Lolita

Lolita


Fresas e hipopótamos

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Fresas e hipopótamos

(prólogo)

ROSA MONTERO

Si Vladimir Nabokov estuviera aún vivo y hubiera leído las insensateces que han publicado recientemente los periódicos atribuyendo la autoría original de su Lolita a Heinz von Lichberg e incluso acusándole de haber podido plagiar este cuento, probablemente se lo habría tomado como la confirmación de la insondable necedad del ser humano y habría sufrido un agudo ataque de desdén venenoso hacia las multitudes (era tan espléndido escritor como aristocrático y soberbio).

Hipotéticos berrinches aparte, Nabokov tendría razones para sentirse ofendido y estupefacto. Para cualquiera que haya leído la inmensa novela del autor ruso resulta evidente que la Lolita americana tiene tanta relación con este pequeño texto de von Lichberg como una fresa con un hipopótamo. He comprobado que las personas que no están cerca de la literatura, es decir, que no se dedican a escribir o a leer ardientemente, tienen a veces una extraña idea de lo que es un plagio, y esto sucede justamente porque tienen una extraña idea de lo que es la creación literaria. Una novela no es como la patente industrial de un quitamanchas; no se reduce a una pequeña fórmula verbal o conceptual que uno puede robar o copiar fácilmente, como reproduciría el quitamanchas con sólo repetir su fórmula química. Una novela no es sólo lo que se cuenta sino cómo se cuenta, el mundo que construye con palabras, un universo entero. Aún más: lo que una novela cuenta no es exactamente el argumento, o la idea básica de ese argumento, sino lo que el autor hace con esa idea, hacia dónde la dirige, qué quiere representar con lo que dice.

Y así, en la obra de von Lichberg hay una adolescente, hay un hombre mayor que queda fascinado por ella, hay un viaje, hay la muerte final de la muchacha, y todos estos elementos están también en la obra de Nabokov. Pero el texto del alemán es un bonito y bastante convencional relato gótico, un cuento de fantasmas en el que la niña representa el eterno femenino, la mujer como símbolo de la perdición, de la debilidad del varón frente a una maldad cautivadora que se presenta disfrazada de inocencia, pero que en el momento en que madura y se hace adulta (sí, ahí está esa sangre que alude a la primera menstruación, como bien dice el editor de este libro, Max Lacruz) se convierte en un poder enigmático y fatal. Esto es lo que nos cuenta von Lichberg y ahí reside el mayor atractivo de su relato, en este pequeño emblema del pavor primordial del hombre a la mujer. Por cierto, que las Lolas del cuento atormentan viciosamente a sus amantes, pero al final son ellos quienes las matan y ellas las víctimas. Y esto también deja transparentar, probablemente más allá de la voluntad consciente de su autor, cierta pauta esencial de las relaciones entre hombres y mujeres en su faceta más perversa.

En la Lolita de Nabokov, en cambio, la perdición la lleva Humbert Humbert, su protagonista, dentro de sí. De lo que nos habla Nabokov es de la tragedia de la vida; de cómo destruimos aquello que más amamos, y de cómo lo mejor que somos puede ser también lo que nos convierte en unos monstruos. Habla de la imposibilidad de entender el mundo y de entenderse; del enajenamiento de la realidad, o de la realidad como algo enemigo y poco fiable, porque nuestra íntima representación de las cosas es un delirio. Habla de la distancia insalvable entre nuestros sueños de felicidad y la posibilidad de conseguirlos, y de cómo nuestros deseos nos cavan una tumba bajo los pies. En esta novela la maldad no es un atributo de las mujeres, sino algo que llevamos todos dentro, la otra cara de nuestro amor más encendido, porque para Nabokov la vida es paradójica y cruel. Y Lolita, su Lolita, la única Lolita inolvidable, es una niña y luego una adulta indefensa, inculta e inocente.

Ambos textos, pues, no tienen nada que ver ni siquiera en lo que cuentan, por no entrar en la manera en que lo cuentan, donde la distancia ya es sideral. De hecho, no entiendo por qué se dice que este relato ha podido servir de idea germinal para Lolita y no se habla, por ejemplo, de la posible influencia de Muerte en Venecia, de Thomas Mann, un libro publicado en 1912 que sin duda leyó Nabokov (y seguramente también von Lichberg: su Lolita es de 1916) y que está infinitamente más cerca del universo nabokoviano, con ese protagonista que también se labra meticulosamente su propia perdición y que deposita en un niño, Tadzio, la alucinación obsesiva y descomunal de un amor imposible. Y con esto no quiero decir, ni mucho menos, que Nabokov haya plagiado a Mann. En realidad todos los temas ya están escritos centenares de veces, todos escribimos desde lo que hemos heredado, leído, conocido, y el reto está en volver a nombrar el mismo mundo con palabras y emociones tan distintas que lo recreen como si fuera nuevo. La valía de un autor se mide precisamente por esa capacidad de regeneración y de reinvención, y Nabokov, que es uno de los más grandes escritores del siglo XX, construyó con Lolita una obra de originalidad absoluta. Su libro es distinto a todo, cosa que, por cierto, no podemos decir del cuento de von Lichberg, que es claramente deudor de la abundantísima tradición de relatos de fantasmas.

