Lolita

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Segunda Parte » Capítulo 5

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En una calle llamada Thayer, entre el verde, el ocre, el dorado residencial de una apacible ciudad escolar, tiene uno que resignarse al oír el gañido de unos pocos y amables saludos. Yo me enorgullecía de la temperatura exacta de mis relaciones con mis vecinos: nunca grosero, siempre distante. Mi vecino de la izquierda, quizá un hombre de negocios o un profesor, o ambas cosas, me hablaba de cuando en cuando mientras afeitaba de flores tardías su jardín o regaba su automóvil, o deshelaba, avanzando el año, un camino de su casa (no me preocupa que estos verbos estén todos mal empleados), pero mis breves gruñidos, apenas articulados para sonar como asentimientos convencionales o como interludios interrogativos, impedían toda evolución hacia la amistad. De las dos casas que flanqueaban el terreno baldío, al frente, una estaba cerrada y la otra contenía a dos profesoras de inglés: la señorita Lester, de tweed y pelo corto, y la descolorida y femenina señorita Fabián, cuyo único tema de breve conversación conmigo, en la acera, se reducía (Dios bendiga su tacto) a la simpatía de mi hija y al candoroso encanto de Gastón Godin. Mi vecina de la derecha era con mucho la más peligrosa, un personaje de nariz afilada, cuyo difunto hermano había estado ligado al College como Superintendente de Edificios y Jardines. La recuerdo acechando a Dolly, mientras yo permanecía en la ventana de la sala, esperando anhelosamente el regreso de mi amada. La odiosa solterona, procurando ocultar su morbosa curiosidad bajo una máscara de amabilidad dulzona, apoyada en su paraguas (la cellisca había cedido lugar a un sol frío y húmedo) y Dolly, con su chaqueta parda abierta a pesar del mal tiempo, su montón de libros apretados contra el estómago, sus rodillas insinuándose, y diluyéndose en su cara de nariz respingada que —tal vez a causa de la pálida luz verdosa— parecía casi fea, con algo tosco, alemán, tipo magdlein mientras respondía a las preguntas de la señorita Izquierda: «¿Y dónde está tu madre, querida? ¿Y de qué se ocupa tu pobre padre? ¿Y dónde vivieron antes?». En otra ocasión, la odiosa criatura se me acercó con un cloqueo de bienvenida, pero yo la evité. Pocos días después, llegó una nota suya en un sobre de bordes azules, una mezcla de ponzoña y melaza, en el que sugería que Dolly fuera a visitarla el domingo y se sentara «a mirar los montones de hermosos libros que mi querida madre me regaló cuando yo era niña, en vez de tener la radio puesta a todo volumen hasta altas horas de la noche».

También tenía que andarme con tiento con cierta señora Holigan, una criada y cocinera de mala muerte que había heredado, juntamente con la aspiradora, de los inquilinos anteriores. Dolly almorzaba en la escuela, de modo que no había que preocuparse por ese lado, y yo me había habituado a suministrarle un buen desayuno y a calentar la comida preparada por la señora Holigan antes de partir. Esa mujer inofensiva y amable tenía, por fortuna, una mirada miope que ignoraba los detalles; por lo demás, yo me había hecho experto en el arte de tender la cama. Pero me perseguía incesantemente la obsesión de que una mancha fatal hubiera quedado en alguna parte o de que, en las raras ocasiones en que coincidían la presencia de la Holigan y de Lo, la boba de Lo sucumbiera a la simpatía de una agradable charla en la cocina. A veces tenía la sensación de vivir en una casa de cristal iluminada y de que en cualquier momento, un rostro de pergamino, con labios sutiles, atisbara por una ventana sin visillos para obtener una rápida imagen de cosas que el voyeur más experimentado habría pagado una fortuna por ver.

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