Lolita

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Segunda Parte » Capítulo 27

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Mi buzón, a la entrada del vestíbulo, pertenecía al tipo que permite entrever su contenido a través de una tapa de cristal. Varias veces una embaucadora luz arlequinada que caía a través del vidrio sobre una caligrafía ajena la había convertido en la letra de Lolita, produciéndome casi un síncope mientras me apoyaba en una urna adyacente, a punto de convertirse así en la mía propia. Cada vez que ocurría eso, cada vez que sus garabatos encantadores, intrincados, pueriles, se transformaban de manera horrible en la letra insulsa de uno de mis escasos corresponsales, solía recordarme, con angustiado regocijo, algunas ocasiones de mi pasado confiado y prelastimoso en que una ventana brillante como alhaja, en la acera opuesta, exhibía ante mis ojos avizores, ante el periscopio siempre alerta de mi vicio vergonzoso, a una nínfula semidesnuda, en el acto de peinarse el pelo de Alicia-en-el-País-de-las-Maravillas. En ese fantasma ígneo había una perfección que hacía perfecto también mi anhelo desenfrenado, precisamente porque la visión estaba más allá de mi alcance, sin posibilidad de llegar hasta ella para enturbiarla con la conciencia de una prohibición violada. En verdad, es muy posible que la atracción misma que ejerce sobre mí la inmadurez reside no tanto en la limpidez de la belleza infantil, inmaculada, prohibida, cuanto en la seguridad de una situación en que perfecciones infinitas cierran el abismo entre lo poco concedido y lo mucho prometido… la rosa gris inasequible. Mes fenêtres! Pendiente sobre un crepúsculo abigarrado y el pozo de la noche, rechinando los dientes, yo apretujaba todos los demonios de mis deseos contra las rejas de un balcón palpitante. Ya estaban a punto de arrojarse, ya se lanzaban… después de lo cual la imagen iluminada se movía. Eva volvía a ser una costilla y solo quedaba en la ventana un hombre obeso, parcialmente vestido, leyendo su diario.

Como a veces ganaba la carrera entre mi fantasía y la realidad de la fantasía, la decepción era soportable. El dolor insufrible empezaba cuando el azar entraba en la refriega y privaba de la sonrisa destinada a mí. Savez-vous qu’a dix ans ma petite était folle de vous?, me dijo una mujer con la cual conversaba durante un té en París, y la petite acababa de casarse, a millas de distancia, y yo no podía recordar si había reparado en ella en aquel jardín, junto a las canchas de tenis, doce años antes.

Una vislumbre radiante, la promesa de la realidad, una promesa no solo seductoramente fingida, sino también noblemente mantenida… De todo ello volvió a privarme un día el azar. Y no solo el azar, sino también la letra cambiada, los caracteres más pequeños de mi pálida y adorada remitente. Mi fantasía estaba proustianizada y procusteanizada; pues esa mañana, a principios de septiembre de 1952, en que fui a recoger mi correo, el pulcro y bilioso portero con quien estaba en términos execrables empezó a quejarse de que un hombre que acababa de acompañar a Rita había «vomitado como un cerdo» en los escalones de la entrada. Mientras lo escuchaba y le daba su propina, y después volvía a escuchar una versión más cortés y enmendada del incidente, tuve la impresión de que una de las dos cartas contenidas en el bendito buzón era de la madre de Rita, una mujercita loca que nos había visitado una vez en Cape Cod y que me escribía a mis diversas direcciones, diciendo lo bien que me llevaba con su hija y qué maravilloso sería que nos casáramos. La otra carta, que abrí y leí rápidamente en el ascensor, era de John Farlow.

Muchas veces he advertido que tendemos a atribuir a nuestros amigos la estabilidad de tipo que adquieren en la mente del lector los caracteres literarios. Aunque abramos el Rey Lear montones de veces nunca encontraremos al buen rey arrojando su escudilla en violenta rebeldía, olvidados todos los pesares, en una alegre reunión con sus tres hijas y sus perros falderos. Nunca revivirá Emma, reanimada por las sales simpáticas en las oportunas lágrimas del padre de Flaubert. Sean cuales fueren las evoluciones por las que tal o cual personaje popular ha pasado entre las tapas de un libro, su destino está fijado en nuestra mente y de manera similar esperamos que nuestros amigos se ajusten a tal o cual molde convencional que hemos acuñado para ellos. Así, X nunca compondrá la música inmortal que no armonizaría con las sinfonías de segundo orden a que nos ha habituado. Y nunca cometerá un asesinato. En ninguna circunstancia Z nos traicionará. Lo hemos dispuesto todo en nuestra mente, y cuanto menos vemos a una persona determinada, es tanto más satisfactorio comprobar la obediencia con que se ajusta a nuestra noción de él cada vez que nos llegan sus noticias. Cualquier desviación del destino que hemos ordenado nos impresionaría no solo por anómala, sino también por su falta de ética. Preferiríamos no haber conocido a nuestro vecino, el vendedor jubilado de salchichas calientes, si un día publica el libro de poesías más importante de su tiempo.

Digo todo esto para explicar cómo me asombró la carta histérica de Farlow. Sabía que su mujer había muerto, pero esperaba que seguiría siendo, a través de una viudez devota, la persona insulsa, calma y digna que había sido siempre. Ahora me escribía que después de una breve visita a los Estados Unidos había vuelto a Sudamérica y había resuelto que todos los asuntos que tenía entre manos en Ramsdale pasarían a las de Jack Windmuller, de esa misma ciudad, un abogado que ambos conocíamos. Parecía particularmente aliviado por librarse de las «complicaciones» de los Haze. Se había casado con una muchacha española. Había dejado de fumar y pesaba diez kilos más. Ella era muy joven y campeona de ski. Pasarían la luna de miel en la India. Como acababa de «formar un hogar», ya no tendría tiempo de ocuparse de mis asuntos, que encontraba «muy extraños y exasperantes». Los entremetidos —toda una asamblea de ellos, según parecía— le habían informado que el paradero de la pequeña Dolly Haze era desconocido y que yo vivía con una divorciada en California. El padre de su mujer era un conde muy rico. Las personas que habían alquilado durante años la casa de Charlotte deseaban comprarla. Sugería que hiciera aparecer rápidamente a Dolly. Además, se había roto una pierna. Incluía una instantánea suya y de su morena, vestidos de lana blanca, sonriéndose mutuamente entre las nieves de Chile.

Recuerdo que entré en mi apartamiento y empecé a decir: «Bueno, al fin hemos de encontrar sus huellas…», cuando la otra carta empezó a hablarme con una vocecilla muy segura de sí:

Querido papá:

¿Cómo anda todo? Me he casado. Voy a tener un hijo. Creo que será muy grande. Creo que nacerá para Navidad. Es difícil escribirte esta carta. Estoy medio loca, porque no podemos pagar nuestras deudas y salir de aquí. Le han prometido a Dick una buena colocación en Alaska, dentro de su especialidad en la mecánica. Eso es todo lo que sé, pero suena muy bien. Perdona si no te digo la dirección de mi casa, pero has de estar muy enfadado conmigo y Dick no debe saberlo. Esta ciudad es algo terrible. El humo y la niebla no dejan ver a los tarados que la habitan. Por favor, mándanos un cheque, papá. Podemos arreglarnos con trescientos o cuatrocientos, o quizá menos, cualquier suma vendría bien, puedes vender mis cosas viejas. Una vez estemos allá, las cosas mejorarán. Escríbeme, por favor. Estoy muy triste y he pasado por momentos muy malos.

Tuya,

Dolly (señora de Richard F. Schiller)

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