Lolita

Lolita


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(postfacio)

MAX LACRUZ BASSOLS

¿Quién se acordaría hoy de Heinz von Eschewege de no ser por el escándalo literario desatado tras las revelaciones del estudioso y germanista Michael Maar en torno al pretendido plagio de Nabokov, que supuestamente se inspiró para crear a su inolvidable Lolita en el relato homónimo escrito en 1916 por ese autor?

¿Quién fue, en realidad, este oscuro escritor alemán?

Según el mismo Michael Maar, nada o casi nada de él se dice en los manuales de historia literaria de Alemania; la única referencia hallada es la de la Enciclopedia de autores alemanes, que, curiosamente, en sus datos biográficos le resta veinte años de vida. Premonitorio…

Heinz von Eschewege nació en 1890 en la ciudad alemana de Marburg; fue el único hijo de una aristócrata familia venida a menos afincada en la región de Hesse. Su madre murió cuando el pequeño Heinz contaba sólo siete años. Desde pequeño el niño se sintió atraído por los caballos y la literatura. Su afición hípica le llevaría, años después, a ser oficial de caballería en el ejército alemán durante la Primera Guerra Mundial; la inclinación por las letras lo empujó, a su vez, a escribir y a publicar muy pronto en las gacetas locales. Bajo el pseudónimo de «Heinz von Lichberg» (en recuerdo del nombre de una conocida montaña de la región en la que se había instalado en el siglo XII su noble familia), publicó en su juventud algunos poemas. Seguiría escribiendo tras instalarse en Berlín al inicio de los años veinte, tanto poesía como prosa para varias revistas de la ciudad. Publicó en 1916 en la editorial Falken de Darmstadt una antología de cuentos titulada La maldita Gioconda: Caprichos, a la que justamente pertenece el cuento «Lolita», y en 1920 una novela titulada La gran mujer, que lleva el subtítulo de «Menudencias vitales de algunas gentes» y que puede parecer casi un guiño alusivo a su peripecia biográfica, pero la verdad es que eso es algo que podría hacerse extensible a la de muchos otros autores alemanes de la época —más o menos adeptos al régimen nazi— a los que, como a él, se los ha tragado el pozo negro de la Historia.

En realidad von Eschewege-Lichberg nunca llegó a ser un autor literario muy conocido, pero sí logró, al menos, vivir de su pluma, pues fue periodista —y de bastante renombre— en distintas publicaciones y diarios alemanes de los años veinte. Son especialmente recordadas, por ejemplo, sus crónicas de 1929 sobre los primeros viajes transatlánticos del Zeppelin, tituladas El Zeppelin da la vuelta al mundo, que aún hoy se pueden conseguir en librerías de viejo.

También su voz ha quedado en los archivos sonoros de la época, pues fue uno de los periodistas que cubrió la Marcha de las Antorchas de enero de 1933 con el que el pueblo alemán festejó la victoria de Adolf Hitler y su ascenso a la cancillería del Reich.

Al año siguiente, von Eschwege entraría en la órbita del partido nacionalsocialista para desarrollar actividades de periodismo cultural. Sin embargo, tampoco ejerciendo esa labor pudo obtener el reconocimiento que probablemente esperaba, pues al poco una de sus reseñas teatrales nada favorable a la obra de un autor afín al partido nazi le acarreó sospechas en cuanto a la solidez de sus convicciones ideológicas. Y, por si fuera poco, a ello siguió una auténtica campaña de desprestigio por parte de toda la prensa nazi. A partir de entonces su actividad periodística se limitó a pequeños artículos anodinos y a estampas costumbristas al gusto de la época. «El sueño de ganar a la lotería», «El gato Julius está de visita» o «Un poquito de primavera, un poquito de amor» son algunos de los títulos de esas colaboraciones en prensa y buen reflejo de lo que pudiera ser su contenido.

Este ostracismo del que fue víctima lo llevó de nuevo a escribir narrativa. De 1935 data El buque-faro de Nantucket, una amena novela de acción sin mayores pretensiones que transcurre parcialmente en la ciudad de Nueva York. Dos años más tarde vería la luz un texto de homenaje a una celebridad local, que sería su último libro publicado.

Así pues, con sólo 47 años, Heinz von Lichberg se despedía prácticamente de sus lectores.

A partir de ese momento parece que su vinculación con el partido nazi vuelve a absorberlo plenamente. Ingresa en 1938 en los servicios secretos del gobierno, en tareas de propaganda, provocación y sabotaje… y a juzgar por su meteórica carrera (en 1941 es nombrado teniente coronel), su hoja de servicios prestados debió de ser notable. En esos primeros años de la guerra su actividad en los servicios de espionaje de la Wehrmacht se centra en Polonia, si bien nada sabemos de cuál pudiera haber sido su cometido. Los archivos militares son, lógicamente, de lo más lacónicos en relación con esas actividades secretas. En 1944 es enviado a París en una misión, también secreta.

