Lolita

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Segunda Parte » Capítulo 23

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Mil millas de un camino suave como seda separaban Kasbeam —donde, con gran candor de mi parte, el demonio rojo había aparecido por primera vez— de la fatal Elphinstone, a la cual habíamos llegado una semana antes del Día de la Independencia.

El viaje nos había llevado casi todo junio, pues apenas habíamos andado más de ciento cincuenta millas por día. Pasábamos el resto del tiempo —hasta cinco días, en un caso— en diversos paraderos, todos ellos también dispuestos de antemano, sin duda. Ese, pues, era el trecho por el cual debía buscar el rastro del demonio; esa fue la tarea a la cual me consagré después de varios días indescriptibles, durante los cuales fui y vine por los caminos infinitamente reiterados en la vecindad de Elphinstone.

Imagíname, lector, con mi timidez, mi repudio de toda ostentación, mi sentido inherente del comme il faut; imagíname disfrazando el frenesí de mi dolor con una trémula sonrisa propiciatoria mientras urdía algún pretexto para echar una ojeada al registro del hotel. «Ah, es casi seguro que pasé por aquí una vez —decía—. Permítame usted ver los asientos de mediados de junio… no, creo que después de todo me equivoco… Qué hermoso nombre para una ciudad, Kawtagain. Muchas gracias». O: «Hay un cliente mío aquí… He perdido su dirección… ¿Puedo?…». De cuando en cuando, sobre todo si el encargado del lugar pertenecía a cierto sombrío tipo masculino, la inspección personal de los libros me era negada.

Tengo aquí un memorándum: entre el 5 de julio y el 18 de noviembre, cuando volví a Beardsley por unos pocos días, registré, si no permanecí en ellos, trescientos cuarenta y dos hoteles, alojamientos y casas para turistas. Esa cifra incluye unos cuantos registros entre Chestnut y Beardsley, en uno de los cuales encontré una sombra del demonio («N. Petit Larousse, III»). Debía espaciar mis investigaciones con toda cautela para no atraer una atención indebida. Y por lo menos en cincuenta lugares me limité a preguntar en la administración… Pero esas eran preguntas fútiles, y prefería echar una cierta base de verosimilitud y buena voluntad pagando un cuarto innecesario. Mi investigación demostró que de los trescientos o más libros revisados, veinte por lo menos me suministraron una clave: el demonio errabundo se había detenido con más frecuencia que nosotros o bien —era muy capaz de eso— había inventado registros adicionales para abastecerme bien de datos falsos. Solo en un caso había residido en el mismo alojamiento de acoplados que nosotros, a pocos pasos de la almohada de Lolita. En algunos casos había tomado un cuarto en la misma manzana o en las cercanías. No pocas veces había esperado en algún punto intermedio entre dos lugares. Con qué nitidez recordaba a Lolita, justo antes de nuestra partida de Beardsley, echada en la alfombra de la sala, estudiando libros de viajes y mapas turísticos y marcándolos con su lápiz labial…

Describí asimismo que el demonio había previsto mis investigaciones y había dejado seudónimos insultantes dirigidos a mí. En la administración del primer alojamiento que visité, el «Ponderosa», su anotación, entre otras doce evidentemente humanas, decía: «Dr. Gratiano Forbeson, Mirandola, N. Y.». Sus connotaciones de la comedia italiana no dejaron de impresionarme, desde luego. La dueña se dignó informarme que el caballero había permanecido en su alojamiento cinco días con un fuerte resfrío, que había dejado su automóvil en algún taller de reparaciones y que había partido el 4 de julio. Sí, una muchacha llamada Ann Lore había trabajado en otra época en el alojamiento, pero ahora estaba casada con un fiambrero y vivía en Cedar City. Una noche de luna me topé con Mary, de zapatos, como un autómata, pero logré humanizarla cayendo de rodillas y suplicándole que me ayudara. No sabía una sola palabra, me juró. ¿Quién era ese Gratiano Forbeson? Pareció vacilar. Exhibí un billete de cien dólares. Lo alzó contra la luz de la luna. «Es su hermano», susurró al fin. Le arranqué de las manos frías de luna el billete y escupiéndole una palabrota francesa me volví y eché a correr, eso me enseñó a no confiar sino en mí mismo. Ningún detective podría descubrir las claves que Trapp había adaptado a mi mente y mi estilo. No podía suponer, desde luego, que me dejara en algún lugar su dirección y su nombre verdaderos; pero esperaba que resbalara en el brillo de su propia sutileza, atreviéndose, por ejemplo, a introducir un toque de color más intenso y personal de lo que era estrictamente necesario, o revelando demasiado en una suma de partes cuantitativas que revelaban demasiado poco. Algo consiguió: consiguió que yo mismo y mi angustia tomáramos parte de su juego demoníaco. Con infinita destreza vacilaba, tambaleaba y readquirí un equilibrio imposible, dejándome cada vez con la esperanza deportiva —si puedo emplear semejante palabra al hablar de traición, furor, desolación, horror y odio— de que la próxima vez se descubriría. Nunca lo admiramos al acróbata de traje de lentejuelas que camina con gracia meticulosa sobre la cuerda floja, en la luz de talco. ¡Pero cuánto más extraño es el arte del que camina sobre esa cuerda con ropas andrajosas, encarnando a un borracho grotesco! Yo habría de conocer ese arte.

