Lolita

Lolita


Primera Parte » Capítulo 5

Página 10 de 77

5

Cuando me vuelvo para mirarlos, los días de mi juventud parecen huir de mí en una ráfaga de pálidos deshechos reiterados, como esas tempestades matinales de nieve en que el pasajero de tren ve remolinear papel de seda ajado tras el último vagón. Durante mis relaciones sanitarias con mujeres, yo era práctico, irónico, enérgico. Mientras fui estudiante, en Londres y París, las mujeres pagadas me bastaron. Mis estudios eran minuciosos e intensos, aunque no particularmente fructíferos. Al principio proyecté graduarme en psiquiatría, como hacen muchos talentos manqués. Pero ni para esto servía: un extraño agotamiento me atenazaba («Doctor, me siento tan oprimido…»). Y viré hacia la literatura inglesa, donde tantos poetas frustrados acababan como profesores vestidos de tweed con la pipa en los labios. París me sentaba de maravilla. Discutía películas soviéticas con expatriados. Me codeaba con uranistas en Deux Magots. Publicaba tortuosos ensayos en diarios oscuros. Componía pastiches:

… Poco me importa que Fräulein von Kulp pueda volverse, la mano sobre la puerta; a nadie he de seguir, ni a Fresca, ni a Gaviota.

Los seis o siete entendidos que leyeron mi artículo: «El tema proustiano en una carta de Keats a Benjamín Bailey», rieron entre dientes. Inicié una Histoire abrégée de la poésie anglaise por cuenta de una importante editorial y después empecé a compilar ese manual de literatura francesa para estudiantes de habla inglesa (con comparaciones tomadas de las letras inglesas) que habría de ocuparme durante la década del cuarenta y cuyo último volumen estaba casi listo para la imprenta por la época de mi arresto.

Encontré trabajo; enseñaba inglés a un grupo de adultos en Auteuil. Después, una escuela de varones me empleó durante un par de inviernos. De vez en cuando, aprovechaba las relaciones que había hecho con sociólogos y psicólogos para visitar en su compañía varias instituciones, tales como orfanatos y reformatorios, donde podían contemplarse pálidas jóvenes pubescentes, de pestañas gruesas, con una impunidad perfecta como la que nos está asegurada en sueños.

Ahora creo llegado el momento de presentar al lector algunas consideraciones de orden general. Entre los límites de los nueve y los catorce años, surgen doncellas que revelan a ciertos viajeros embrujados, dos o más veces mayores que ellas, su verdadera naturaleza, no humana, sino nínfica (o sea demoníaca); propongo llamar «nínfulas» a esas criaturas escogidas.

Se advertirá que reemplazo términos espaciales por temporales. En realidad, querría que el lector considerara los «nueve» y los «catorce» como los límites —playas espejeantes, rocas rosadas— de una isla encantada, habitada por esas nínfulas mías y rodeada por un mar vasto y brumoso. Entre esos límites temporales, ¿son nínfulas todas las niñas? No, desde luego. De lo contrario, quienes supiéramos el secreto, nosotros, los viajeros solitarios, los ninfulómanos, habríamos enloquecido hace mucho tiempo. Tampoco es la belleza una piedra de toque; y la vulgaridad —o al menos lo que una comunidad determinada considera como tal— no daña forzosamente ciertas características misteriosas, la gracia letal, el evasivo, cambiante, trastornador, insidioso encanto mediante el cual la nínfula se distingue de esas contemporáneas suyas que dependen incomparablemente más del mundo espacial de fenómenos sincrónicos que de esa isla intangible de tiempo hechizado donde Lolita juega con sus semejantes. Dentro de los mismos límites temporales, el número de verdaderas nínfulas es harto inferior al de las jovenzuelas provisionalmente feas, o tan solo agradables, o «simpáticas», o hasta «bonitas» y «atractivas», comunes, regordetas, informes, de piel fría, niñas esencialmente humanas, vientrecitos abultados y trenzas, que acaso lleguen a transformarse en mujeres de gran belleza (pienso en los toscos budines con medias negras y sombreros blancos que se convierten en deslumbrantes estrellas cinematográficas). Si pedimos a un hombre normal que elija a la niña más bonita en una fotografía de un grupo de colegialas o girl-scouts, no siempre señalará a la nínfula. Hay que ser artista y loco, un ser infinitamente melancólico, con una burbuja de ardiente veneno en las entrañas y una llama de suprema voluptuosidad siempre encendida en su sutil espinazo (¡oh, cómo tiene uno que rebajarse y esconderse!), para reconocer de inmediato, por signos inefables —el diseño ligeramente felino de un pómulo, la delicadeza de un miembro aterciopelado y otros indicios que la desesperación, la vergüenza y las lágrimas de ternura me prohíben enumerar—, al pequeño demonio mortífero entre el común de las niñas; y allí está, no reconocida e ignorante de su fantástico poder.

