Lolita

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Segunda Parte » Capítulo 15

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Se rectificaron los frenos, se limpió el radiador, se ajustaron las válvulas y Humbert, inhábil mecánico pero prudente papá, abonó esas y otras reparaciones y mejoras, de modo que el automóvil de la difunta señora Humbert quedó en estado respetable y listo para emprender un nuevo viaje.

Habíamos prometido a la Beardsley School, a la buena Beardsley School, que regresaríamos no bien terminara mi compromiso con Hollywood (insinué que Humbert sería asesor principal de una película relacionada con el «existencialismo», que por entonces aún no hacía furor). En realidad jugaba con la idea de escurrirme por la frontera mexicana —ya era más valiente que un año antes— y resolver allí el futuro con mi pequeña concubina, que medía ya un metro cincuenta y pesaba cuarenta kilos. Habíamos sacado a relucir nuestros libros y mapas turísticos. Ella había trazado el itinerario con cuidado infinito. ¿Había que agradecer a su afición teatral esa razón de su aire juvenil y esa adorable ansiedad por explorar la rica realidad? En esa pálida pero tibia mañana dominical experimenté la extraña levedad de los sueños cuando dejamos la casa del asombrado profesor Quim y corrimos por la calle principal hacia la carretera. El vestido de algodón a rayas blancas y negras de mi amor, su vistoso sombrero azul, sus calcetines blancos, sus mocasines pardos, no iban del todo bien con la gran aguamarina hermosamente tallada y pendiente de una cadenilla de plata que brillaba en su pecho: una gota de lluvia primaveral regalada por mí. Pasamos ante el New Hotel y Lo rio.

—¿Cuánto pides por tus pensamientos? —dije.

Ella tendió la palma abierta, pero en ese instante debí aplicar los frenos repentinamente, al ver la luz roja. Mientras esperábamos, otro automóvil se deslizó junto al nuestro; una mujer joven de pelo brillante y broncíneo, largo hasta los hombros (¿dónde la había visto?) saludó a Lo con un resonante «¡Hola!» y dirigiéndose a mí, efusivamente (¡ya la había situado!), dijo subrayando algunas palabras:

—Qué vergüenza eso de sacar a Dolly de la representación… debió usted oír al autor… cómo la elogió después de aquel ensayo…

—Luz verde, pedazo de tonto —susurró Lo.

Simultáneamente, agitando en fulgurante adiós un brazo con brazaletes, Juana de Arco (en una representación que había visto en el teatro local) se alejó violentamente de nosotros para precipitarse en la avenida Campus.

—¿Quién era? ¿Vermont o Rumpelmeyer?

—No, Edusa Gold… la tipa que nos adiestraba.

—No me refería a ella. ¿Quién fue el autor de esa obra?

—Ah, sí, desde luego. Una vieja. Clara no-sé-cuántos. Había un montón de gente allá.

—¿De modo que te elogió?

Y mi amada emitió esa nueva risilla —quizá relacionada con sus ardides teatrales— que había empezado a afectar.

—Eres una criatura extraña, Lolita —dije, quizá con otras palabras—. Desde luego, me alegra que hayas olvidado esa idea absurda del teatro. Pero lo extraño es que abandonaras todo justo una semana antes de que se produzca la cosa. Oh, Lolita, deberías ser más cuidadosa con tus entusiasmos. Recuerdo que abandonaste Ramsdale por el campamento, y el campamento por un viaje de placer, y presiento otros cambios violentos en tu disposición. Debes ser más cuidadosa. Hay cosas que no pueden dejarse. Debes perseverar. Debes tratar de ser un poco más buena conmigo, Lolita. Además, deberías vigilar tu alimentación. La circunferencia de tus muslos no debería pasar los cuarenta centímetros. Más… sería fatal (bromeaba, desde luego). Ahora emprendemos un largo y dichoso viaje. Recuerdo…

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