El auténtico plagio, en fin, consiste en imitar ciegamente los recursos estilísticos de un autor, el diseño y la peripecia exacta de algún personaje o alguna escena, por el mero hecho de copiar, sin añadir nada nuevo, sin ningún afán de renombrar el mundo. Porque es en ese esfuerzo por iluminar tinieblas nunca antes transitadas en donde se reconoce al verdadero escritor. De hecho, la historia de la literatura está llena de novelas muy parecidas, infinitamente más semejantes entre sí que este cuento y Lolita, y que, pese a una innegable influencia, han sido construidas con tanta potencia creativa, con un mundo propio tan evidente, que a la postre son obras completamente distintas. Como, por ejemplo, Madame Bovary, de Flaubert, y La regenta, de Clarín. Sin duda Clarín leyó y asimiló la novela de Flaubert, la hizo propia, la convirtió en su carne, como todos hacemos con nuestras lecturas; pero a partir de ahí surgió su Ana Ozores viva y coleando y consiguió escribir una novela espléndida.

El único punto curioso de este pequeño escándalo artificial en torno a Lolita, la única rareza, es la coincidencia en el nombre de la niña, que es algo que desde luego no parece casual. Pero se trata de una nimiedad que se puede explicar de muchas maneras. Es posible que Nabokov leyera el cuento de von Lichberg; quizá fuera guardando en su memoria, con su pasión de erudito, los textos que leía que tocaban de algún modo la pedofilia, porque sabemos que la idea de Lolita estuvo dando vueltas durante décadas dentro de su cabeza. De hecho, en 1939 ya escribió una novela corta en ruso, El hechicero, editada póstumamente, que es un claro ensayo de Lolita. También puede que, durante todo ese tiempo que anduvo embarazado con la idea de la novela, algún amigo le comentara que había un cuento con la historia de otra niña. O incluso es muy posible que Nabokov y von Lichberg coincidieran en alguna reunión (vivieron en Berlín al mismo tiempo, y en la misma zona de la ciudad, durante varios años) y hablaran del tema. Imaginemos que von Lichberg le dijera que tenía un relato sobre ese asunto, que se lo regalara, que incluso le animara a escribir su propio libro. Desde luego Nabokov necesitaba que le dieran ánimos; era un tema escabroso y el escritor tardó mucho en decidirse a publicarlo. Guardó El hechicero en un cajón y, cuando terminó Lolita, durante algún tiempo estuvo pensando en firmar con seudónimo. Tenía razones para sentirse asustado: le costó más de un año encontrar una pequeña casa editorial que se atreviera a publicar la novela, y cuando apareció, en el puritano y recatado año de 1955, organizó un escándalo.

Según cuenta Dimitri, el hijo de Nabokov, en un postfacio a la edición póstuma de El hechicero, en las primeras versiones de la novela, Lolita Haze se llamaba Juanita Dark. ¿Por qué terminó siendo Lolita? Quién sabe. Conociendo la cabeza obsesivamente matemática de Nabokov y su pasión por los laberintos intelectuales, los juegos de palabras y las infinitas referencias cultas cuya verdadera dimensión sólo él conocía, es muy posible que el nombre de su protagonista fuera un juego erudito más. Es decir, casa a la perfección con el personaje que le pusiera Lolita justamente en recuerdo de ese cuentecillo de un oscuro autor alemán sepultado en el tiempo, por la satisfacción de añadir otra referencia, otro significado oculto, un hilo más en la gran tela de araña de su rompecabezas literario. Y lo que debía de divertirse Nabokov cuando comprobaba que nadie, ni los críticos, ni los profesores de universidad, ni los estudiosos de su obra, conseguían desentrañar todas sus pequeñas trampas de pedante.

Pero también es posible que el cuento leído tantos años atrás, o el comentario del amigo, se le hubieran borrado de la memoria consciente. Ocurre tantas veces que decimos cosas que creemos propias y que en realidad hemos leído o escuchado, sólo que con los años han pasado a formar parte de nosotros y hemos perdido el recuerdo de su origen… Tal vez un día Nabokov se levantó de la cama por la mañana, se sentó delante del manuscrito de su libro y, de repente, el nombre de Lolita emergió redondo y brillante de las profundidades de su cabeza, sin que él llegara a saber de dónde salía. La memoria es así, confusa, engañosa, imperfecta. Como las novelas. Como la vida.

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