En los últimos años de la guerra fue hecho prisionero por los británicos, y en abril de 1946 fue liberado, al no haberse logrado probar ningún cargo en su contra.

A partir de ahí su vida no parece haber sufrido incidencias dignas de mención, salvo las habituales en una postguerra que en Alemania fue especialmente dura para todo el mundo. Se instala junto a su mujer Martha en Lübeck, que no por casualidad es la localidad que se mencionaba en el relato que escribiera años atrás sobre una pareja que gana la lotería y decide instalarse allí. En esa tranquila ciudad transcurren sus últimos años, según sus propias palabras, «como teniente coronel retirado y escritor jubilado», lo cual no le impide colaborar de vez en cuando en diarios locales hasta su muerte, acaecida tras una breve enfermedad, a los 61 años, el 14 de marzo de 1951.

Éste es el puñado de elementos de que disponemos sobre la vida de Heinz von Eschwege. Una vida marcada, por qué negarlo, por un cierto aroma de fracaso. Como escritor no logró la fama ni la estima de la crítica; como periodista sus mejores momentos parece debérselos a la relevancia de los eventos que le tocó cubrir; y, finalmente, ni siquiera supo ser un «buen» nazi en los momentos en que ello podía haberle reportado beneficios. Sus mejores éxitos, con todo, pareció cosecharlos en su carrera de espía, al servicio del Reich. Pero aquí también acabó siendo un «perdedor» pues, como es sabido, Alemania no venció en la guerra y él fue encarcelado en una prisión inglesa. En cuanto a los años finales de Lübeck, lo cierto es que debieron de ser años difíciles, y en todo caso es un periodo anterior, por poco, pero anterior al conocido «milagro económico alemán». Hasta en esto no tuvo suerte.

Habrá que ver si ahora, de rebote y como consecuencia del affaire Lolita, se aviva el interés por el resto de su obra, una obra que, hasta ayer mismo, parecía definitivamente caída en el olvido.

La Lolita de von Lichberg que tiene en sus manos el lector es un cuento gótico, en gran parte deudor de las convenciones del género y de la tradición de los cuentos de E.T.A. Hoffmann, al que se menciona en el propio relato. Sin embargo, y más allá de los paralelismos argumentales que puedan establecerse entre este relato y la novela homónima de Nabokov, en el cuento hay —si bien de manera difuminada— algunos elementos de indudable valor literario, que resultan incluso atrevidos para la época, como por ejemplo, una isotopía en color rojo (la rosa que entrega la niña teñida de sangre: probablemente la primera menstruación), o la duda que subsiste en la mente del lector sobre la veracidad de los hechos narrados: se puede llegar pensar que tal vez la historia no haya sido más que una alucinación del narrador… o un mero cuento de sobremesa para entretener a los comensales; una improvisación sobre un tema de Hoffmann.

Podría imaginarse que durante los años en que von Lichberg y Nabokov vivieron en Berlín, no muy lejos, por cierto, el uno del otro, en barrios cercanos, ambos llegaran a conocerse, o que al menos tuvieran conocidos comunes. También es probable que el joven escritor ruso estuviera al corriente de todo lo que se publicara o se hubiera publicado recientemente en esos años… por mucho que siempre pretendiera tener un conocimiento escaso de la lengua alemana (lo cual es poco menos que inverosímil, pues Nabokov era un polígloto notable, y tuvo una novia alemana precisamente durante esos años). Es muy probable que Nabokov leyera el cuento, pues las coincidencias de título y esqueleto narrativo son palmarias. Además, tampoco es imposible que el propio von Lichberg, o la misma novia alemana de Nabokov, sin ir más lejos, pudieran haberle comentado la trama de la historia, esa maldición que se transmite de madres a hijas y que se extingue en la Lolita de Alicante, que muere sin procrear. Y rizando mucho el rizo tampoco es imposible que fuera el propio Nabokov el que le contara o contara por persona interpuesta a von Lichberg una historia de amor entre un señor mayor y una niña. A veces contamos a quien apenas conocemos aquello que llevamos en lo más profundo, y que a veces no sabemos siquiera que llevamos. En tal caso sería el joven autor alemán quien se habría inspirado de la historia que le relatara el todavía más joven autor ruso (se llevaban nueve años de diferencia). Todo es posible. Pero la Lolita de Nabokov seguiría siendo la Lolita de Nabokov y la de von Lichberg la de von Lichberg. Y habría hecho falta un Borges para contarnos este cuento improbable.

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