Lolita

Lolita


Segunda Parte » Capítulo 28

Página 67 de 77

28

De nuevo en el camino, de nuevo al volante del viejo sedán azul, de nuevo solo. Rita estaba muerta para el mundo cuando leí la carta y luché contra las montañas de agonía que suscitó en mí. La miré: sonreía en su sueño. Le besé la frente húmeda y la dejé para siempre, con una nota de tierno adiós que le pegué al ombligo, pues de lo contrario no la habría encontrado.

¿«Solo» he dicho? Pas tout à fait. Llevaba conmigo a mi pequeño camarada negro y no bien llegué a un lugar retirado proyecté la muerte violenta del señor Richard F. Schiller. Había encontrado un sweater mío, gris, sucio y viejo, en el fondo del automóvil, y lo colgué de una rama, en una muda ciénaga a la cual había llegado por un camino arbolado desde la ya remota carretera. La ejecución de la sentencia se vio algo entorpecida por cierta rigidez en el juego del gatillo, y me pregunté si debía poner un poco de aceite al misterioso objeto, pero resolví que no tenía tiempo que perder. El viejo sweater muerto volvió al automóvil ahora con perforaciones adicionales. Volví a cargar al tibio compinche y seguí mi viaje.

La carta estaba fechada el 18 de septiembre de 1952 (ese día era el 22 de septiembre) y la dirección indicada era «Correo Central, Coalmont» (no «Va» no «Pa», no «Tenn.», y tampoco Coalmon, de todos modos… lo he disfrazado todo, amor mío). Averigüé que era una nueva pequeña comunidad industrial a ochocientas millas de Nueva York. Al principio, proyecté conducir todo el día y toda la noche, pero después lo pensé mejor y descansé un par de horas en un alojamiento, pocas millas antes de llegar a la ciudad. Había resuelto que el enemigo, ese Schiller, había sido un viajante de comercio que había llegado a conocer a Lo llevándola a dar una vuelta a Beardsley —el día en que se le pinchó una goma de la bicicleta rumbo a la casa de la señorita Emperador— y que desde entonces se habían visto en dificultades. El cadáver del sweater ejecutado, a pesar de que modifiqué su silueta mientras yacía sobre el asiento trasero del automóvil, seguía revelando características de Trapp-Schiller… la gordura y la obscena bonhomía de su cuerpo. Y para contrarrestar ese dejo de vulgar corrupción resolví estar especialmente atractivo y elegante cuando apreté el botón de mi reloj despertador antes de que sonara a las seis de la mañana.

Después, con el romántico cuidado de un caballero a punto de batirse en duelo, verifiqué si llevaba todos mis documentos, me bañé, perfumé mi delicado cuerpo, me afeité la cara y el pecho, elegí una camisa de seda y calzoncillos limpios, me puse calcetines transparentes color gris topo y me felicité por haber llevado conmigo algunas ropas muy exquisitas, por ejemplo un chaleco con botones de nácar, una corbata de pálida cachemira y otras cosas.

Por desgracia no fui capaz de retener mi desayuno. Pero ignoré ese detalle como un contretemps trivial, me sequé la boca con un fino pañuelo que tomé de mi manga, y con un bloque de hielo azul por corazón, una píldora en la lengua y una muerte segura en el bolsillo del pantalón, me dirigí hacia una cabina telefónica de Coalmont (Aaaah… dijo su puertecita) y llamé al único Schiller —Paul, Muebles— que encontré en la maltratada guía. El maldito Paul me dijo que conocía a Richard, hijo de una prima suya, y que su dirección era… un instante… calle Killer[18], número 10 (no estoy muy brillante para los seudónimos). Aaaah… dijo la puertecita.

En el número 10 de la calle Killer, una casa de vecindad, interrogué a unos cuantos ancianos derrengados y a dos nínfulas de rubio cabello largo, increíblemente harapientas (de manera más bien abstracta, solo porque sí, la antigua bestia que había en mí buscaba a una niña apenas vestida que pudiera retener contra mí un instante, después del crimen, cuando ya nada importaba y todo me estuviera permitido). Sí, Dick Schiller había vivido allí, pero se había mudado al casarse. Nadie sabía su nueva dirección. «Deben de saberla en la tienda», dijo una voz de bajo que partió de una boca abierta junto a mí y a las dos niñas descalzas y de brazos flacos y sus abuelas desvaídas. Entré en una tienda que no era la indicada y un viejo negro receloso sacudió la cabeza antes de que pudiera preguntarle nada. Crucé hacia una mísera rosticería y allí, llamada por un cliente a pedido mío, una voz femenina gritó desde un abismo en el suelo (equivalente de la boca masculina): camino Hunter, última casa.

El camino Hunter estaba a millas de ahí en un distrito aún más lúgubre, lleno de vaciaderos y zanjones y huertos agusanados y chozas y llovizna gris y fango rojo y varios montones humeantes a la distancia. Me detuve en la última «casa», una choza de madera, similar a otras dos o tres que se veían en las cercanías y rodeadas por un baldío plagado de maleza. Detrás de la casa se oían martillazos y durante varios minutos permanecí inmóvil en mi viejo automóvil, viejo y endeble, al fin de mi viaje, en mi triste meta, finis, amigos finis, mis demonios. Eran poco más o menos las dos. Mis pulsaciones eran 40 en un minuto y 100 al siguiente. La llovizna crepitaba contra la capota del automóvil. El revólver había emigrado al bolsillo derecho del pantalón. Un perro indescriptible apareció detrás de la casa, se detuvo asombrado y empezó a ladrarme bondadosamente, con los ojos cerrados, lleno de fango el vientre hirsuto, después caminó un trecho y volvió a ladrar.

Ir a la siguiente página

Report Page