Además, puesto que la idea de tiempo gravita con tan mágico influjo sobre todo ello, el estudioso no ha de sorprenderse al saber que ha de existir una brecha de varios años —nunca menos de diez, diría yo, treinta o cuarenta por lo general y tantos como cincuenta en algunos pocos casos conocidos— entre doncella y hombre para que este último pueda caer bajo el hechizo de la nínfula. Es una cuestión de ajuste focal, de cierta distancia que el ojo interior supera contrayéndose y de cierto contraste que la mente percibe con un jadeo de perverso deleite. Cuando yo era niño y ella era niña, mi pequeña Annabel no era para mí una nínfula; yo era su igual, un faunúnculo por derecho propio, en esa misma y encantada isla del tiempo; pero hoy, en septiembre de 1952, al cabo de veintinueve años, creo distinguir en ella el elfo fatal de mi vida. Nos queríamos con amor prematuro, con la violencia que a menudo destruye vidas adultas. Yo era un muchacho fuerte y sobreviví; pero el veneno estaba en la herida y la herida permaneció siempre abierta. Y pronto me encontré madurando en una civilización que permite a un hombre de veinticinco años cortejar a una muchacha de dieciséis, pero no a una niña de doce.

No es de asombrarse, pues, si mi vida adulta, durante el período europeo de mi existencia, resultó monstruosamente doble. Abiertamente, yo mantenía las relaciones llamadas normales con cierto número de mujeres terrenas, provistas de calabazas o peras como pechos; secretamente, me consumía en un horno infernal de localizada codicia por cada nínfula que encontraba y a la cual no me atrevía a acercarme, como un pusilánime respetuoso de la ley. Las hembras humanas que me era permitido utilizar no servían sino como agentes paliativos. Estoy dispuesto a creer que las sensaciones provocadas en mí por la fornicación natural, eran muy semejantes a las conocidas por los grandes machos normales ayuntados con sus grandes cónyuges normales en ese ritmo que sacude el mundo. Lo malo era que esos caballeros no habían tenido vislumbres de un deleite incomparablemente más punzante, y yo sí… La más turbia de mis poluciones era mil veces más deslumbrante que todo el adulterio imaginado por el escritor de genio más viril o por el impotente más talentoso. Mi mundo estaba escindido. Yo percibía dos sexos, y no uno; y ninguno de los dos era el mío. El anatomista los habría declarado femeninos. Pero para mí, a través del prisma de mis sentidos, eran tan diferentes como el día y la noche. Ahora puedo razonar sobre todo esto. En aquel entonces, y hasta por lo menos los treinta y cinco años, no comprendí tan claramente mis angustias. Mientras mi cuerpo sabía qué anhelaba, mi espíritu rechazaba cada clamor de mi cuerpo. De pronto me sentía avergonzado, atemorizado; de pronto tenía un optimismo febril. Los tabúes me estrangulaban. Los psicoanalistas me acunaban con seudoliberaciones y seudolíbidos. El hecho de que para mí los únicos objetos de estremecimiento amoroso fueran hermanas de Annabel, sus doncellas y damas de honor, se me aparecía como un pronóstico de demencia. En otras ocasiones me decía que todo era cuestión de actitud, que nada había de malo en sentirse así. Permítaseme recordar que en Inglaterra, durante la aprobación del Acta de Niños y Jóvenes en 1933, se definió el término «niña» como «criatura que tiene más de ocho años, pero menos de catorce» (después de lo cual, desde los catorce años hasta los diecisiete, la definición estatuida es «joven»). Por otro lado, en Massachussetts, EEUU, un «niño descarriado» es, técnicamente, un ser «entre los siete y los diecisiete años de edad» (que, además, se asocia habitualmente con personas viciosas e inmorales). Hugh Broughton, escritor polemista del reinado de Jaime I, probó que Rahab era una prostituta desde temprana edad. Esto es muy interesante y me atrevería a suponer que ya están ustedes viéndome al borde de una crisis y echando espuma por la boca. Pero no, no es así; solo barajo encantadoras posibilidades en un mazo de naipes. Tengo algunas otras imágenes. Aquí está Virgilio, que pudo cantar a la nínfula con un tono único, pero quizá prefería otra cosa… Allí, dos de las hijas prenúbiles del rey Akenatón y la reina Nefertiti (la pareja real tenía una progenie de seis), con muchos collares de cuentas brillantes por todo atavío, abandonadas sobre almohadones, intactas después de tres mil años, con sus suaves cuerpos morenos de cachorros, el pelo corto, los alargados ojos de ébano… Más allá, algunas novias forzadas a sentarse en el fascinum, marfil de los templos del saber clásico. El matrimonio antes de la pubertad no es raro, aun en nuestros días, en algunas provincias de la India oriental. Después de todo, Dante se enamoró perdidamente de su Beatriz cuando tenía ella nueve años, una chiquilla rutilante, pintada y encantadora, enjoyada, con un vestido carmesí… y eso era en 1274, en Florencia, durante una fiesta privada en el alegre mes de mayo. Y cuando Petrarca se enamoró locamente de su Laura, ella era una nínfula rubia de doce años que corría con el viento, con el polen, con el polvo, una flor dorada huyendo por la hermosa planicie al pie del Vaucluse.