Las pistas dejadas no establecieron su identidad, pero reflejaron su personalidad, o al menos una personalidad homogénea y curiosa; su índole, su tipo de humorismo —o a lo sumo, las muestras mejores—; las características de su mente y sus afinidades con la mía. Se burlaba de mí, me imitaba. Sus alusiones eran muy intelectuales. Era un hombre de muchas lecturas. Sabía francés. Era versado en logomaquia y logopedalogía. Era aficionado a la erudición sexual. Tenía una caligrafía femenina. Podía ocultar su nombre, pero no disfrazar, por más que las inclinara, sus tes, sus eles, sus jotas. Quelquepart Island era una de sus residencias preferidas. No usaba estilográfica, cosa que habría significado —como explicaría cualquier psicoanalista— que era un ondinista. Todos esperamos misericordiosamente que haya ninfas acuáticas en la Estigia.

Su rasgo principal era su pasión por el suplicio de Tántalo. ¡Dios, qué tormento era el pobre tipo! Desafiaba mi erudición. Me enorgullezco lo bastante de saber algo como para mostrarme modesto por no saber nada. Y me atrevería a decir que interpreté torcidamente algunos elementos en esa persecución criptográmica. ¡Qué estremecimiento de triunfo y odio sacudía mi frágil esqueleto cuando entre los nombres insulsos e inocentes del registro de un hotel su acertijo demoníaco me eyaculaba en la cara! Advertí que cuando temía que sus enigmas se hicieran demasiado recónditos, aun para un intérprete como yo, me cebaba con uno fácil. «Arse Lupin» era obvio para un francés que recordaba las historias detectivescas de su juventud. Y casi no era preciso conocer a Coleridge para apreciar el dudoso chiste de «A. Person, Porlocn, Inglaterra». De gusto horrible, pero esencialmente sugestivo de una personalidad culta —que no era la de un policía, de un turista común, de un viajante obsceno—, eran nombres ficticios tales como «Arthur Rainbow», evidentemente el autor disfrazado de Le Batteau Bleu —permitidme reír un poco también a mí, caballeros— y «Morris Shmetterling», de L’Oiseau Ivre (touché, lector). El tonto pero divertido «D. Orgon, Elmira, N. Y.» provenía de Molière, desde luego, y como yo había tratado de interesar poco antes a Lolita en una famosa obra del siglo XVIII, recibí como a un viejo amigo el «Harry Bumper, Sheridan, Wyo.». Una enciclopedia corriente me informó quién era el peculiar «Phineas Quimby, Lebanon, N. H.»; y cualquier buen freudiano de nombre alemán y cierto interés en la prostitución religiosa, reconocerá de inmediato la alusión de «Dr. Kitzler, Edyx, Miss». Ese tipo de diversión era ostentoso pero personal y, por ende, inocuo. Entre las anotaciones que detuvieron mi atención como pistas indudables per se, pero que me desconcertaron con respecto a sus sutilezas, no he de mencionar muchas, puesto que presiento que ando a tientas en una niebla fronteriza donde fantasmas verbales se convierten quizá en turistas reales. ¿Quién era «Johnny Randal, Ramble, Ohio»? ¿O era una persona de verdad que tenía una caligrafía similar al autor de «N. S. Aristoff, Catagela, N. Y.»? ¿Qué era eso de «Catagela»? ¿Y cómo se explicaba «James Mayor Morell, Hoaxton, Inglaterra», «Aristófanes», «hoax»…?[13] eso estaba claro, pero ¿qué era lo que no comprendía?

Había en toda esa seudonimia una tensión que me provocaba palpitaciones especialmente dolorosas. Cosas como «G. Trapp, Geneva, N. Y.», demostraban la traición de Lolita. «Aubrey Beardsley, Quelquepart Island» sugerían más lúcidamente que el mensaje telefónico que los comienzos de la aventura debían situarse en el este. «Lucas Picador, Merrymay, Pa.», insinuaba que mi Carmen había revelado mi patético sentimentalismo al impostor. Horriblemente cruel, por cierto, era «Will Brown, Dolores, Colo.». El lúgubre «Harold Haze, Tombstone, Arizona» (que en otras épocas habría suscitado mi sentido del humor) sugería una familiaridad con el pasado de la niña e insinuaba como en una pesadilla que mi presa era un amigo de la familia, quizá un antiguo amor de Charlotte, quizá un «enderezador de entuertos». («Donald Quix, Sierra, Ne.»).

Pero el dardo más punzante fue el anagrama anotado en el registro de «El Castaño»: «Ted Hunter, Cane, N. H.»[14]..

Los números de las chapas de automóviles garabateados por todos esos Personajes y Orgon y Morrel y Trapp solo me confirmaron que los encargados de los alojamientos omiten verificar si los automóviles de sus huéspedes están correctamente registrados. Desde luego, las referencias —indicadas de manera incompleta o incorrecta— a los automóviles alquilados por el demonio para sus etapas entre Wace y Elphinstone eran inútiles. El número del rojo inicial era un rompecabezas de números traspuestos, omitidos o alterados, pero formando combinaciones con referencias mutuas (tales como «WS 1564» y «SH 1616» y «Q 32888» y «CU 883222»), tan hábilmente urdidas que casi nunca revelaban un común denominador.

Se me ocurrió que después de entregar aquel convertible a cómplices suyos, en Wace, algún sucesor pudo ser menos cuidadoso e inscribir en la administración de algún hotel el arquetipo de esas cifras correlacionadas. Pero si localizar al demonio a lo largo de un camino que, según me constaba, había atravesado, era cosa tan vaga y estéril, ¿cómo rastrear a conductores desconocidos que habían viajado por caminos desconocidos?

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