese Hamburg! Puesto que su sistema supersensitivo consistía en no encarar la escena real, pensó que por lo menos podía disfrutar de una parte secreta de ella (lo cual recuerda al décimo o vigésimo soldado en la cola de los violadores, que arroja sobre la cara blanca de la muchacha su chal negro para no ver esos ojos imposibles mientras satisface sus deseos militares en la aldea triste y saqueada). Lo que yo anhelaba encontrar era la fotografía impresa que había absorbido mi imagen invasora mientras el fotógrafo de la Gazette enfocaba al doctor Braddock y a su grupo. Esperé apasionadamente encontrar ese retrato del autor de estas páginas, inmortalizado como un animal más joven… ¡Una cámara inocente sorprendiéndome en mi oscura marcha hacia la cama de Lolita… qué imán para Mnemósine! No puedo explicar la verdadera índole de esa ansiedad mía. Supongo que se relacionaba con esa malsana curiosidad que nos impulsa a examinar con una lupa las figuras minúsculas —naturaleza muerta, prácticamente, y cada uno a punto de vomitar— en una ejecución a la madrugada, y la expresión del paciente, imposible de discernir a causa de la mala impresión. De todos modos, yo jadeaba por falta de aliento, y una punta de ese libro falta se me hundía en el estómago mientras yo escudriñaba y desollaba… La fuerza bruta y Poseída se exhibirán el domingo 24 en ambas salas. El señor Pourdom, comerciante independiente de tabaco, decía que desde 1925 fumaba Omen Faustum. Husky Hank y su noviecita serían huéspedes del señor y la señora Gora, avenida Inchkeit, 58. El tamaño de algunos parásitos alcanza el tamaño de un sexto de su poseedor. Dunkerke fue fortificado en el siglo X. Calcetines para señoritas, $ 0,39; zapatos de deporte, $ 3,98. Vino, vino, vino —bromeaba el autor de Edad oscura, que se había negado a fotografiarse— puede sentar a un melodioso pájaro persa, pero yo diré: dadme lluvia, lluvia, lluvia sobre el techo inclinado para que surjan rosas e inspiración. Los hoyuelos se producen por la adherencia de la piel a los tejidos más profundos. Los griegos rechazan una pesada ofensiva… Y… ah, por fin, una figurilla de blanco, y el doctor Braddock de negro, pero no pude identificarme en el hombro espectral que rozaba su amplio cuerpo.

Fui en busca de Rita, que me presentó con una sonrisa de vin triste a un viejo marchito, tamaño bolsillo, de truculenta tiesura, diciéndome que se trataba de… ¿cómo dijo que se llamaba, muchacho?… un antiguo compañero de colegio. El viejo procuró retenerla y en la breve lucha que siguió me lastimé el pulgar contra un duro cráneo. En el parque silencioso y pintado donde la hice caminar y tomar un poco de aire, Rita sollozó y dijo que pronto la dejaría, como la dejaban todos, y yo le canté una anhelosa balada francesa y ensarté unas cuantas rimas fugitivas para divertirla:

The place was called Enchanted Hunter. Query

What Indian dyes, Diana, did thy dell

endorse to make the Picture Lake a very

blood bath of trees before the blue hotel?[17]

Ella dijo: «¿Por qué azul, si es blanco? ¿Por qué azul, por Dios?». Y empezó a llorar de nuevo, y yo la guie hasta el automóvil, y marchamos hacia Nueva York, y pronto estuvo razonablemente contenta en la niebla de la pequeña terraza de nuestro piso. Advierto que he mezclado dos sucesos, mi visita a Briceland con Rita, durante el viaje a Cantrip, y nuestro paseo por Briceland, durante el regreso a Nueva York. Pero esas combinaciones de colores no son de desdeñar para el artista que recuerda.

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