Pero seamos decorosos y civilizados, Humbert Humbert hacía todo lo posible por ser correcto. Y lo era de veras, genuinamente. Tenía el más profundo respeto por las niñas ordinarias, con su pureza y vulnerabilidad, y bajo ninguna circunstancia habría perturbado la inocencia de una criatura de haber el menor riesgo de alboroto. Pero cómo latía su corazón cuando vislumbraba entre el montón inocente a una niña demoníaca, «enfant charmante et fourbe», de ojos turbios, labios brillantes, diez años encarcelados, no bien le demostraba uno que estaba mirándola. Así pasaba la vida. Humbert era perfectamente capaz de tener relaciones con Eva, pero suspiraba por Lilith. El desarrollo del seno aparece tempranamente después de los cambios somáticos que acompañan la pubescencia. Y el índice inmediato de maduración asequible es la aparición de pelo. Mi mazo de naipes se estremece de posibilidades… Un naufragio. Un atolón y, en su soledad, la temblorosa hija de un pasajero ahogado. ¡Querida, este es solo un juego! Qué maravillosas eran mis aventuras imaginarias mientras permanecía sentado en el duro banco de un parque fingiendo sumergirme en un trémulo libro. Alrededor del quieto estudioso jugaban libremente las nínfulas, como si él hubiera sido una estatua familiar o parte de la sombra y el lustre de un viejo árbol. Una vez, una niña de perfecta belleza con delantal de tarlatán, apoyó con estrépito su pie pesadamente armado a mi lado, sobre el banco, para deslizar sobre mí sus delgados brazos desnudos y ajustar la correa de su patín, y yo me diluí en el sol, con mi libro como hoja de higuera, mientras sus rizos castaños caían sobre su rodilla despellejada, y la sombra de las hojas que yo compartía latía y se disolvía en su pierna radiante, junto a mi mejilla camaleónica. Otra vez, una pelirroja se asió de la correa en el subterráneo y una revelación de rubio vello axilar quedó en mi sangre durante semanas. Podría enumerar una larga serie de esas diminutas aventuras unilaterales. Muchas acababan en un intenso sabor de infierno. Ocurría, por ejemplo, que desde mi balcón distinguía una ventana iluminada a través de la calle y lo que parecía una nínfula en el acto de desvestirse ante un espejo cómplice. Así aislada, a esa distancia, la visión adquiría un sutilísimo encanto que me hacía precipitar hacia mi solitaria gratificación. Pero repentinamente, aviesamente, el tierno ejemplar de desnudez que había adorado se transformaba en el repulsivo brazo desnudo de un hombre que leía su diario a la luz de la lámpara, junto a la ventana abierta, en la noche cálida, húmeda, desesperada del verano.

Saltos sobre la cuerda; rayuela. La anciana de negro que estaba sentada a mi lado, en mi banco, en mi deleitoso tormento (una nínfula buscaba a tientas, debajo de mí, un guijarro perdido), me preguntó si me dolía el estómago. ¡Bruja insolente! Ah, dejadme solo en mi parque pubescente, en mi jardín musgoso. Dejadlas jugar en torno a mí para siempre. ¡Y que nunca crezcan!

Ir a la siguiente página

Report Page